Por Simon Critchley

Nostalgia del entrenador

A fin de intentar dotar de sentido aquello en lo que pensamos cuando pensamos en fútbol, he esbozado una fenomenología del juego, de los jugadores y de los espectadores. Pero hay una figura que he dejado fuera: la del director técnico o entrenador. De hecho, el propio Zizou ha realizado esa difícil transición entre jugador y entrenador, subiendo de rango de director deportivo a responsable del filial y, finalmente, desde el 4 de enero de 2016, a entrenador del primer equipo del Real Madrid, con el que ganó una Champions League apenas cuatro meses y medio después. Al año siguiente volvió a conseguir ese trofeo, que esmeradamente sumó al primer título de liga para los blancos desde el año 2012.

La figura del entrenador está envuelta en nostalgia. Sin duda, ésa es una de las razones por las que los libros de David Peace sobre Brian Clough y Bill Shankly, Maldito United (2006) y Red or Dead (2013) respectivamente, han tenido tanto éxito. En ellos, la del entrenador es una figura prometeica y brillante, pero también maltrecha, imperfecta y, por último, trágica y solitaria. Debo confesar que me cuesta meterme en las obras de Peace, ir pasando las páginas, aunque admiro su esfuerzo por ofrecer una fenomenología profundamente evocadora del flujo de la conciencia de un entrenador. Una parte del atractivo que estos libros tienen para nosotros, igual que el encanto de los personajes titánicos que describen, se debe a lo mucho que ha cambiado el juego. Si volvemos la vista atrás más allá de estas cuatro décadas de globalización neoliberal y capitalismo galopante, que han permitido que sumas cada vez mayores de dinero contaminen el fútbol, entrenadores como Clough y Shankly –o ciertamente el gran Sir Bobby Robson, que obró auténticos milagros con el Ipswich Town e incluso con la selección inglesa, a la que condujo a las semifinales del Mundial de 1990, donde perdió en la tanda de penaltis frente a (¿quién si no?) Alemania– se nos aparecen como recuerdos descoloridos del mundo industrial de la clase obrera del norte de Inglaterra, ya desaparecido. Es éste un mundo contenido en granulosas fotografías en blanco y negro, y en esas bobinas titilantes –pues no dejan de saltar– de partidos disputados hace ya tiempo. En ese sentido, la figura del entrenador se nos aparece ahora como una especie de tradicionalista que defiende, a través de su idiosincrasia verbal, de sus obsesiones y de su personalidad enérgica y carismática, la herencia verdadera del juego del Fútbol Asociado. No es ninguna casualidad que tanto Clough como Shankly se declararan socialistas, que defendieran lo que ellos consideraban la belleza y la virtud del juego frente a la venenosa influencia del dinero y el cinismo del fútbol defensivo y del patadón hacia delante. Ambos querían jugar de la manera correcta: a ras de suelo, atacando con velocidad, dinamismo, talento y un compromiso absoluto. El amor que sentimos por figuras como las de Shankly y Clough no deja de ser un anhelo por una época previa a la globalización en la que supuestamente el juego era más sencillo y virtuoso. Nos encontramos en el dominio de la nostalgia, pero ¿quién dijo que la nostalgia era cosa del pasado? Nos adentramos también en el ámbito del mito, pero jamás deberíamos menospreciar la necesidad que tenemos de dejarnos seducir por la fuerza de los relatos protagonizados por héroes imperfectos. En ese sentido, seguimos siendo contemporáneos de los antiguos griegos.

El entrenador puede aparecer como una figura mesiánica, no tanto un tipo especial, al estilo de José Mourinho (quien, debemos recordarlo, dio con su oportunidad mientras hacía de traductor para Bobby Robson en Portugal, y más tarde en Barcelona), como un dios crucificado, como le sucedió a Clough en el Leeds, para resucitar en el Nottingham Forest y acabar sus días sumido en el caos. O como cuando Shankly se retiró «misteriosamente» en 1974, obligado a proseguir su camino en solitario y sintiéndose traicionado por su club (la culpa del maltrato que sufrió fue claramente del Liverpool). El entrenador también puede presentarse como un Lázaro y regresar de entre los muertos. Consideremos el escepticismo y la perplejidad con que se recibió el nombramiento de Claudio Ranieri en julio de 2015 como entrenador del Leicester City, equipo que el mes de mayo siguiente ganó la Premier League con un margen de diez puntos (sólo nueve meses después, en febrero de 2017, el italiano fue destituido vergonzosamente). Podríamos hablar de Arrigo Sacchi, el antiguo vendedor de zapatos que transformó el estilo del fútbol europeo de clubs cuando llevó al Milan a alcanzar éxitos tremendos a finales de la década de los ochenta. Y no podemos dejar de mencionar al gran Mário Zagallo, quien ganó el Mundial dos veces jugando con Brasil, en 1958 y 1962, para luego volver a alzarse con él como entrenador de su país en 1970 y otra vez como ayudante de entrenador en 1994.

