Por Jon Rivas
Así comenzó todo
Henri Desgrange murió el 16 de agosto de 1940. Tenía 85 años. El mes anterior, el Tour no había podido comenzar por culpa de la Guerra Mundial. Tal vez no hubiera estado en condiciones de seguirlo. Los achaques, ya se sabe. La edad que no perdona. En los anteriores estuvo en todos, quién si no: había inventado casi cuarenta años atrás una carrera sin igual, que batía en cada edición récords de participación popular, de pasión y de leyenda.
Desgrange, amplios bigotes, rostro de su tiempo, fue, sobre todo, un amante de la bicicleta. Se convirtió en 1893 en el primer recordman de la hora. Lo batió en el velódromo parisino de Buffalo, el 11 de mayo, y lo estableció en 35,325 kilómetros. Escribió varios libros (La cabeza y las piernas, Mens sana), mejoró la marca de los cien kilómetros y la dejó en 2:39.18, y fundó el periódico L’Auto, dedicado, pese a su nombre, al ciclismo. Y por culpa de ese nombre que no le gustaba, se inventó el Tour de Francia. Sí. Así fue.
Existía en París un periódico llamado Vélo (bicicleta en francés). Páginas de color verde. Desgrange trabajaba en él a las órdenes de Pierre Giffard, su fundador. Francia estaba dividida en dos, en plena efervescencia con el affaire Dreyfus, un oficial judío de origen alsaciano, que fue acusado de espionaje después de un montaje del gobierno alemán. Fue condenado en 1894. Desde ese año hasta que se revisó el caso, en 1899, la parte progresista de Francia hervía de indignación, que tuvo su punto álgido con la publicación del artículo titulado: «Yo acuso. Carta al presidente de la República», escrito por Émile Zola, que agitó las conciencias de los franceses.
Giffard se alineó con los defensores de Dreyfus. Desde las páginas de Vélo atacó sin piedad a empresarios como Clement o Michelin, que defendían todo lo contrario, pero que, a la vez, eran quienes ponían la publicidad en su periódico. Los empresarios decidieron pasarse a otro. Se llevaron a Desgrange y a Victor Goddet y el 16 de octubre de 1900 sacaron a la calle, en el número 10 del Faubourg Montmartre, un periódico de color amarillo que quería hacer la competencia al de su rival. Se llamaba L’Auto-Vélo. Un negocio a medias entre ellos y los anunciantes de Vélo, disgustados por las ideas de Vélo.
Pronto ganó lectores, no los suficientes para desbancar al otro, pero sí bastantes como para que Giffard le pusiera una demanda en la que pedía que eliminara la palabra Vélo de su cabecera. Meses después llegó la resolución judicial que obligaba al cambio de nombre. Fue la peor decisión que podía haber tomado Giffard. Conocía el espíritu luchador de Desgrange y sabía que se tomaría la revancha. El director de L’Auto, a regañadientes, tuvo que despojarse de la mitad del nombre de su periódico. Fue el 16 de enero de 1903. En la portada desaparecía el Vélo, pero anunciaba las catorce carreras que organizaría ese año. Una de ellas, sin nombre aún: «Una gran carrera en ruta». Misterio. Tres días después, el 19 de enero, anunció en L’Auto, la gran noticia, con la que quería desquitarse. Una odisea: «El Tour de Francia, la carrera más grande del mundo entero, una prueba de un mes».
Una vuelta a todo el país. Desgrange fue el animador de la idea, aunque Géo Lefèvre fue quien se la presentó meses antes. Su colaborador había pensado en una carrera de un mes que diera la vuelta a todo el país, que dejara pequeñas a las pruebas que empezaban a desarrollarse con fuerza en toda Europa.
Victor Goddet fue quien aportó los fondos necesarios para llevar adelante el proyecto. Ahí comenzó todo. El pelotón, las etapas. Después se inventaron los equipos nacionales y casi al final de su dilatada carrera, la caravana publicitaria, que en la actualidad mueve millones de euros.
Antes había llegado la montaña al Tour de Francia. Primero el Balón de Alsacia; luego los Pirineos. Fue curioso. Alphonse Steinès, uno de los colaboradores del patrón, le dio esa idea. «¿Por qué no sube el pelotón las grandes montañas?». A Desgrange le pareció descabellado. «Estás loco», pero Steinès perseveró.
El director del Tour quería que la carrera pasara de Metz a Alemania y su ayudante le dijo que los alemanes estaban estudiando prohibir ese paso. Era mejor estudiar otro recorrido. Desgrange argumentaba que los grandes colosos pirenaicos no tenían caminos adecuados para las bicicletas, y que, además, estaban plagados de osos. Pero Steinès no cejó en su empeño. Viajó al sur y engañó a su jefe. Le dijo que la carretera estaba perfecta para los ciclistas. La alta montaña llegaba al Tour. Desgrange se inventó también el maillot amarillo, ese que portó por vez primera Eugène Christophe, en 1919, aunque Philippe Thys, un corredor belga, declaró años después que fue él, en 1914, el primero en ponérselo.
