Con Daniel Garimaldi, su entrenador argentino durante los últimos veinte años, Kristel Köbrich asumió que levantarse en mitad de la noche, cuando todo el mundo duerme, sería el único camino posible para competir con las mejores nadadoras del mundo. Estar a las tres y tanto en pie y a las cuatro ya en el agua, porque esa era la única manera de encontrar la piscina libre en el Club Quality de Córdoba pero también para empaparse de la disciplina que lleva a la grandeza. Para hacerlo tuvo que soltar a los suyos e irse a vivir en noviembre de 2003 con la familia de Garimaldi, de cuya casa ya salieron algunos de sus hijos, por sueños propios y mayoría de edad, pero todavía le queda esa hija chilena que estaba dispuesta a aceptar todos los sacrificios. Él apostaba a clasificarla a dos Juegos Olímpicos; si van a París 2024 el próximo año, y todo indica que pueden ir, llegarían a seis.

Nadar es un acto que requiere primero del coraje de meterse al agua, luego la necesidad de mantenerse a flote y al final la ilusión de alcanzar sin demora la orilla deseada. El agua es para los peces. También para los valientes, partida y meta son las únicas certezas: lo que está en el medio es un montón de dudas que los nadadores de verdad como Kristel Köbrich ahogan en cada brazada. Y nadar uno o dos segundos más rápido en una distancia de mil quinientos metros exige, por lo menos, un año entero de trabajo; a veces más, incluso toda una vida. Una vida de acostarse con las gallinas y levantarse con el gallo. Comer, dormir, nadar, de Córdoba a Santiago 2023: el final de la historia nos dice que no estaban tan equivocados quienes lo creyeron posible.

Para ganar su sexta medalla panamericana, esta vez de plata, cruzó treinta veces la piscina en un duelo de sirenas endemoniadas con la estadounidense Rachel Stege. Ambas rompieron el récord panamericano vigente hasta ese momento, pero Stege, más joven y explosiva, ganó por un segundo. Estamos hablando de dieciséis minutos de lucha, de épica, de gloria, de respirar cuando se pueda y de abrirse paso hacia la inmortalidad, como nadar de noche en una piscina inmensa, sin cansarse. Dieciséis minutos con trece segundos, catorce: nada como Kristel, nadie como Kristel, el aguante de un cuerpo que se prohibió a sí mismo cualquier atisbo de rendición. «He tenido tres mil o cuatro mil nadadores, ninguno como ella. Mentalmente es una crack», dice Garimaldi después de la gran batalla.

Su madre, Silvia Schimpl, fue nadadora de doscientos metros mariposa y en algún momento juró que ninguna de sus hijas seguiría su estela. «Es un deporte sacrificado», se decía. Las tres lo intentaron, con Kristel, la menor, como el mejor ejemplo de que la naturaleza humana tiene sus propias reglas. Michael Köbrich, su padre, no la veía hace dos años cuando por fin volvió a verla un miércoles de fines de octubre, seguida por muchos, querida por todos.

Kristel salió a ganarse la vida nadando. Tenía 18 cuando dejó su casa. Hoy tiene 38. Entregó su juventud en el agua y esta se la devolvió convertida en leyenda. Quizás su vida consistía en eso, en tirarse al agua para salir de ella con una historia que contar al regreso, como aquel personaje en el cuento de John Cheever que emprende el regreso a casa cruzando a nado, una por una, las piscinas de otros. Pero a su vuelta habrá abrazos, no una casa vacía.

Publicado originalmente en Lun.com

Fotos de Alejandro Pagni, Jonathan Oyarzún y Daniel Apuy/Santiago 2023 vía Photosport

 

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Por eabarzua

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