Existe cierto puritanismo en torno a la figura del entrenador, pues éste asume el rol de guardián de unas virtudes morales estrictas; es la persona ética y rigurosa que se levanta temprano, que trabaja duro de manera sistemática, que es leal a sus jugadores y devoto de su familia, y que además inspira respeto, y hasta miedo, al equipo. Incluso cuando el entrenador disfruta de una copa o dos, como Alex Ferguson, o se bebe una copa o dos de más, como Clough, nos gusta verlo como un puritano que custodia las virtudes del fútbol, que se encarga de que se juegue como se debe jugar. Más allá de cualquier nostalgia, el compromiso obsesivo para con ese estilo de juego, y la expectativa de que los jugadores se avengan a él o se atengan a las consecuencias, es algo que conecta a entrenadores contemporáneos como Mourinho, Arsène Wenger (el Profesor) o Pep Guardiola (el Filósofo). Todos ellos son adictos que tienen evidentes dificultades para sentir interés por cualquier cosa ajena al fútbol, y ése es el motivo por el que son tan buenos en lo que hacen y por el que son objeto de nuestra admiración.

Por razones personales que a estas alturas resultarán obvias, tiendo a asociar la idea del entrenador virtuoso y obsesivamente adicto con una estirpe de preparadores del Liverpool: Bill Shankly, Joe Fagan, Roy Evans, Kenny Dalglish, Gérard Houllier, Rafa Benítez y, sobre todo, Bob Paisley. Paisley fue el más exitoso de los responsables del Liverpool; pasó cerca de cincuenta años en el club y, durante sus nueve temporadas a cargo del equipo, ganó seis ligas inglesas, tres Copas de la Liga, una Copa de la UEFA y la Copa de Europa hasta en tres ocasiones. Tras darle al Liverpool la primera Orejona en Roma, frente al Borussia Mönchengladbach en 1977, dijo: «Es la segunda vez que derroto aquí a los alemanes… La primera fue en 1944. Entré en Roma conduciendo un tanque el día en que la ciudad fue liberada. Si alguien me hubiera dicho que, treinta y tres años más tarde, volvería a estar aquí viendo cómo ganamos una Copa de Europa, ¡lo habría tachado de loco! Pero quiero saborear cada minuto… Por eso no pienso beber esta noche. Voy a dejar que sea éste acontecimiento lo que me embriague». Dejando de lado sus belicosos sentimientos antigermanos, es su carácter abstemio lo que nos cautiva acerca de esa respuesta. Paisley no quiso permitir que la bebida nublara su experiencia de la victoria.

Aunque sea alemán, hay algo del puritanismo de Paisley en Jürgen Klopp, de quien me gustaría hablar a continuación con cierto detalle. Supongo que Klopp no es ningún desconocido, y, en caso de que lo sea, una simple búsqueda en Google dará paso a horas de buen entretenimiento. Klopp es un entrenador de fútbol dotado, trabajador, apasionado, tremendamente simpático y dueño de tácticas de gran astucia que se dio a conocer gracias a algunos éxitos con el FSV Mainz 05 de Alemania antes de pasar siete temporadas en el Borussia Dortmund, cuya fortuna cambió por completo: con él ganaron dos veces la Bundesliga y llegaron a la final de la Champions League de 2013. Klopp fue nombrado entrenador del Liverpool Football Club el 8 de octubre de 2015. Estaba tomándome una cerveza con mi hijo Edward en un pub del West End londinense cuando saltó la noticia. Edward reaccionó con euforia, y yo mismo me sentí bastante satisfecho. Klopp iba a heredar un club sumido en una cierta confusión, que había perdido la confianza en la capacidad de un entrenador cada vez más delirante, a la vez que obsesionado por transmitir siempre el mensaje adecuado: Brendan –«una vez asistí a un curso de entrenador y ahora conduzco un BMW»– Rodgers. El club parecía haber perdido el rumbo desde la salida del prometeico Luis Suárez hacia Barcelona en julio de 2014 y su fracaso a la hora de ganar la Premier League de 2013-14, que tuvo claramente al alcance de la mano. El 27 de abril de 2014, Steven Gerrard resbaló con el balón en el partido contra el Chelsea, Demba Ba aprovechó el error para marcar y el Liverpool perdió por 2 a 0; en la jornada siguiente, el 5 de mayo, tras 78 minutos y con 3 a 0 en el marcadorante el Crystal Palace, el Liverpool concedió tres goles y le regaló laPremiership al Manchester City. Por decirlo sin rodeos, el Liverpool se atragantó. El club también se había visto perjudicado por una dudosa política de traspasos al estilo Moneyball, que llevó a situaciones tan embarazosas como que Mario Balotelli luciera la camiseta red. Nos habíamos convertido en un club excesivamente preocupado por sus glorias pasadas (sólo a modo de recordatorio: cinco Ligas de Campeones, tres copas de la UEFA y dieciocho títulos de Liga) y cabría decir que atrapado en el lodazal de su propio victimismo. Esto último ha sido objeto de una sátira maravillosa por parte de David Stubbs con su personaje del «hincha santurrón del Liverpool». No me puedo resistir a citar algunas de sus líneas.