Ese maillot amarillo que no se quiso poner Eddy Merckx en 1971, al día siguiente de que Luis Ocaña tuviera que abandonar maltrecho tras una caída y después de ser arrollado unos segundos por Joop Zoetemelk en el col de Mente; el que tuvo que abandonar entre lágrimas Bernard Hinault, con la rodilla destrozada en la edición de 1980, escapando de su hotel en plena noche, en Pau, para no ser visto por los periodistas que querían recoger su imagen de derrota. El mismo jersey amarillo que consiguió Errandonea en la primera etapa prólogo de la historia del Tour de Francia, en 1967 en Angers, y que solo le duró dos días por culpa de un forúnculo.
A las puertas de Au Réveil-Matin
«Si todo va bien, a las ocho de la mañana estaremos en Lyon», afirmaba Garin. «¡Es formidable!», respondió Pagie.
Qué tiempos. Eran las 22.56 horas del día anterior cuando Maurice Garin le comentaba la circunstancia a su compañero de escapada. Les quedaban casi doscientos kilómetros de horribles carreteras para llegar a la meta de la primera etapa del Tour. Estaban en Nevers. Se habían precipitado al control para firmar y salir cuanto antes hacia Lyon, incansables. Era el primer Tour de la historia.
La etapa había salido de las afueras de París a las 15.16 horas de ese día. Géo Lefèvre, periodista del diario L’Auto, organizador de la carrera, partió junto a los sesenta ciclistas de la puerta del albergue Au Réveil-Matin (El despertador). En los kilómetros iniciales iba con ellos, en bicicleta, pedaleando y anotando los comentarios de los corredores.
De entre todos, enseguida destacó Garin. A los cien kilómetros de carrera comenzó la selección. Después, en el kilómetro 174, cuando el reloj marcaba las nueve de la noche, el pelotón atravesaba Crosne. En el control, uno de los ciclistas, Wattelier, llega con la bicicleta rota en la mano, caminando. Había pinchado con el clavo de una herradura.
Es en Nevers cuando Garin y Pagie toman ventaja. Para entonces, las noticias de la carrera corren de boca en boca. Las calles de los pueblos por donde atraviesa el Tour se llenan de público, pese a lo avanzado de la hora. Banderas, guirnaldas, luminarias, adornan las calles. Llegan espectadores de toda la región. El primer Tour es ya un espectáculo de masas. Garin y Pagie han firmado los primeros en Nevers. Diez minutos después llega Catteau y media hora más tarde un grupo de veinte ciclistas, que aprovecha el momento para avituallarse rápidamente. No hay tiempo que perder. Beben lo que pueden, comen lo que les dan y regresan a la carretera, o al camino, que todavía no hay asfalto y la grava hace vibrar las bicicletas de forma brutal.
Es el Tour. Ya lo sabían hace más de cien años, la mejor carrera del mundo. En Moulins, en el kilómetro 281 de la etapa, Garin y Pagie siguen juntos, camino de la meta. Es noche cerrada desde mucho antes. Falta una hora para que amanezca. Delattre, un amigo de Garin que acompaña la carrera en coche, le interpela: «Tenemos pollo y naranjas, ¿quieres?». El ciclista le responde: «Pásame el agua, agua fresca, por Dios, que estoy sediento».
En esos momentos de la etapa, Georget, uno de los favoritos, circula con un cuarto de hora de retraso y Aucouturier con una hora. Entre ellos hay un grupo de ciclistas que intenta mantener el ritmo. Hippolyte Aucouturier, según Pierre Chany, autor de La fabulosa historia del Tour, protagoniza en aquellos momentos el primero de todos los dramas de la historia de la carrera. Vestido con un maillot azul y rojo, se para y empieza a llorar: «Nunca me he encontrado así. La cabeza está bien, las piernas están bien, pero no puedo avanzar. Tengo el estómago destrozado». Géo Lefèvre, el periodista, le pregunta: «¿El estómago?» «Sí. Se acabó, se acabó…». «Venga, venga», le dice su interlocutor. «Aguanta que ya pasará.»
El ciclista trata de aguantar, pero no puede. Arrasado por los dolores de estómago, abandona en La Palisse, a solo 135 kilómetros de la llegada, cuando Garin y Pagie dominan la situación por completo.
A esas horas, Alphonse Steinès ya está en Lyon. Steinès, uno de los organizadores de la carrera, es también el director del jurado. Ha dado el pistoletazo en París, ha cogido un tren y se ha plantado en el final de la etapa después de un largo viaje con el cronómetro en marcha y su maleta.
