Por Eduardo Bruna

 

A veinte años del definitivo adiós de ese ring que su estatura de ídolo monopolizó por casi dos décadas, «Martín, el hombre y la leyenda», emitida por Mega, ha tenido el indudable mérito de rescatar un trozo de historia. De nuestra historia deportiva y, en buena medida, de todo un país que, transitando por uno de los episodios más oscuros de su azarosa existencia, encontró en el muchacho nacido en Osorno la esperanza para seguir creyendo en algo, la ilusión a la cual aferrarse como el náufrago a la tabla que lo mantendrá con vida.

Se trata de una historia novelada, en la que los hechos reales son maquillados o derechamente tergiversados y que, sin embargo, más allá de esas licencias, retrata con distancia al ídolo, mostrando objetivamente sus grandezas y sus miserias, sus renuncios y su nobleza.

Lo que sí permanece, y no podía ser de otra manera, es lo grueso de este ejercicio de necesaria memoria. En otras palabras, el hecho indubitable de que, más allá de sus reiterados fracasos, a Martín Vargas nadie le regaló nada: las cuatro opciones por la corona del mundo tenían el formidable sustento de sus puños demoledores y, aunque suene a paradoja, también la debilidad de su irresistible pegada. Martín perdió los cuatro combates titulares no sólo porque Miguel Canto, Betulio González y Yoko Gushiken fueran mejores. Eso sería tan obvio como suele serlo toda verdad irrebatible. Si en Mérida, el Estadio Nacional, Maracay o Kochi, el ídolo mordió el polvo de la derrota, frustrándose él y frustrando de paso a millones, fue porque, acostumbrado a descalabrar muñecos desde niño, nunca dimensionó que un campeón del mundo era otra cosa.

Acostumbrado Vargas a que su pegada de peso pluma era demasiado para tipos de 51 kilos, sobrevaloró sus recursos, olvidando que sin fondo físico ni pugilístico no podía ser ciento por ciento competitivo ante tipos técnicamente superiores y afinados en el gimnasio cual navajas. Mucho menos si, a esas cualidades, el mexicano y el japonés sumaban una velocidad que Martín nunca tuvo. Con Osvaldo Cavillón, el único entrenador que pudo domar su espíritu cerril, mostró en ese aspecto una evidente mejoría, pero jamás como para competirle de igual a igual a Canto o a Gushiken. Se sabe: la velocidad, en el boxeo, es lo único incontrarrestable.

En cuanto a la noche triste de Maracay, Martín alcanzó a ser campeón del mundo durante los primeros cuatro o cinco asaltos, castigando a su antojo a Betulio, para finalmente doblegarse ante la solidez física y mental del venezolano que, además de su técnica superior, tuvo como valioso aliado a la humedad infernal que se abatió sobre la plaza de toros, escenario del combate.

Lo curioso es que, a pesar de sus claudicaciones, Martín sigue siendo un ídolo inoxidable en el tiempo y la memoria. Tal vez porque en sus fracasos, un pueblo que tantas veces ha fracasado, se siente plenamente identificado.

*Publicado originalmente en Las Últimas Noticias, el 11 de mayo de 2018.

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Por eabarzua

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