Anoche, sobre el césped había once jugadores. Orgullo. Pasión. Corazón. Compromiso. Agallas. Honestidad. La Camiseta. Salivazos. El espíritu de Stan Boardman. Gerrard. Carragher. Todos ellos, pero sobre todo la Camiseta; estaban preparados para vestir la Camiseta. Nos quitaron a John Lennon y a George Harrison, cancelaron Brookside, pero no pueden arrebatarnos la Camiseta. ¿Qué representa esa Camiseta? Para mí, para todos aquellos que aman al Liverpool Football Club, representa una sola cosa: la Camiseta. ¿A qué hincha del Liverpool, cuando ve la Camiseta, no le viene a la cabeza la palabra «Camiseta»? Cada una de las letras de esa palabra sagrada tiene su importancia, cada una, igual que los jugadores del Liverpool, desempeña su papel. Si le quitamos las cuatro primeras, ¿qué nos queda? Una seta.* Da qué pensar, ¿no? He ahí todo lo que hay que saber sobre la Camiseta. Anoche, todos fuimos Camiseta y lo sabéis.

Quizá a raíz de su delirante arrogancia, el irregular estado de forma del Liverpool en los primeros partidos de la temporada 2015-16 (ocupábamos el décimo lugar de la clasificación tras ocho encuentros) amodorró a los seguidores, los sumió en una indiferencia anodina y en el derrotismo. La llegada de Klopp alteró ese estado de ánimo tanto dentro como fuera del club, y aunque el desempeño del equipo en la Premier League de 2015-16 se vio arruinado por la irregularidad y las lagunas defensivas, llegamos a la final de dos competiciones, la Carling Cup y la Europa League.  Lamentablemente, perdimos ambas.

Cuando me invitaron a hablar de fútbol en Basilea a principios de julio de 2016, durante la Eurocopa, acepté de inmediato. Le dije a Ridvan Askin, el organizador de la conferencia, que hablaría de Klopp. Sentía la fuerza del destino soplando sobre mi espalda como una confluencia de vientos huracanados. El Liverpool se había embarcado en una trayectoria inverosímil en la Europa League, había derrotado al Manchester United, nuestro rival histórico; al Borussia Dortmund, el antiguo equipo de Klopp (regresaremos más tarde a ese encuentro) y al Villarreal en las semifinales. La final se iba a celebrar en el estadio de St. Jakob de Basilea el 18 de mayo, y me imaginé llegando a la ciudad para regodearme en nuestra victoria sobre el Sevilla. Pero perdimos por 3 a 1. De hecho, en la segunda parte nos dieron todo un repaso. En esa ocasión vi el partido en un pub del sur de Londres, de nuevo con mi hijo y dos de sus colegas. Nos fuimos al descanso con la comodidad de estar un gol arriba. Yo llevaba mi réplica de la camiseta roja del Liverpool de 1976 («la Camiseta»), con su cuello en uve y su manga corta, y me fui a mear confiado, sonriente. Le dije al tipo que tenía al lado en el urinario: «Creo que le hemos tomado la medida al Sevilla y que vamos a ganar». Él se declaró más escéptico. Y tenía razón. A los diecisiete segundos del inicio del segundo tiempo, tras el previsible error defensivo del malhadado Alberto Moreno, el Sevilla marcó y nosotros perdimos por completo la forma y la confianza. El centro del campo pareció implosionar; Coke (su verdadero nombre es Jorge Andújar Moreno), del Sevilla, marcó otros dos goles excelentes y ya no llegamos a recuperarnos, en ningún momento pareció que pudiéramos volver a entrar en el partido. Fue horrible. Mi hijo y yo apenas nos dirigimos la palabra tras el final, de lo decepcionados que nos sentíamos. A la mañana siguiente volé de regreso a Nueva York con el peso de la derrota encima. Y todavía lo siento…, al menos un poco.