Cuando apenas quedan unos kilómetros para la meta, Garin se destaca de su compañero de viaje. Demarra y coge unos metros de ventaja. A las nueve horas de la mañana, un toque de corneta saluda la entrada del vencedor al pavés del Quai de Vaise. Un minuto más tarde llega Pagie, que se ha caído en los últimos kilómetros y presenta visibles señales en su cuerpo. Georget es tercero con treinta y cinco minutos de distancia respecto a Garin. Pothier alcanza la meta una hora después. El último en llegar es Millocheau, con un retraso de casi diez horas.
Garin se explica, tras llegar, ante los periodistas. Ya había, por entonces, ruedas de prensa: «La salida fue violenta, pero enseguida pude salir de ese jaleo y pronto empecé a escuchar insultos a mi espalda…» El segundo, Pagie, se conformaba con el segundo puesto. «Está bien. Garin se ha portado muy bien. Me ha dado de comer en los momentos difíciles». Juego limpio.
Confusión en Burdeos
Burdeos, planeó Desgrange, iba a ser el final de la cuarta etapa del primer Tour. Para cuando la caravana ciclista llegó a la capital de Aquitania era ya un acontecimiento popular de primer orden. Doce días después del pistoletazo en Au Réveil-Matin, el Tour hacía vender el doble de ejemplares de L’Auto que lo habitual, y la gente de los pueblos salía a las calles cuando las campanas de las iglesias anunciaban el paso de los ciclistas. Burdeos, un largo camino desde Toulouse, el comienzo de la etapa, después de varios días de descanso, festejos y celebraciones.
Dos magnates locales, monsieur Pons y monsieur Buscalet, organizaron una recepción magnífica: banquetes, bailes, fiestas, en las que participaban los ciclistas. Pero la holganza acabó el día 12, a las tres de la madrugada. A esa hora estaba fijada la firma de los corredores. En el café Sion de Toulouse, Géo Lefèvre, Georges Abran y François Mercer establecieron el control de salida. Eran «solo» 268 kilómetros hasta Burdeos. Garin, el líder de la carrera, no es el más aclamado en la salida, sino Dargassies, natural de un pueblo cercano a Toulouse, a menos de treinta kilómetros. Sus amigos coparon las cunetas durante muchos kilómetros. El control de Langon era un espectáculo de linternas y antorchas. Cerca de Castelsarrasin, se produjo tal vez la primera caída masiva en la historia del Tour. Alrededor de quince corredores se desplomaron en un enganchón. «Confusión de hombres y bicicletas», dice la historia oficial.
La caída lanza la carrera. Garin, Georget, Pothier, Fischer y Muller se escapan. El belga de veintisiete años, Samson, seguirá al quinteto durante muchos kilómetros. Les alcanzará en el 202. La llegada de los corredores a Burdeos estaba prevista para un poco después del mediodía, a la puerta del café Petit Trianon. «A la una y cincuenta del mediodía, en lo alto de una pequeña colina, a menos de ciento cincuenta metros, se observa una nube que avanza. La nube se aproxima a toda velocidad y tras la nube se adivinan unas formas humanas. Piernas que se mueven, máquinas que vibran. Un cuerpo se destaca de lo demás. Lleva dos largos de ventaja. Es Samson, el bruselino. Inmediatamente detrás, Muller, Georget, Garin, Fischer y Pothier. Samson entra primero en la meta». Pero no. Samson no ha llegado primero. «Sin duda engañado por su ángulo de visión, el periodista no ha visto pasar a Garin, delante de Samson y Muller. Consigue así su segunda victoria.» Pero también se confunde el historiador, porque la etapa —y esa es la anécdota—, la ganó realmente el suizo Laeser, el primer vencedor extranjero en la carrera francesa.
Charles Laeser había salido una hora después de los primeros, en un segundo grupo, y llegó a la meta con un tiempo menor al de Samson y Garin. La confusión llegó también al velódromo de Burdeos, donde la orquesta, que no conoce el himno belga, toca La Marsellesa en honor de Samson. Pero finalmente se resuelve la confusión y es Laeser, mecánico de profesión, de 23 años de edad, el que recibe los premios. Pero sigue la confusión, porque el ganador asegura que utiliza una bicicleta de marca Cosmos, mientras que los fabricantes de La Française, anuncian a los cuatro vientos que el vencedor disputa la carrera con una máquina de su marca. Lo único que es seguro es que el dorsal de Laeser, que cubrió los 265 kilómetros de la etapa a una media de 30 kilómetros por hora, es el 51. En lo demás, nadie se puso de acuerdo sobre todo lo ocurrido.
Trampas y más trampas
En 1903, camino de Lyon, un tal Chevalier asombró por sus buenos registros horarios. Era un ciclista mediocre, así que hubo sospechas. Al final, se supo la verdad. Había recorrido gran parte de la etapa en coche. Los controles sorpresa no lo habían detectado. Fue descalificado.
