Por Esteban Abarzúa

 

 

Cuando recibas un disparo mío no habrá más risa en tu vida.

Peter Taylor a Bryan Clough

 

Siempre he pensado que Fontanarrosa clavó la pelota en el ángulo cuando escribió sus cuentos de fútbol. Al pedo, pero en el ángulo. Yo no sé si vos te acordás, pero esa palabra, pedo, la mete tres veces al reverendo pedo en los tres primeros párrafos de su mejor tocuen. Mamita querida: 19 de diciembre de 1971. Todo ese fato del viejo Casale. Había que ser muy hijo de puta para llevarlo al estadio ese día, pero los pibes no se iban a quedar así, esperando que Ñúbel les hiciera la colita. También la palabra pero está en todos lados, pero la verdad, la verdad, hermano, uno se caga de la risa. Esa es la posta, hermano. Por algo le han dicho Fontanarrisa al maestro del lunfardo.

Porque si te gusta el fóbal, aunque no hayas leído en tu puta vida a Fontanarrosa, vos tenés que conocer la historia de Casale. Yo una vez hablé con el Negro en un café de Viamonte o Suipacha, no me acuerdo bien. Para mí todas las callecitas de Buenos Aires se llaman Viamonte o Suipacha. El Negro Fontanarrosa decía algo del humor, que cuando escribes te puede salir o no y que no es como contar un chiste: para chistes el Flaco Olmedo o el Gordo Porcel, ojalá los dos juntos. Yo, en cambio, le hablaba del viejo Casale y de morirse en el tablón, porque esa sí que es muerte, eh, ¿pero se puede morir feliz uno sabiendo que se está muriendo? No recuerdo lo que me respondió el Negro, lo noté cansado. Seguramente había respondido mil veces la misma estúpida pregunta. Son cosas que a uno se le ocurren, claro. O sea: si te pasas cuatro años de tu vida esperando el próximo Mundial, por qué diablos te van a entrar ganas de morirte, pedazo de sorete. Aunque sea en la cancha o en el tablón. Aunque sea con tus amigos de Central tratando de cancherear contra la lepra, loco.

Yo en esos años tenía una idea lo suficientemente superficial como para creer que era el primero al que se le había ocurrido. Y, obvio, se la solté a Fontanarrosa como quien no quiere la cosa, como cuando los chochamus te mandaban a robar uvas a la casa de un vecino: lo que escribes, cuando escribes de fútbol, naturalmente tiene que mostrar lo que eres o lo que alguna vez fuiste como jugador de fútbol. Sí, entendámonos, lo primero es haber entrado a una cancha, aunque sólo fuera para cumplir con la regla más antigua del potrero: el más huevón al arco. De otra manera no te podés enterar de lo que es un partido. Y no te hablo de Camus, no. Premio Nobel y la puta que lo parió. No nos equivoquemos. No tengo nada contra Camus, pero dejemos el cartel a un lado y hablemos en serio de esa frase que repiten todos: “Lo que más sé, a la larga, de la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”. Andá a cagar, pibe. A otro perro con ese sohue. Camus era arquero, con suerte agarraba la pelota tres o cuatro veces por partido. Y con la mano. Con la mano. No, a mí no. Un partido es otra cosa, señor. También es una situación, de 45 por lado, en la que por largos momentos parece que no pasa nada. Y vos creés que no pasa nada, chabón, pero siempre pasa algo. El partido no son los otros, el once contra once, el partido eres vos ahí haciéndote el boludo la mayor parte del tiempo esperando que te llegue la pelota para hacerle un caño al primer gil que venga a marcarte o para partir por la mitad a cualquiera que se te acerque. Ahí tiene que estar el relato, hermano. Por eso Camus no escribió realmente de fútbol, porque apenas lo vio pasar frente a sus ojos. Yo lo imagino bajo los tres palos justo cuando le patean un penal: Camus se te va a tirar para el lado contrario de donde viene la gallina. Chau, Albert: fuiste bueno.

Tengo un punto ahí, pero vos tenés que pensar en la cara del pobre Fontanarrosa, en ese café de Viamonte o Suipacha, haciendo de oreja frente a toda la majamama que yo le metía. ¿A este salame de dónde lo sacaron, che? ¿Por qué no me chupás un huevo, cabezón? Y después de todo eso, cuando el Negro ya me estaba empezando a relojear, por supuesto, venía la poronga. ¿Vos, Negro, de qué jugás? ¿Jugás? Y el Negro con esa sonrisita de pelotudo que nunca pudo borrarse: juego en el medio, de puntero fantasma, de ocho tiradito atrás pero no tanto, de enganche mentiroso, falso contención o de vagoneta, un poco de todo eso; cuando juego, claro. Puro verso, loco. Dejá de hacerte el cajetilla. ¿La pisabas o repartías leña? No recuerdo bien la respuesta de Fontanarrosa. Quizás dijo que intentaba pisarla, pero con poca fortuna. Y de las patadas tal vez dijo eso mismo: no me acuerdo si alguna vez pegué.

Hablé con Fontanarrosa en septiembre de 2003. Fontanarrosa se murió en julio de 2007. En septiembre de 2011 fui a la casa de Eduardo Sacheri, en Castelar, más o menos con las mismas preguntas. Tengo una primera edición de Esperándolo a Tito y otros cuentos, la de Galerna, que encontré en un cajón de saldos de una librería de Corrientes, quizás en el mismo viaje a Buenos Aires en el que tercié al Negro. Pero algo me pasa con Sacheri. ¿Acaso soy el único que encuentra demasiadas coincidencias entre su Esperándolo a Tito y las Escenas de la vida deportiva de Fontanarrosa? De entrada, está el coso de los nombres. El cuento del Negro empieza así: “Andá cambiándote, Tito”. ¿Homenaje o balurdo? En ambos relatos lo que se cuenta son las tensiones de la previa de un partido, pero con Sacheri vas derechito a diplomarte de Magdalena. Con Sacheri el que no llora no mama, aunque, en realidad, si vos no llorás el que no mama es él. Sacheri al menos me dijo sin rodeos que juega de zaguero central. Pero aclaró que tampoco pegaba patadas, salvo cuando llegaba tarde a la pelota. Sí, lo que oyen: un backcentro que no anda con el hacha a la espalda. Ni Elías Figueroa.

Mi pregunta, entonces, es qué tipo de central sería Sacheri. Esa vez que hablamos no supo explicarlo. O le dio vergüenza. Entonces pasemos a la poesía de Sacheri en la parte más emotiva de su cuento más conocido, cuando por fin aparece el famoso Tito a jugar con sus amigotes: “Y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era”. Mamita querida. ¡Dónde carajo vamos a encontrar una oración con menos literatura que esa! En Sacheri no importa el puesto dentro de la cancha, sino su espíritu como futbolista: a lo mejor es el tragasables que jugaba porque su papá era amigo del entrenador y llegaba a todos los partidos con los zapatos recién lustrados y de la mano de su mamá, que seguramente también tenía de califa al entrenador.

Buen tipo Sacheri, claro. Hay que decirlo así, tarzaneante: buen tipo Sacheri. Según él, en el Olimpo de los escritores futboleros están Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano. Él se ve más atrás, medianeando en la tabla de posiciones pero al mismo tiempo tratando de que no se le noten las medallas de oro que le entregaron en Hollywood. Como sea, Fontanarrosa, Sacheri y Soriano son los tres que han escrito más relatos de fútbol por una razón muy obvia. Vendieron el primer libro y los dejaron seguir publicando. No tuve, eso sí, la suerte de hablar con Soriano, no soy tan jovie. Pero Sacheri insiste en que habría intentado marcarlo decentemente ante la opción ficticia de enfrentarlo en un cruce por los puntos. En el prólogo de Arqueros, ilusionistas y goleadores, un tal Ángel Berlanga sostiene que Soriano es centrodelantero y escritor y que tiene el cross a la mandíbula de Roberto Arlt, que en este caso sería la volea precisa y seca que vence al arquero y conmueve a simpatizantes y adversarios. Berlanga lo afirma sin lugar a dudas: “Hay en Soriano unos hilos invisibles que van desde su puesto en la cancha hasta su forma de escribir”. Ya la tenés atroden, jovato.

Como Fontanarrosa, Soriano era capaz de clavarla en el ángulo. Pero no al pedo, sino con su eterno olfato goleador. En El penal más largo del mundo hay jugadas futbolísticas y literarias que sus dos compañeros de equipo jamás habrían sospechado que eran posibles de elaborar. Por ejemplo: “Nosotros saltamos el paredón y fuimos a mirar de cerca de Díaz, el viejo, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si se hubiera sacado la sortija en la calesita”. A mí me sacó una sonrisa con esta, cuando un pueblo entero probaba en los penales al Gato Díaz: “Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borceguí militar y casi arranca la red”. Ahí, como decíamos en el barrio, hay cobre. Pero los otros dos si les tiras un pase te devuelven un ladrillo.

“Con Soriano –sin embargo– hay que tener el cerebro lleno de materia fecal para pensar que a partir de allí se puede fundar una rama literaria”. Pará, pibe. Pará. ¿De qué misterioso sombrero sale este conejo? Lo sacó Roberto Bolaño, que en su vida escribió un solo cuento de fútbol y era hincha de Ferrobadminton y empezó a ser feliz cuando ese equipo bajó a segunda y luego a tercera y finalmente desapareció. También dijo una vez que hacer un gol era un acto vulgar y que, en cambio, hacer un autogol es un gesto de independencia. El bueno de Soriano, que además es generoso, divertido y simpático según Bolaño, se le apareció como una especie de ecuación literaria: “Un poco de humor, mucha solidaridad, amistad porteña, algo de tango, boxeadores tronados y Marlowe viejo pero firme”.

Bolaño antes de colgar los botines nos dejó Buba, que no es precisamente el mejor de sus relatos pero es su única oferta futbolera, además de ser un cuento que publicó por encargo. En esta pasada, para ser francos, es como el jugador que entra a la cancha solamente para sacar del partido al mejor hombre del equipo rival. Parece que no viniera a cuento hablar de Bolaño aquí, aunque tal vez sea todo lo contrario: a la literatura del fútbol, para ser literatura, todavía le faltan escritores que sean capaces de pegar una buena patada. No ganás mucho con andar toda la vida a los pedos y más encima esperando que te los aplaudan.

 

*Publicado originalmente en la revista De Cabeza.

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