Así que lo de Basilea fue un auténtico fracaso, una humillación y una capitulación ante un equipo mejor organizado, más fuerte, más efectivo y más experimentado. Pero de la derrota siempre se puede extraer alguna lección. El fútbol no sólo consiste en ganar. Por lo general, consiste en perder. Tiene que ser así. Pero lo más extraño del fútbol no es la derrota como tal. Como he dicho antes, lo que te mata no es perder. Lo que te mata es la esperanza renovada. La esperanza al inicio de cada nueva temporada. La esperanza que viene a hacerte cosquillas en los pies, hasta que te das cuenta de que, como dice la poeta y experta en el mundo clásico Anne Carson, tienes las plantas de los pies ardiendo.26 A menudo, el fútbol puede representar una experiencia injusta, donde de manera plenamente justificada sientes que la derrota se ha debido a los errores arbitrales, al estado del terreno de juego o simplemente al mal tiempo. Pero a veces resulta simplemente que un grupo superior de jugadores le ha dado un repaso a tu equipo. Es otro tipo de dolor, el que brota cuando te das cuenta de que tu equipo no es lo suficientemente bueno. Pero el cosquilleo de la esperanza sigue vibrando y quemándote la planta de los pies.

El tiempo de Klopp

Los debates acerca de Jürgen Klopp se caracterizan a menudo por el uso de banalidades: su pasión por el «fútbol heavy metal», por el Vollgas-Fußball («fútbol a todo gas») y por el Gegenpressing (la presión avanzada nada más perder el balón), o el hecho de que sea un «tipo normal» en vez de un «tipo especial», dueño de esa sonrisa tan característica. Aunque las entrevistas que le hacen son siempre entretenidas, no resultan necesariamente reveladoras. Pero hay una palabra recurrente en su léxico que me interesa en particular: el momento. Para él, el fútbol consiste en la creación de un momento, aquello a lo que me he referido antes como el momento entre momentos. Bien, me gustaría enlazar esto con una idea que podemos encontrar en Ser y tiempo (1927), la obra filosófica más importante de Martin Heidegger, cuando habla del Augenblick, el instante en que se mira o el parpadeo. Y quiero hacerlo no sólo porque Klopp se criara en el pueblecito de Glatten, que se encuentra a menos de cien kilómetros de Freiburgim-Breisgau, donde Heidegger estudió y trabajó más o menos a lo largo de toda su carrera; tampoco porque a Heidegger le gustara el fútbol, sintiera un profundo respeto por la capacidad de liderazgo del Káiser Franz Beckenbauer y tuviera un televisor escondido en su despacho para poder ver los partidos. La razón es más bien que deseo pensar sobre la experiencia temporal en relación con el fútbol. Como decía antes, el fútbol tiene que ver con las alteraciones temporales. La que me interesa en particular comienza con el tiempo de reloj, el tiempo común y corriente de la vida cotidiana, que avanza ineludible desde el ahora del presente hacia el ahora-todavía-no del futuro antes de escurrirse hacia el ahora-ya-no del pasado: tic tac, tic tac, tic tac.

El tiempo de reloj halla su confirmación en el tiempo lineal y cronometrado de los noventa minutos de partido, cuya cuenta el árbitro y sus asistentes llevan diligentemente. Opuesto a éste aparece lo que podríamos denominar como el tiempo de Klopp, el momento de euforia, el instante, cuando nos elevamos y abandonamos el tiempo de reloj para entrar en una experiencia temporal distinta. En un apartado crucial que llega bastante avanzado el argumento de Ser y tiempo, Heidegger hermana una serie de conceptos que había desarrollado en los capítulos anteriores del libro.27 El pasaje en sí mismo es bastante complejo, así que lo resumiré. En el momento de mirar, nos vemos arrastrados por un arrebato que nos aparta de la inmersión en la vida cotidiana y nos lleva a encontrarnos, verdaderamente y por vez primera, con esa cotidianidad. En lo que dura un parpadeo, somos transportados desde el tiempo de reloj –lo que Heidegger denomina la «intratemporalidad» o el flujo en apariencia interminable de «ahoras»–, hacia un éxtasis en el que descubrimos el mundo de «lo a la mano» [Zuhandensein] y de «lo que está ahí delante», «lo que está a la vista» [Vorhandensein]. El contraste entre «lo a la mano» y «lo que está ahí delante» había sido desarrollado ampliamente en la primera parte de Ser y tiempo, y estos dos conceptos describen las categorías bajo las que se puede aprehender el mundo. Es decir, ya como el mundo de elementos útiles, normal, familiar y con valores añadidos que nos rodea y con el que mantenemos una relación práctica, o como el mundo de los objetos de valor neutro que examinamos teóricamente a la manera de un filósofo o de un científico.