Hacer trampas no es algo moderno. No hay nada nuevo entre quienes atajan para conseguir ventaja. Ni las cimas míticas se salvan de contar historias oscuras. En el Galibier y en Alpe d´Huez se han escrito epopeyas, pero también se vivieron miserias durante la centenaria historia del Tour. Por eso los precursores vigilaban las estaciones de ferrocarril y colocaban controles secretos; por eso los análisis antidopaje eran cada vez más estrictos. Para evitar que los trincheurs sobrevivan a la carrera.
Viajemos en el tiempo. Una fotografía ilustra el Tour de 1912. El nombre del autor desapareció en los archivos pero los protagonistas figuran en la historia de la carrera francesa. Está tomada en la cima del Galibier, a 2.845 metros de altura, minutos después de que Eugène Christophe lo coronara en cabeza. Los treinta y tres kilómetros de ascensión en dos horas y 33 minutos. En la fotografía se ve a François Faber y a Odile Defrange, que transitan a pie empujando sus bicicletas. Faber, gafas de soldador sobre la gorra; el pañuelo protegiendo la nuca al estilo de la Legión Extranjera —en cuyas filas murió como un héroe el luxemburgués en la Primera Guerra Mundial—, un tubular al hombro, el maillot oscuro de cuello alto, manchado de barro, como las piernas, negras de suciedad.
Detrás aparece Defrange, como escondiéndose. Faber, mirada aguileña, pasea más que corre junto a un espectador que a su mismo paso observa al ciclista. Al otro lado de la calzada, otro aficionado, con gabardina y sombrero tirolés, se apoya en un descapotable de la organización. Faber y Defrange se han perdido. Llegan tarde a la cima porque han intentado atajar por un camino para ahorrarse los últimos ciento cincuenta metros de ascensión. El atajo era más complicado de lo previsto y tienen que volver atrás. El jurado, después de las protestas, decide no sancionarlos porque la diferencia con Christophe era ya amplia. Solo multan a Faber por llevar una botella de vidrio en su maillot.
El Galibier es la cima de las cimas. Dedicada al coloso escribió Henri Desgrange su «Acta de adoración»: «¿Es que acaso no tienen alas nuestros hombres que se han elevado hasta las alturas a las que no llegan las águilas?». No llegan, es verdad. En la cima del Galibier no hay vida, solo roca y algunos arbustos. Alpe d´Huez es distinto. Está plagada de urbanizaciones invernales. Allí ganó Fausto Coppi el primero, en 1952. Fue la primera llegada en alto en la historia del Tour pero la organización prácticamente la desterró hasta los años setenta porque la prensa francesa criticó la fórmula.
En Alpe d´Huez, el que hizo trampas fue el belga Pollentier, en 1978. Fue el primero en alcanzar la meta. Antes de enfrentarse al control antidopaje pasó por la habitación de su hotel. Se colocó una pera de goma bajo la axila, conectada por un tubo del mismo material, sujeto con esparadrapo al brazo, el cuerpo y, finalmente, el pene. Ese día, sin embargo, el doctor Le Calvez dirigía por primera vez el control. «El servicio deja de ser benevolente. Tiene que bajarse el culote hasta la rodilla y subirse el maillot hasta el pecho», anunció. Le hizo bajarse los pantalones antes de orinar. Descubrió el cambalache y Pollentier se excusó. «Hice tal esfuerzo en la ascensión que tuve que orinar en el elástico y luego no podía llenar el frasco». Quiso negociar, pero la organización no transigió. Minutos después, a su habitación llegó la sanción. Fue expulsado del Tour de Francia.
¡En París se han vuelto locos!
Una mentira bienintencionada convirtió el Tour en una carrera inmortal. «Lo repito: usted está loco». Alphonse Steinès era un hombre obstinado. Se presentó en la redacción de L’Auto, en el Faubourg Montmartre de París a comienzos de enero de 1910 con una idea nueva: franquear los Pirineos. «O está loco o las fiestas de Año Nuevo le han perturbado el espíritu». Pero Henri Desgrange, el patrón, siempre guardaba una carta en la manga. Permitió que su colaborador viajara al sur para explorar el terreno. En Eaux Bonnes buscó al ingeniero jefe de caminos de la zona. Le expuso sus planes. «¿Que quiere que los ciclistas suban el Aubisque? ¡En París se han vuelto locos!». Steinès le preguntó cuánto costaría arreglar la carretera. Luego regateó la cantidad. Prometió dos mil francos. Al día siguiente, solventado el problema del Aubisque, alquiló un Mercedes con un chófer que se apellidaba Dupont para ascender el Tourmalet. A cuatro kilómetros de la cima, la nieve impedía el paso. Eran las seis de la tarde. «Dupont, dé usted la vuelta y espéreme en Barèges. Yo sigo a pie». Caía la noche y Steinès se aventuró, con zapatos de calle y un bastón en la mano, la nieve hasta las caderas.