Lo que señala Heidegger es que ambas categorías, teoría y praxis, son aprehendidas por primera vez como lo que son desde el punto de vista del éxtasis del instante. Para que quede claro, aquí el éxtasis no es una suerte de embriaguez alcohólica y dionisíaca, sino que se trata de un arrebato firme, de un éxtasis sobrio que percibe la indiferencia de lo cotidiano hacia su ser y lo empuña a modo de Situación [Situation], uno de los conceptos clave de Ser y tiempo. La Situación es el lugar donde nuestro «ser ahí», lo que Heidegger denomina el Dasein, se revela no como los sucesos azarosos de un mundo aparentemente fuera de nuestro control, sino que es capturado como un contexto rico en posibilidades para la acción. No es que dejemos el mundo o a nosotros mismos atrás, como si Heidegger se hubiera limitado a poner al día el mito de la caverna platónica, sino que nos vemos con claridad a nosotros y al mundo por lo que somos y, en ese momento de visión, abrazamos la existencia en sus múltiples posibilidades. Nos mantenemos firmemente anclados en el arrebato del momento. Y el momento no dura más que un instante, un parpadeo. Pero, en ese momento, el tiempo de reloj se frena, se convierte en el tiempo de Klopp, abre la posibilidad de otra experiencia temporal y de ese modo posibilita la historia, una historia de momentos.

La historicidad del fútbol

El hincha vive por esa historia de momentos, vive con ella y a través de ella. Para ser un hincha hay que crear y poseer una historia de ese tipo, o, mejor incluso, hay que cocrearla y ser capaz de compartirla con los demás, de relatarla, además de disfrutar de la posibilidad de generar nuevos momentos. Es al compartir esos momentos que surge la unidad entre los hinchas, que éstos quedan ligados en el seno de un colectivo, de una comunidad, de una asociación de sentimentalidad profunda. En palabras de Sartre, a quien ya hemos citado antes, se pasa así del carácter serial de una línea de individuos reunidos por el azar, como los que esperan el autobús o hacen cola para entrar en el cine, a un grupo fusionado, una fuerza compacta y unificada por un juramento de fidelidad.

Voy a dar cuerpo a esta línea de pensamiento con el ejemplo concreto de un partido memorable. En la segunda vuelta de los cuartos de final de la Europa League que jugó contra el Borussia Dortmund el 14 de abril de 2016, el Liverpool concedió dos goles en los primeros diez minutos y se encontró con un 3-1 abajo en el global de la eliminatoria. Llegó el descanso y Klopp desapareció rápidamente camino del vestuario. Se lo veía muy tranquilo, relajado, porque la actuación del equipo, en su opinión, era buena y, en efecto, el Liverpool había creado un montón de oportunidades. La clave para entender la aproximación al fútbol de Klopp consiste en no centrarse en los goles encajados o en las derrotas. Todos los equipos acaban perdiendo. A lo que siempre presta atención –firme y sobriamente– es al rendimiento del equipo, porque ésa es la clave de su desarrollo. Lo que debe ser entendido y celebrado es la actuación de los jugadores, no el número de goles que marquen. Al parecer, cuando Klopp analiza los partidos con su núcleo duro de ayudantes –el segundo entrenador, ŽELJKO «el Cerebro» BUVAcˇ, y su analista de vídeo, Peter «los Ojos» Krawietz–, nunca ve los goles. Se los quitan del montaje. Así que, aunque el Liverpool perdía por un global de 3 a 1 en el descanso, Klopp estaba contento con el rendimiento de los suyos. Y les dijo que tenían la oportunidad de «crear uno de esos momentos que luego podréis contar a vuestros nietos»; a saber, la creación de una historia, de lo que Heidegger llamaría una herencia, cuya esencia consiste en la repetición o la reproducción, como intenté mostrar antes.