El Tourmalet es la esencia del Tour, pertenece al paisaje de la carrera más importante del mundo. Desde la mentira de Alphonse Steinès. «¿Quién va?». Una voz surge en el camino a Barèges, las primeras luces a cien metros. Nadie responde. «¿Quién va?, que lo estoy apuntando». Por fin la respuesta: «Soy un viajero extraviado. Vengo de atravesar el Tourmalet». Era Steinès, perdido durante horas. Su interlocutor, monsieur Lanne-Camy, corresponsal de L’Auto, el periódico de Steinès, avisado por el chófer del tenaz redactor, empeñado en atravesar el monte a pesar de la nieve.
Después de una reconfortante cena a las tres de la madrugada, y de un baño caliente, urdió el embuste que cambió la historia del Tour. Fue un telegrama a la redacción del periódico: «Atravesado el Tourmalet. Stop. Muy buena carretera. Stop. Perfectamente practicable. Stop. Firmado: Steinès». No hablaba de las penurias de su travesía, ni de la nieve, ni del camino de cabras hacia la cima. Ni de los osos que abundaban en los bosques del «mal rodeo», la traducción de Tourmalet en el dialecto de la Gascuña. Se había empeñado en incluir los Pirineos en el recorrido del Tour a pesar de las reticencias de Henri Desgrange.
Octave Lapize fue el primero en atravesarlo en 1910. Es la cima pirenaica más frecuentada, la preferida de Bahamontes, que ascendió en cabeza cuatro veces, una de ellas junto a Julio Jiménez.
El Tourmalet es el escenario de grandes gestas, de descalabros espectaculares. Hasta de arranques de soberbia, como el de Eddy Merckx en 1969. Vestía de amarillo, dominaba en el asalto a su segundo Tour. Marchaba escapado junto a Martin Vanden Bossche, su compañero de equipo, que tiró de él durante toda la ascensión.
El gregario esperaba un detalle de su líder. Lo habitual: pasa tú primero por la cima. Pero no. Merckx conocía la «traición» de Vanden Bossche, en conversaciones para cambiar de equipo. A unos metros de la cima, el Caníbal acelera y se va en solitario. Desciende a velocidad de vértigo. Aumenta su ventaja sobre sus perseguidores, y aún más en el Soulor y el Aubisque. A 15 kilómetros de la llegada en Mourenx se acerca al coche de su director, Guillaume Driessens y le dice: «Esto se acaba, no sé si voy a poder llegar. Estoy muerto». La respuesta es contundente: «No lo pienses. Los demás están más muertos que tú». Llega a la meta y su ventaja sobre sus perseguidores es de más de siete minutos. «Hemos corrido mucho», diría luego Roger Pingeon. «Me pregunto qué debía tener Merckx en sus piernas.» Mata el Tour en una estocada genial, pero llena de soberbia. Años después Merckx se lamentaría de su actitud.
El Tourmalet es también el escenario de la primera gesta de Miguel Indurain. Criticados los españoles en Jaca, por no atacar en la etapa con final en España, Greg Lemond se perfila de nuevo como favorito en la etapa con meta en la cima de Val Louron. Asciende el Tourmalet en cabeza. Indurain observa algo en la actitud del estadounidense. Capta su debilidad, las piernas hinchadas. A quinientos metros de la cima el navarro acelera. Le sigue un grupo. Lemond intenta responder pero se bloquea, se sienta sobre el sillín. Sigue a su ritmo. En la cima solo pierde diecisiete segundos. Se lanza al descenso y enseguida encuentra al grupo. Pero Indurain no está. Ha bajado aún más rápido. Tanto, que el coche de su equipo pierde una bicicleta en una curva y no puede parar a recogerla. «Habéis pasado miedo, ¿no?», le dice Indurain a Echavarri cuando llegan al llano. Nunca se ha visto nada igual. El navarro espera a Chiappucchi. Lemond se hunde. El primer maillot amarillo le espera a Indurain en la cima de Val Louron. Comienza el reinado.
Héroe de los Pirineos y de la guerra
Los restos de Octave Lapize reposan desde 1917 en el cementerio de Villiers-sur-Marne. A pesar de su sordera se alistó en el ejército francés como piloto. Su biplano llevaba pintado un gallo y el número 4, el mismo que lucía en su maillot en 1910, cuando ganó el Tour. El 14 de julio, aniversario de la Toma de la Bastilla, el sargento Lapize, el Ricitos, el intelectual del pelotón, se enfrentó a dos aviones alemanes en combate, a 4.500 metros de altura, sobre el frente de Verdún, en el Marne. No escuchó la ráfaga que le derribó. El avión cayó haciendo trompos. Octave murió en el hospital de Toul con cinco heridas de bala en su cuerpo.