Como los aficionados al fútbol saben bien, la mayoría de partidos no son memorables y tampoco tardan en ser relegados al olvido. Aquello a lo que nos aferramos, lo que le proporciona al hincha una experiencia de la historicidad, de la memoria compartida y de la colectividad de un grupo fusionado, es la serie de momentos que compartimos: 1977, 1978, 1981, 1984, 2005, cuando el Liverpool ganó la Copa de Europa y la Champions League. Pero también hay otro tipo de momentos, como la desgraciada tragedia del estadio de Heysel en 1985, que dejó un saldo de treinta y nueve personas muertas, casi todas ellas hinchas de la poderosa Juventus; o la tragedia de Hillsborough en 1989, que provocó la muerte de noventa y seis seguidores del Liverpool a manos de la policía de South Yorkshire. (Mi primo David estaba en la grada de Leppings Lane, donde se produjeron todas las víctimas, y –en aquellos lejanos días antes de que hubiera teléfonos móviles– no hubo manera de que se pusiera en contacto con nosotros durante más de veinticuatro horas. Temimos seriamente por su vida). Como cualquier hincha del Liverpool sabe, los jugadores siguen luciendo un número 96, enmarcado por un par de llamaradas conmemorativas, en la parte trasera del cuello de la camiseta.

En su primera rueda de prensa, el 9 de octubre de 2015, refiriéndose a las elevadas expectativas que acompañan el trabajo de entrenador de un club grande como el Liverpool, Klopp dijo que «la historia es tan sólo nuestro punto de partida…, pero no te la puedes llevar la historia contigo en la mochila… El de ahora es un gran equipo. Éste es el momento perfecto para emprender dicho camino». Klopp sabe bastante de mochilas, teniendo en cuenta que la tesis con la que en 1995 obtuvo su diploma en Ciencias del Deporte llevaba por título Walking: Bestandsaufnahme und Evaluationsstudie einer Sportart für Alle («El caminar: Balance y estudio evaluador de un tipo de deporte al alcance de todo el mundo»; ciertamente, no el más excitante de los lemas). Hay en Klopp una fuerte faceta de determinación heideggeriana, además de una ética de trabajo obsesiva y hasta puritana. No deja de destacar constantemente que el Liverpool es un gran equipo, y añade esa exhortación crucial y voluntarista: «Si nosotros queremos…, si nosotros queremos». En lo referente a entrenar a un club como el Liverpool, dijo, como si se tratara de un eco de la Situación de Heidegger: «Siento la presión antes de cada partido y entre un partido y el siguiente, desde luego, pero sólo como incentivo para desarrollarme y mejorar lo antes posible. Debo aceptar esta situación». Y, de nuevo: «La presión está ahí, pero el arte está en sentirla a fin de ganar los partidos». Un aspecto que también es fundamental en Klopp, y que hace que su estilo táctico sea claramente diferente respecto a la precisión orquestada de las grandes escuadras del Barcelona, o al cinismo defensivo de algunas estrategias de contraataque, es el énfasis particular que pone en la emoción, el sentimiento, la pasión, lo que Heidegger denomina Stimmung y Grundstimmung, el estado de ánimo y el estado de ánimo fundamental. Para Klopp, aunque tanto él como su equipo técnico evidentemente utilizan datos, el fútbol no tiene que ver sólo con los análisis biométricos o estadísticos de cada faceta del partido que realiza un jugador, y mucho menos con el packing rate. Tal sería el error del objetivismo en el mundo del fútbol. Pero el fútbol tampoco se basa sólo en el rendimiento del equipo, en aceptar la presión y abrazar la situación. En cambio, el fútbol se basa en jugar desde y por la emoción, desde y por la pasión; en él, todo se articula de cara a conseguir un estado de ánimo fundamental. La tarea del entrenador consiste en gestionar ese estado de ánimo y permitir que florezca en el juego individual y, aun más importante, en el colectivo; que la acción colectiva del equipo permita que florezca la acción individual y que ésta se alimente de la energía y la música de los hinchas. Obviamente, Klopp no es el único en poner ese énfasis en el estado de ánimo; ahí están Antonio Conte, Guardiola, Mourinho o Wenger, pero el volumen que usa Klopp es indiscutiblemente más alto y su pasión, más intensa.

Voy a arriesgarme a presentar otra analogía con Heidegger, esta vez relacionada con el Angst o la ansiedad. Para Heidegger es importante distinguir entre el miedo, que siempre es un temor hacia algún ente o realidad del mundo, y la ansiedad, que no tiene nada en particular como objetivo. En lo relativo al fútbol, la ansiedad no es el miedo a cometer algún error, a perder la posesión o incluso a caer derrotado. La ansiedad no tiene nada que ver con los nervios. No, la ansiedad es ese humor básico o estado de ánimo fundamental que se da cuando nuestro ser al completo se despliega en el interior de la experiencia temporal, el momento en que nos sentimos vivos como nunca antes. La ansiedad, y esto tiene su importancia, es una suerte de júbilo, o lo que Heidegger denominó en su conferencia ¿Qué es la metafísica?, de 1929, una tranquilidad, una especie de calma extasiada. En otro lugar, habla de la «valentía de la ansiedad». En esos instantes de ansiedad valerosa y alegre, no sentimos ninguna preocupación, no sentimos ningún miedo, nos centramos por completo en asir la situación y el movimiento del juego. En su mejor momento, cuando uno se centra por completo en el juego, creo que ese tipo de calma ansiosamente extasiada describe la experiencia del hincha. En cualquier instante puede llegar el momento.

La recuperación

La clave, para Klopp, está en la fe. Como él mismo dijo: «Si alguien quiere ayudarnos, tiene que pasar de ser un escéptico a ser un creyente. Es algo muy importante». Por supuesto, volviendo al tema del puritanismo de los entrenadores, Jürgen Klopp es un cristiano que jamás ha intentado esconder que cree en Dios. Cuando mi colega Roger Bennett le preguntó cómo se las arreglaba para responder al cinismo del mundo del fútbol con ese optimismo y alegría aparentemente insondables, él contestó sin dudarlo: «Creo en Dios y mi único deber es hacer lo mejor en esta vida… Sólo siento presión por ser un buen ser humano». Es una emoción maravillosamente sincera y desarmante, y no tengo motivos para dudar de ella. La cuestión que de veras me parece interesante, y quizá un tanto absurda, es la relación entre la fe en Dios y la fe en un equipo de fútbol. No cabe duda de que el concepto del momento que he intentado describir presenta una marcada cadencia religiosa. El instante, el Augenblick, es la traducción que Lutero hizo del kairós en San Pablo, ese momento adecuado u oportuno en el que uno puede decidir si realiza un acto de fe y pasa a creer en Cristo resucitado. Desde luego que hay muchas razones para creer, como hay muchas razones para no creer, pero el acto de fe es algo por naturaleza irracional, la locura de una decisión que te lleva a ver la Situación por lo que es, con lo que antes he definido como un éxtasis sobrio, un arrebato firme. Eso es lo que representa ser un hincha. Puesto que, a diferencia de Klopp, no soy cristiano, el Liverpool Football Club es lo más cerca que puedo estar de una experiencia religiosa.

Hablando de intervenciones divinas (y desde luego que sería fantástico poder fichar a Jesucristo nada más recibir la carta de libertad del FSV Nazaret 00), regresemos a lo que sucedió en el segundo tiempo contra el Borussia Dortmund de aquel 14 de abril de 2016. Se trató, sin duda, de un momento. Después de que Divock Origi marcara el 1-2 para el Liverpool, Marco Reus puso el 1-3 para el Dortmund con un gol sublime, desmarcándose por el lado izquierdo del área antes de superar al portero con un disparo de rosca con la diestra. Le mandé un mensaje a mi hijo que decía «Se acabó» y me dejé caer sobre el sofá. Pero, nueve minutos más tarde, Philippe Coutinho, «el pequeño maestro», volvió a anotar para el Liverpool y el ánimo del estadio pareció cambiar de golpe. Todos lo notaron. Una fe contundente se propagó entre los hinchas y el equipo. La conexión entre unos y otros comenzó a crecer segundo a segundo, se convirtió en una intensidad extraña y salvaje, pero concentrada. El Dortmund también la sintió. Su centro del campo, hasta entonces dominante, pasó a contraerse y retroceder; sus contraataques, aterradoramente veloces, dejaron de producirse, y su defensa reculó cada vez más. Aquélla posiblemente iba a ser una de las grandes noches europeas de Anfield. Mamadou Sakho empató el encuentro con un rudimentario cabezazo en el minuto 77, pero el Liverpool seguía necesitando un gol más por los tantos que el Dortmund había anotado en campo contrario. Entonces, en el minuto 91, Daniel Sturridge recibió el balón y se lo pasó al espacio a James Milner, quien aceleró hacia la línea de fondo y centró con pericia al segundo palo para que Dejan Lovren cabeceara el gol de la victoria.

Anfield entró en erupción. Durante un par de segundos, como si aún no hubiera comprendido lo que acababa de suceder, Klopp se mantuvo extrañamente inmóvil. Fue un momento. No hizo una mueca desencajando la mandíbula (una expresión que odio) ni lanzó el puño cerrado hacia arriba (un gesto adolescente sobre el que también tengo mis dudas, aunque suelo hacerlo cuando veo los partidos solo y la verdad es que me hace sentir bien). Lo más extraño es que el gol de la victoria no representó ninguna sorpresa. Fue como si hubiera estado destinado a pasar. Pareció cosa del destino, o la intervención de algún deus ex machina. Thomas Tuchel, antiguo ayudante de Klopp, a quien había reemplazado con éxito como entrenador del Dortmund, describió el resultado como «ilógico». Llevaba razón. A veces, el fútbol desafía la lógica, y ésos son los momentos por los que vivimos.