«Tiene toda la pinta de un gran rodador: la cara enérgica, el maxilar sólido, la mirada fija, el bigote en punta, como conviene a un corcel llamado, tras largas horas de padecimientos en la carretera, a lanzar besos a las chicas bonitas; gran caja torácica, las piernas bien asentadas, muslos poderosos y unas manos potentes capaces de doblar todos los manillares del mundo cuando se apoya en las subidas». Henri Desgrange lo definía en una de sus encendidas crónicas de L’Auto.
El 21 de julio de 1910, a las tres y media de la mañana, el pueblo ya está en pie. Es la hora de salida de la gran etapa de los Pirineos. La del Aubisque, el Peyresourde, el Aspin y el Tourmalet. 326 kilómetros hasta Bayona. Nervios a flor de piel, rostros preocupados. Lapize es uno de los favoritos. Ataca de salida, ya en la Avenida de Etigny, en la antesala del Peyresourde. Solo se pegan a su rueda Garrigou y Lafourcade. Este último se queda atrás antes de completar en menos de una hora los 14 kilómetros de subida. Lapize, salvaje, deja atrás a su compañero de fuga, pero en Sainte-Marie-de-Campan le espera. Empieza el Tourmalet. 17 kilómetros de ascensión, hora y media sobre la bici. O tirando de ella. Las piedras del camino obligan a Lapize a bajarse varias veces. Garrigou no se baja, pero se queda atrás. Lapize, a las 7.30 horas, corona en cabeza. En la cima le esperan cientos de aficionados. Luego, agotado, no puede ganar la etapa. En el Aubisque les grita «¡asesinos!» a los organizadores. Horas más tarde descansa en su hotel de Bayona, los pies en una palangana de agua con sal y vinagre. A su lado Garrigou lee las crónicas inflamadas de L’Auto. El Tourmalet ya está vencido por primera vez. Los Pirineos, como anunció meses antes Steinès en su telegrama a Henri Desgrange, son una ruta practicable. El héroe es Lapize.
Mejor el metro que el Galibier
«Los que construyeron el túnel en la cima del Galibier deberían haberlo hecho abajo. Sería un poco más largo, sin duda, pero nos hubiera evitado un martirio. Entre el túnel del metro y la cima del Galibier, sin duda que prefiero el metro».
Émile Georget fue el primer ciclista del Tour de Francia que atravesó la cima del Galibier. Fue en 1911. Tras el éxito del año anterior en los Pirineos, la dirección de la carrera decidió incluir también los Alpes. Desgrange eligió el Galibier, una montaña desconocida para los ciclistas, cremallera de unión entre los Alpes del norte y los de la Provenza. Una montaña, dos mundos. Nadie de la Valloire, en la Saboya, se casa nunca con alguien del valle de la Guisane, la vertiente briançonesa. Están cerca, pero no se ven, cada comarca en una ladera del Galibier, separados por un coloso que les incomunica nueve meses al año. «Para nosotros es un mundo diferente», dicen de uno y otro lado. «Además, siempre fueron valles muy pobres. Ninguno tiene nada que aportar a los del otro lado».
El Galibier era —y es—, una cima terrible. Treinta y tres kilómetros de ascensión con un desnivel medio del 7%, con rampas del 14% cuando la altitud llega a 1.600 metros y un 9% en la parte final, cuando más difícil es respirar, a 2.556 metros de altitud. Georget, pese a su caída de unos días antes, escapó en Annecy, la ciudad medieval del noroeste, y se presentó en cabeza de la etapa, la quinta de aquel Tour, en las faldas del Telegraph, la cima intermedia del majestuoso Galibier.
Ascendió el primero y se presentó en la llegada de Grenoble, después de 366 kilómetros de etapa desde Chamonix, con quince minutos de ventaja sobre Garrigou. Fue un Tour de muchos cambios. Los organizadores habían quedado escaldados con lo que había sucedido en la edición anterior.
El Tour era ya un magnífico escaparate que servía para vender muchos productos, entre ellos, bicicletas. Los corredores importantes iban patrocinados por las casas fabricantes, lo cual estaba permitido por el reglamento. Esos corredores viajaban con directores deportivos, bajo la adscripción de las marcas. Luego estaban los otros, denominados isolés. Los independientes.
Según el reglamento, no podían recibir ayuda exterior. Viajaban en las etapas con su comida, sus repuestos y sus herramientas y debían, después, al acabar la etapa, buscarse alojamiento en las ciudades en las que recalaba el Tour. Pero los organizadores sabían que los directores deportivos de los grandes, facilitaban material y otras asistencias a estos isolés, a cambio de que se pusieran al servicio de los hombres importantes. Así que, después de las irregularidades de la edición anterior, Desgrange decidió suprimir los equipos de marcas, limitar las funciones de los directores deportivos y dividir a los corredores en dos categorías, cada una de ellas con una clasificación diferente.
En la categoría A entrarían los ciclistas de reconocido prestigio. En la B, los neófitos, los regionales y los de segunda clase. También ese año, el material empezó a mejorar con respecto al de los primeros años del Tour. La bicicleta de uno de los favoritos, Faber, por ejemplo, ya solo pesaba deiciséis kilos, pero incluso había algunas de apenas catorce.
Ese mismo año, cinco corredores adoptaron, en sus bicicletas, el cambio de velocidad. Petit-Breton, Alavoine, Brocco, Cornet y Pavese colocaron coronas de más en su bicicleta, aunque las tenían que cambiar a mano. Mejor, de todas formas, que el mecanismo de los demás, que consistía en una corona a cada lado de la rueda posterior, a la que daban la vuelta según estuvieran en el llano o en la montaña. Fue un año importante para el Tour, revolucionado con muchas novedades. Un tal monsieur Dozol, por ejemplo, ofrecía a los corredores, por el precio de treinta francos, transportar su maleta entre ciudad y ciudad en un camión, además de reservarles habitación en las llegadas de las etapas. La organización también informó que, desde esa edición, pondría a disposición de todos los ciclistas, que fueron 110, retretes en todos los puestos de control de las etapas.
En esa dinámica de cambios, el periódico organizador, L’Auto, montó un sistema de información a fin de que todos los restaurantes, cafés y braserías de Francia recibieran los resultados de las etapas, que los establecimientos exponían en pizarras. La carrera empezaba a superar todas las previsiones de expectación, hasta el punto de que los organizadores tuvieron que solicitar a la ya larga caravana de vehículos seguidores, que aparcaran sus vehículos fuera de las líneas de llegada. Por detrás de los cordones de protección.
En esas condiciones, el Tour de 1911 llegó por primera vez a los Alpes, al Galibier, con Georget superando la cima en cabeza. Petit Breton, uno de los favoritos para ganar aquel Tour, no pudo pasar de la primera etapa en Dunkerque. Tuvo que ser hospitalizado después de chocar con un marinero que se cruzó en el camino en plena carrera. Se marchó en ambulancia. No tuvo, siquiera, la oportunidad de montar en la «voiture balai», el camión escoba, que iba recogiendo, y aún recoge, a los ciclistas que abandonan. Ese mismo día, otro ciclista, Julian Gabory, llegó a la meta descalzo tras perder los zapatos durante la etapa. Una epopeya que Desgrange describió en su Acta de adoración, publicada en L’Auto —precursor de L’Équipe—. «¿Acaso no tienen alas nuestros hombres, que hoy se elevaron hasta una altura donde ni siquiera llegan las águilas? ¡Oh Sappey!, ¡Oh Laffrey!, ¡Oh puerto Bayard!, ¡Oh, Tourmalet! Nunca fallaré en mi deber de proclamar que junto al Galibier sois como el pálido y vulgar animalillo; ante este gigante solo podemos quitarnos el sombrero y saludar con modestia». No todos pensaban como Desgrange. «Sois unos estafadores», le dijo Gustave Garrigou. «Esto ya no es deporte ni una carrera, sino un trabajo a destajo», opinó Eugène Christophe.
Galibier es territorio de escaladores. A los ciclistas se les cae el alma a los pies cuando después del Telégraphe leen el cartel de TÚNEL DEL GALIBIER, 34 KILÓMETROS. Todo un reto mental, pero quienes lo superan alcanzan la gloria. Al vasco Federico Ezquerra, la banda municipal le tocó un pasodoble. Le llamaban «Le roi de la montagne» en Grenoble, a donde llegó detrás de Renné Vietto porque en el descenso del Galibier le costó un mundo cambiar el desarrollo a mano. Pero había sido el primero en superar la cima que protege al Briançonnais, una gesta firmada en 1934, la misma que el año anterior había protagonizado Vicente Trueba.
«He sufrido un martirio», murmuraba Anquetil tras subir al Galibier. «Bahamontes toca una partitura estruendosa», escribía Goddet en 1964. Allí, Leducq se cayó en 1930, luego se le rompió un pedal, se hizo un ovillo en una roca, lloraba. «Llamaba a su madre», relataba un testigo. Un espectador le prestó un pedal, alcanzó la meta en Evian y ganó la etapa. Coppi escalaba el Galibier «como un teleférico en su cable de acero», decían. Julio Jiménez dejó fuera de control a treinta y un corredores.
Bicicletas y maillots de color amarillo
El 18 de julio de 1919, Eugène Christophe pasó a la historia, tal vez por casualidad. Tal vez porque Henri Pélissier, el ciclista más famoso del Tour, había decidido retirarse unos días antes, lanzando improperios contra los organizadores y después de haber perdido veinte minutos por un ataque mientras se quitaba el impermeable. «Pélissier es una masa muscular que sostiene un cerebro pequeño y pobre», afirmó Desgrange, el patrón del Tour. El ídolo del ciclismo francés era reconocido allá donde iba, y Christophe, su sustituto en el liderato, pasaba más desapercibido.
Así que a Henri Desgrange, el visionario que apostó por la carrera en 1903, el que la resucitó después de la guerra que destrozó Europa desde 1914 hasta 1918, se le volvió a ocurrir otra de sus ideas geniales. En realidad, casi todas las que tuvo desde el nacimiento de la carrera lo habían sido. Descabelladas, pero geniales. Al comprobar el desconcierto de los aficionados al paso del Tour cuando no pueden ver a Pélissier, la referencia, anuncia el 10 de julio, en la salida de la etapa entre Luchon y Perpignan, que, en breve, el líder portará un distintivo especial.
Al día siguiente especifica que el distintivo será amarillo, como las páginas de L’ Auto, el periódico organizador del Tour. Dicho y hecho: en Grenoble, el 18 de julio, aprovechando la jornada de descanso, le entrega a Christophe el primer maillot amarillo, la prenda que, desde entonces, todos los ciclistas codician. Al día siguiente, a las dos de la madrugada, parte la etapa en Grenoble en dirección a Ginebra, en Suiza. Son 325 kilómetros agotadores, con horarios imposibles.
Al llegar a la meta, Eugène Christophe posa por primera vez con el jersey amarillo que le entregó Henri Desgrange. Unos días más tarde, se convierte en el personaje más popular del Tour, casi olvidado Pélissier, cuando la revista La Vie au grand air le coloca en la portada, a toda plana, con la imagen coloreada. Pero Christophe no llegaría de amarillo a París. La fatalidad, una de esas historias que han creado el mito en torno a la carrera, le iba a apartar de un destino que parecía cantado. Otra vez de madrugada, el corredor francés tomaba la salida para la penúltima etapa entre Metz y Dunkerque, una brutal jornada de 468 kilómetros. Era el 25 de julio. A través de rutas infames, carreteras llenas de barro seco y 150 kilómetros de pavés, Christophe controlaba la situación y, sobre todo, a Firmin Lambot, el belga que ocupaba la segunda plaza en la clasificación, que no daba muestras de querer lanzar ninguna ofensiva. Pero en Valenciennes, el coche de Henri Desgrange se topó con una escena inesperada. Su adjunto, Henri Manchon, le señaló un grupo de corredores rezagados. Entre ellos iba Christophe. Se le había roto el cuadro de su bicicleta. Los veintiocho minutos de ventaja sobre Lambot se estaban esfumando.
El reglamento especificaba que los ciclistas debían reparar ellos mismos sus monturas. Preguntó: «¿Dónde puedo arreglarla?». Le señalaron un pequeño taller en un pueblo llamado Raismes. Le pidió las herramientas al dueño y, sin pronunciar una palabra, se enfrascó en la tarea durante una hora y diez minutos. Un revés de la fortuna, otra más para Cri-Cri, que así le llamaban. El 9 de julio de 1913, en la etapa Bayona-Luchon, descendiendo el Tourmalet, le había ocurrido algo similar. Iba en cabeza y se le rompió la bicicleta. Tuvo que hacer catorce kilómetros a pie, hasta Sainte Marie de Campan.
La reparación de su máquina duró cuatro horas y perdió todas las posibilidades de ganar el Tour. La tercera vez fue en el descenso del Galibier, en la etapa entre Briançon y Ginebra, en 1922. Iba rezagado en la general, así que se tomó el asunto con más humor. Llegó al avituallamiento de Saint Michel de Maurienne, montado en la bicicleta de paseo que le prestó el cura de Valloire.
Pero el de 1919 fue su peor día. Vestido de amarillo tuvo que ceder la prenda ya descolorida a su rival, Lambot, que se llevó una monumental sorpresa en Dunkerque, al saberse virtual vencedor del Tour. La noticia del desgraciado incidente corrió como la pólvora. Tanto que L’Auto, siempre bien de reflejos, lanzó una campaña para «reparar una desgracia sin equivalente en la historia del Tour». Abrió una suscripción popular para compensar, al menos económicamente, la pérdida del Tour por parte de Eugène Christophe.
El periódico tuvo que publicar veinte listas de entusiastas donantes que aportaron desde los quinientos francos de Henri de Rothschild hasta los tres que aportaron unos hermanos gemelos de Châtelguyon. Todos los aficionados se volcaron hasta conseguir 13.310 francos, una cantidad que superaba con mucho la que consiguió Firmin Lambot por ganar el Tour.
*Del libro «En París se han vuelto locos», de Jon Rivas.