La rueda de prensa de Klopp posterior al partido resultó interesante, condensó buena parte de lo que he intentado transmitir acerca del momento, del desempeño y la emoción, del ánimo y el estado de ánimo fundamental. Klopp comentó que, durante la charla del descanso, recordó el momento de la final de la Champions League de 2005 en Estambul, cuando el Liverpool se recuperó de un 3-0 en contra para llegar a la prórroga y acabar  venciendo al AC Milan en la tanda de penaltis. Fue una referencia obvia, quizá, pero aun así efectiva. La cuestión es que la consciencia de la historia de ese momento ampara una repetición del mismo o su recuperación, lo que Heidegger denominaría un Wiederholung, en un nuevo momento histórico, que a su vez aporta su potencial para la creación de momentos futuros, de un nuevo legado. Simplemente, no estaba ahí. Es como si la memoria de los hinchas formara un archivo viviente de significado, un vasto depósito histórico al que se puede recurrir para empaparse en él. Que el Liverpool acabara cayendo derrotado en la final de aquella Europa League en Basilea ante el Sevilla no representa una refutación de esos momentos. Como he dicho, siempre hay derrotas. Es la naturaleza del juego. La cuestión es cómo un equipo se aferra a su historia a fin de aceptar la derrota y volver a intentarlo, una y otra vez, sin descanso, unido y cada vez más fuerte.

Marcelo Bielsa apunta que la función del entrenador consiste en dar forma al equipo, en asegurarse de que tenga un estilo y de que sus jugadores sean receptivos a jugar de una determinada manera. El estilo preferido de Bielsa se denomina «protagonismo» y es lo contrario que el juego de contraataque, pues consiste en mantener la pelota alejada del rival para reducir todo lo posible su tiempo de juego. Ésa es una de las maneras con las que se podría describir el tipo de juego que Klopp implantó en el Liverpool durante los primeros compases de la temporada 2016-17. Aunque el equipo contaba con auténticos talentos individuales, lo verdaderamente excitante fue ver las configuraciones dinámicas que se establecieron entre diferentes grupos de jugadores; en particular, la fluida y hermosa matriz que amparó los veloces tuya-mía a uno o dos toques entre Roberto Firmino, Philippe Coutinho, Adam Lallana y Sadio Mané. Cuando el Liverpool jugó bien, esa forma protagonista fue bastante evidente. Cada vez que se perdía la posesión, ésta se recuperaba con rapidez, y, cuando se fallaba una ocasión, el equipo era capaz de reagruparse de inmediato para volver a atacar. Aunque algunos de los goles marcados por el Liverpool fueron gloriosos, a menudo la finalización, el último toque, fueron aspectos casi secundarios de los movimientos formales del juego, como el punto que marca el final de una frase y el inicio de otra.

¿Qué falló, pues? El Liverpool se vio aquejado de una evidente debilidad defensiva, además de sus recurrentes problemas en la portería y de una alarmante tendencia a sufrir episodios en los que se derrumbaba súbitamente y el equipo parecía experimentar una crisis de fe colectiva. Quizá ése sea el defecto letal del planteamiento de Klopp y su énfasis en la pasión: que se funde demasiado fácilmente con la manera en que el fútbol inglés ha favorecido la emoción pura sobre la técnica y el sentido táctico. Cosa que no sucede en otras culturas futbolísticas, como la italiana, por ejemplo.

Hablando de Italia, el Chelsea de Antonio Conte se impuso con bastante facilidad en la Premier League inglesa. Contaron con una estructura defensiva hermética y de fiar, con unos laterales rápidos y ofensivos, con un portero mejor y con la innegable genialidad de Eden Hazard y Diego Costa. Por encima de todo, lo que el Chelsea exhibió, y quizá ésa sea la virtud más importante de todo equipo fuerte, fue una consistencia que condujo al equipo, al rival y a los hinchas de ambos a ser cada vez más conscientes de que no iban a perder. Y no lo hicieron.

Pero siempre habrá una próxima temporada…, ¿verdad?

*Publicado originalmente en el libro «¿En que pensamos cuando pensamos en fútbol?», de Simon Critchley.

Comparte

Por eabarzua

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *