La muerte no es el fin

Por Mariana Enríquez / Página 12

Mi papá era un hombre amoroso y demostrativo pero no sabía llorar. Se angustiaba, se quedaba mudo, se escondía. Ni siquiera se le humedecían los ojos. Lo vi llorar una sola vez y fue cuando Diego hizo el segundo gol a Inglaterra en México ‘86. Y no lloró un poco: lo recuerdo, con mi tío y algunos amigos y amigas, todos alrededor de una mesa, gritando y llorando con hipo, con gratitud, con incredulidad, con alegría y también con tristeza, porque es triste estar ante la presencia de la maravilla y lo irrepetible; es triste porque el corazón de ese momento es la fugacidad, saber que nunca se volverá a estar en presencia de algo tan magnífico. Por eso hace falta la fiesta, la comunidad: porque es un exorcismo. Recuerdo esa calle y el festejo; mas me acuerdo de las calles en celeste y blanco de la final y la Plaza de Mayo. Pero mi primer recuerdo de Diego estará para siempre asociado al único llanto público de mi padre.

Estoy segura, además, que nunca volvió a llorar así, al menos. No desatado, con toda la boca abierta, bendecido y eufórico.

Durante la primera mitad de mi vida Diego fue el campeón del 86 y el héroe del 90. Fue la felicidad y la euforia, la sangre encabritada, el futuro. La segunda mitad de mi vida, Diego fue la desesperación y la esperanza. Desesperación por salvarle la vida, esperanza cada vez que parecía lograr una vez más esquivar el abismo. ¿Cómo no desear la victoria, en cualquier forma, para alguien que además de desintegrar todas las puertas que tenía vedadas, por pobre, por marrón, por rebelde, era el mejor? El mejor: un artista popular sofisticado, alguien que hacía posible lo imposible pero que nunca hacía que pareciera fácil, nadie diría que eso que pasaba entre Diego y la pelota era normal, como no es normal el Requiem de Mozart. Un don de esa dimensión es terrible: María Teresa Andruetto recordaba ayer que Truman Capote escribió que, cuando Dios da un don, tambien entrega un látigo. Quien lucha con monstruos la pasa mal: el monstruo de la fama está famélico y tiene muchas cabezas que muerden y comen, hidra insaciable, y ya sabemos lo que pasa con los héroes y los monstruos. A veces se puede atravesar el estrecho, de un lado Escila, del otro Caribdis, pero la mayoría de las veces no. El don, cuando toca, nos hace creer en la trascendencia y eso es lo que todos queremos: vivir después de la muerte. Diego sabía, en vida, que viviría después de la muerte y eso es demente y es inimaginable e incompatible con lo que entendemos como cotidiano; por eso no puede haber reproches, porque nadie sabe cómo es ser un mito viviente y vivir así. Nadie. Él tampoco. Es imposible encarnar lo extraordinario, lo sublime, lo colectivo y lo excepcional, pero él tenía que hacerlo, y lo hacía como podía.

Nos hizo sentir de maneras irrepetibles, porque él es irrepetible: su aparición fue algo insólito. Eventos como Diego no ocurren: son una enormidad y una casualidad. Santiago Gerchunoff escribió en Twitter: “Y no, no todas las naciones de hoy en día tienen a alguien análogo a Maradona. Es una casualidad, no tiene que ver con ningún mérito ni nada parecido. El Espíritu sopla donde quiere.” César González agregaba: “Cuántos niños y niñas de la villa se inspiran en vos para la ilusión de poder salvarse de la miseria con una pelota, y es gracias a que vos rompiste esa puerta blindada, uno de los primeros villeros al que no lograron hacerle agachar la cabeza”. Por supuesto que el fútbol saca de la pobreza planetaria a miles de chicos pero ninguno es Maradona porque Maradona era más que un futbolista. Y es cierto: era desafiante y nunca aceptó el silencio ni el disciplinamiento.

En esta acumulación de palabras y citas, quiero recordar su energía, su desenfreno y su enorme inteligencia. A los relámpagos de Diego todos los sabemos de memoria, Segurola y Habana, la pelota no se mancha, se le escapó la tortuga, LTA, el camión Scania, el jacuzzi en la casa de Devoto, los hijos negados, reconocidos tardíamente, de pronto amados, Dubai, una camioneta rusa de dos metros de altura, la Tota, don Diego, te lo juro por las nenas, la cocaína, la cerveza, el cinturón gástrico, Morla, el entorno, los cambios de número de celular, la entrevista a sí mismo, ¡cómo bailaba, qué extraordinario!, el trío con Pimpinela, los disparos a los periodistas, los sacos de piel, los murales en Nápoles, Guillermo Cóppola, Fidel, Chávez, Palestina, Menem, ya lo dijo tu padre, la foto con Freddie Mercury, tantas fotos de Diego, increíblemente fotogénico siempre, de joven hermoso con discos de vinilo alrededor y de deidad pagana agradeciéndole a otros dioses el gol a Nigeria en el Mundial de Rusia, esa imagen con claroscuros como de Caravaggio. La enumeración es interminable: como él, no tiene fin. La muerte, su muerte, tan injusta y tan temprana, tampoco es el fin.

Me alegra que hoy, mientras escribo, mi papá no esté conmigo. Me alegra no tener que verlo llorar a Diego. Me alegra que la vejez y una muerte piadosa le hayan ahorrado esta tristeza.

 

 

Réquiem para un río imposible

Gabriela Cabezón Cámara / Revista Anfibia

 

Te atravesaba un río, Diego, te atravesaba un río. Corría en vos, con sus orillas trémulas de señas, con sus hondos reflejos apenas estrellados. Corría el río en vos con sus ramajes. Fuiste hoy un río en el anochecer, y suspiraron en vos los árboles, y el sendero y las hierbas se apagaron en vos. Te atravesaba un río, Diego: te atravesaba un río, un río imposible, un Riachuelo cristalino lleno de peces. Y quién sabe si te hubiera cantado Juan L. Ortiz, Diego, tal vez el fútbol le chupaba un huevo y ni hablar de los que emiten juicios y recitan estadísticas con cara de haberle visto la cara a dios y tener la generosidad de comentárnoslo. Tal vez el fútbol le chupaba un huevo, Diego, como a mí un ovario o los dos, ¿pero a quién no le gustan los artistas?

Te recuerdo, te recordamos desde siempre, desde esos jueguitos peloteros que hacías cuando eras un nene apenas más alto que un banquito pero ya tenías el estrellerío del artista grande destellándote en los pies, en los rulos y en los dientes y en la lengua y en los ojitos con hambre de todo ese mundo que te estaba negado de movida y que tuviste que abrir a las patadas, Diego. Y qué patadas: te recordamos desde siempre, desde la pelota esa que mantenías en el aire con la alegría de saber que era comida para tu familia, con la pasión de un nene con destino, con la naturalidad de un capullo que se abre en flor, con la belleza de una bandada que llega cantando a sus árboles después de la larga migración; te recordamos bailando en la cancha, pintando cuadros corredores en el rectángulo verde, cuadros infinitos y efímeros, aéreos, Diego, porque jugabas con la gracia de los pájaros, de los yaguaretés, de los cachorros de todas las especies tocadas por la gracia de la tierra y el aire, del fuego y el agua. Jugabas con todo, como quien baila la fiesta más esperada, la del final de la guerra, la de la cosecha, la de la prosperidad de los siempre postergados, Diego; bailabas una fiesta que hubiéramos querido interminable porque ese genio cachorro de tu arte, Diego, esa alegría fuerte de tu cuerpo danzante, de tu boca ingeniosa, de tus patas con ansias de justicia, de tu cuerpo de baile de milagro, Diego, nos incendiaba el cuerpo, y nos unías, nos fundías en un cuerpo ardiente a todos juntos, Diego, en tu alegría que era la nuestra, la del artista del pueblo. Y todo eso que hacías en la cancha que no era necesario, que era puro lujo, Diego, nos hacía un pueblo que largaba todo para ponerse a bailar. Eras un lujo, Diego, y un zarpe. Un pliegue de la vida dura que albergaba la fiesta y se aferraba ahí, porque cuánto cuesta vivir, Diego, y cuánto morir y cuánto tocar el cielo con las manos y que se te llene todo de caranchos. Te atravesaba un río, Diego, te atravesaba un río: el de los artistas grandes, el de los que no se ahorran nada, el de los que se brindan hasta romperse, Diego, el de los que pueden crear una fiesta del pueblo porque son el pueblo, Diego, y por eso la fiesta y por eso brindarse hasta el final y por eso el delirio, Diego: a los pueblos no nos gusta la austeridad. Te atravesaba un río, Diego, un imposible Riachuelo cristalino, y a veces te llevaba al mar, te maremoteaba, te partía de un tsunami y qué desastre, Diego, que tristeza era verte desastrado, saberte roto y a veces peor, rompedor, qué tristeza las estrellas estrelladas. Te lloramos, Diego, estamos llorando porque queremos ser ese pueblo mojado y feliz de bailar con vos otra vez. Qué tristeza, Diego, por qué no se mueren los caranchos, los caretas, los que mandan el hambre y los incendios, Diego, por qué se nos mueren los artistas. Y los más grandes, los artistas del pueblo, Diego, los atravesados por un río, Diego, el río siempre vivo aunque siempre traten de matarlo, el de la fiesta lujosa del pueblo, Diego. Chau, barrilete cósmico, cebollita que venció a la gravedad.

 

Imposible ser Maradona

Ezequiel Fernández Moores / El País

 

“¿Y qué podés esperar de un país que tiene como ídolo a alguien como Maradona?”. El colega amigo, hijo de un primer mundo más acomodado, me lo decía enojado en una cena de 2010 en Johannesburgo, con Diego de técnico y Argentina humillada por Alemania, un 0-4 lapidario en el Mundial de Sudáfrica. Hoy, con la Argentina de luto por tres días, y hasta sus críticos llorándolo, el colega acaso comprenderá el valor de los ídolos populares, aquellos que le dan alegrías a sus pueblos y ganan sus dineros a la vista de todos.

A partir de ahí, el amor quedó sellado. No solo fueron los goles y la copa. También fue la entrega, la pasión. Porque Diego fue artista, pero también guerrero. A cambio, claro, se le pidió la eternidad. Unas semanas atrás, cuando la enésima ambulancia salía del enésimo hospital por la enésima recaída, aficionados corrían a la par con bengalas celebrando como en el Mundial. Adentro de la ambulancia había un paciente moribundo. Curioso: la última imagen de él con vida la ofreció el portal Infobae. La crónica decía que los médicos pedían dejarlo en paz. La foto había sido obtenida con un drone que invadió la privacidad de su residencia en Nordelta, en las afueras de Buenos Aires, donde murió este miércoles, noticia inesperada pero no sorprendente. Y en tiempos de pandemia, cuando el fútbol no es fútbol si falta la gente en las canchas.

Alguna vez le pregunté a un colega indio por qué también en su país se habían registrado protestas populares cuando Diego fue expulsado por doping del Mundial de Estados Unidos 94. “Porque en México 86 se había convertido en nuestro primer héroe de la televisión a colores”, me respondió. Telé Santana, gran DT de Brasil, me contó otra vez que aquel Mundial y aquella actuación eran el último gran símbolo de un jugador como absoluto héroe individual de una copa. Maradona como símbolo eterno del fútbol, sí. Pero Maradona, y no solo en Argentina, para bien y para mal, fue algo más que un futbolista.

En una vieja entrevista le preguntaron cierta vez al actor francés Gerard Depardieu si podría hacer de Maradona. Y él respondió que, claro, que podría ser Maradona por los meses que demandara la filmación. Pero no toda la vida. Porque eso era imposible. Además, ¿cuál de todos los Maradona? ¿El mago? ¿El adicto? ¿El gran seductor? ¿El demoníaco? ¿La víctima o el victimario? ¿El que llegó a pesar 120 kilos o la estrella del rating televisivo de La Noche del 10, donde en un mismo programa entrevistaba al actor mexicano Roberto Bolaños (El Chavo del 8) y a Fidel Castro, el líder cubano que también murió un 25 de noviembre (igual que George Best)?

La TV repite la entrevista que Maradona le hizo a Diego, un juego de imágenes en La Noche del 10. “¿Si tuvieras que decirle algo en el cementerio, qué le dirías?”, pregunta Maradona. “Gracias por haber jugado al fútbol”, responde Diego. Muchos buscaron “diferenciar” al crack del personaje, a Diego de Maradona, como si algo así pudiera haber sido posible.

A Garrincha le decían “Alegría del Pueblo”. Su final, como contó Ruy Castro en el libro Estrella Solitaria, fue de una tristeza insondable, hinchado y dopado por los medicamentos para contener el alcohol y la depresión. Ídolo sacrificial. Tal vez Diego haya querido alguna vez dejar de ser Maradona. Y tal vez haya sido tarde. “A mí —dijo una vez el escritor argentino Roberto Fontanarrosa— no me importa lo que Maradona hizo con su vida. Me importa lo que hizo con la mía”. Y lo que hizo con la de millones más. En Argentina, en Nápoles o en la India. Donde sea que se ame el fútbol.

 

La muerte de Dios

Juan Villoro / Reforma

 

Diego Armando Maradona se refería a Dios como si fuera un compañero de equipo: «el Barbas». Es posible que incluso se sintiera superior, pues nadie ha confirmado que Dios sea zurdo y esa singularidad distingue a ciertos grandes de la cancha. No en balde Roberto Rivelino incomodó a Pelé con esta frase: «Te hubiera gustado ser zurdo, ¿verdad?»

Todo en la vida del Pelusa propició la épica y el drama. Nació en el Hospital Eva Perón como un anuncio de que formaría parte de los iconos argentinos. En los llanos de Villa Fiorito burló al destino con el balón en los pies. Uno de sus hermanos lo describió como «un marciano». Pero no fueron sus habilidades circenses las que lo llevaron a la gloria. Maradona entendió que su singularidad servía para un deporte de conjunto; requería del apoyo de los otros, no necesariamente para pasarles la pelota, sino para que los contrarios pensaran que podía pasárselas. Engañaba a los rivales con sus fintas y a los compañeros con su apoyo, convenciéndolos de ser superiores. No es casual que sus máximas hazañas ocurrieran en equipos por los que nadie daba un quinto, la Argentina de Bilardo y el Nápoles, que llevaba décadas de sequía.

La adversidad era una especialidad alemana hasta que llegó Maradona. Las heridas y el mal clima engrandecen a la Mannschaft. Como buen latinoamericano, Diego sabía que las caídas son posibles. Lo singular es que las convirtió en estímulo. Líder rebelde, apostó contra la evidencia. Fracasó en el acaudalado Barcelona y triunfó con oncenas alimentadas de desprecio. En la final de México ’86 enfrentó a Alemania, curtida en múltiples tragedias, y demostró que Argentina sabía sufrir mejor.

En ese mismo Mundial disputó el primer partido entre Inglaterra y Argentina después de la guerra de las Malvinas. Ese día hizo dos goles de museo: un crimen perfecto, que bautizó como «la mano de Dios», y un prodigio deportivo, burlando a cinco súbditos de la Corona.

Su 1,62 de estatura y su tendencia al sobrepeso no le daban porte de atleta, pero en cualquier circunstancia mostraba picardía. Vestido de smoking, parecía listo para rematar de córner.

Jorge Valdano ha dicho con acierto que Messi es «Maradona todos los días». El Pelusa no fue un genio crónico; aguardó los momentos culminantes para ejercer su magisterio. La estadística favorece a otros ídolos, pero nadie ha conectado con la tribuna como él.

Cuando llegó a Culiacán para entrenar a Dorados, en 2018, el equipo ocupaba un triste lugar en la división de ascenso. Diego venía lastimado por sus abusos físicos, hablaba con trabajo, apenas se podía mover; sin embargo, conservaba una pasión infantil por el juego. En forma milagrosa llevó a Dorados a dos finales consecutivas. Su principal recurso técnico fue su magnetismo.

Personaje ditirámbico, no se privó de ningún exceso. Se casó en el Luna Park de Buenos Aires, que es como casarse en la Arena México; en España ’82 fue víctima del italiano Gentile, que negó su nombre pateándolo con una constancia que ameritaba la intervención de Amnistía Internacional; le mentó la madre al estadio de Roma cuando abucheaba el himno argentino en la Final de Italia ’90; criticó a la FIFA con razón y sin miramientos, y fue escogido para el examen de antidoping en Estados Unidos ’94 (dio positivo por haber tomado efedrina, que ayuda a respirar, pero no a patear de chanfle); convirtió a Fidel Castro en el segundo «Barbas» de su preferencia; condujo el programa La noche del 10, confesionario televisivo donde lloraba y hacía llorar; no le pareció contradictorio promover el comunismo mientras viajaba en jet privado; enfrentó alegatos de paternidad; pasó por un surtido de adicciones y se sometió a las inyecciones de médicos sin escrúpulos. Adorado por la gente, se malquistó mil veces con la prensa. Turbulento e injustificable fuera de la cancha, fue el más entregado dentro de ella.

Nápoles, enclave de la ópera, le brindó un escenario perfecto. Estuve en el estadio San Paolo cuando Argentina eliminó a Italia en el Mundial de 1990. El público veneraba al redentor que les había dado el scudetto. En las calles, el nombre de Garibaldi era tachado para poner el del 10 napolitano y la mejor pizza de cada restaurante se apellidaba Maradona. Antes de aquel partido contra Italia, Diego mostró su habilidad para influir en la opinión pública. Recordó a los italianos del sur que la Italia del norte los detestaba. Su arenga tenía este sentido: «Cuando jugamos en Milán, vemos pancartas que dicen: ‘Africanos, lávense los pies’. La Italia pobre se fue a Argentina y ahora regresa con los nombres de Caniggia y Maradona» El 10 fue capaz de dividir a un país. Como el destino es caprichoso, el partido terminó en empate y todo se resolvió en penales. Los argentinos fueron puntualmente silbados. Llegó el turno de Maradona y un silencio reverencial se apoderó del estadio. El dios de los pies pequeños anotó con virtuosa displicencia y el público aplaudió con lágrimas en los ojos. ¡Un libreto para Giuseppe Verdi!

Hay circunstancias extrañas en que una persona es un pueblo.

De manera emblemática, la autobiografía del astro lleva el título de Yo soy el Diegode la gente.

Ningún otro futbolista ha merecido la devoción de MaraDios. Encumbrado como ídolo no dejó de equivocarse como hombre. Durante sesenta años vivió con pasión desaforada. No podemos esperar que descanse en paz.

Los mitos no mueren, pasan a otra cancha. En compañía del «Barbas», Diego volverá a chutar.

 

 

Mi Maradona, el que le habla a mi oído izquierdo

Ayelén Pujol / La Nación

Tengo a Maradona adentro. Así como leen: está conmigo, aparece y desaparece; me habla cuando, en una cancha de fútbol, tengo la pelota. Siento su cuerpo que me camina por el pecho -a veces corre y a veces se tira a disfrutar- y su voz aparece cerquita de mi oído izquierdo. Es la primera vez que lo cuento, pero me pasa desde que tengo uso de razón. Desde la vez que lo vi en los ojos de mi papá, cuando se jugaba el Mundial 1986 y yo era una nena que empezaba a patear. Aquel 22 de junio no miré la tele:Diego estaba en los ojos de mi viejo, era fino, veloz y parecía un bailarín que, en esas pupilas, iba gambeteando rivales. Mi viejo me cortó la mejor escena: no vi la pelota entrar porque se puso eufórico, los ojos se le fueron, y Maradona también. Mi casa fue un caos de papá y sus amigos, borrachos, celebrando delante de nuestro 20 pulgadas. Nadie me lo contó: a uno de ellos, ruludo, gordo y barbudo, se le salía la saliva de la boca de la excitación.

Mi Maradona empezó a hablarme desde que pateo. En los partidos del barrio me arengaba a gambetear. Cuando algún pibe venía a marcarme, Diego me apuntaba: «Pasalo». «Escondele la pelota». «Amagale, quebrale la cintura y andá para el otro lado». «Tirale un caño». En los tiros libres mi pie zurdo hacía lo que Diego señalaba. No le cuestionaba absolutamente nada. De grande me daría cuenta de que calzamos lo mismo.

Siempre me pregunté por qué Diego me había elegido, aunque una vez, cuando tenía 8, una nena que no conocía dijo en una charla con otras chicas que ella tenía a Maradona adentro. La miré fijo, como quien revela un pecado que no confesaría nunca, y observé cómo reaccionaba el resto. Las otras se asustaron. Ella insistió. Se asustaron más. Yo estaba dura, mis ojos se movían en círculo. Una fue a buscar a la mamá y después de eso nos fuimos cada una a su casa. No sé qué pasó con aquella nena. Pero me quedé con la duda. Entonces, ¿Diego estaba en todas?

Tenía -tengo- en mi cuerpo al mejor libretista. Diego aparecía como un rayo para intervenir ya no sólo en la cancha. En la mesa familiar era el que se peleaba a gritos, con rabia, con mi papá, que aborrecía los demonios del Diez. Maradona le contestaba todas las acusaciones. Que fanfarrón, que altanero, que mal ejemplo, que negro villero, que drogadicto.Sufríamos aquellos días, Diego y yo, hasta que dábamos el portazo y nos llevábamos la angustia a otro lado.

No sé si se entiende. Diego dijo, en la mesa de mi casa, con mi papá sentado en la punta, que ahí, acá, nadie le hablara de ejemplos: «Si están todos más sucios que un bidet».

En el colegio, los nenes les decían a sus mamás que yo era Maradona. ¿Se darían cuenta? Mi partenaire me enseñó la gambeta, los jueguitos, tirar el centro de rabona cuando te queda el perfil cambiado. Me enseñó a defenderme. Era Maradona el que me empujaba a contestarle a mi abuela,que me decía que no tenía que jugar al fútbol sino ser más señorita. El que me hacía ir a las piñas con algún pibe del barrio que se pensaba que porque era varón y estábamos en el potrero me podía tocar el culo. Era el mismísimo Diego, el que furioso desde mi oído izquierdo, me instaba a rechazar los varonera, los machona, los tortillera que recibía por jugar a la pelota.

Tener a Maradona adentro fue aprender a hacer de la rabia un combustible. A luchar contra las injusticias. A jugar en equipo. A estar con los y las débiles, con las y los oprimidos: «Sacando a los afganos, los que más sufren son los argentinos», me susurró una noche antes de dormir.

Maradona era -es- amar a la selección, la camiseta, el club. El país. Era -es- el orgullo por el barrio, por los y las laburantes, por los y las jubiladas, por las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Y era, claro, el Diego maldito.El violento, el que no reconocía hijos, el de los abusos, el de la masculinidad dañina: para él y para todas.

Era -es- las miserias. El mundo adulto dura mil veces más que la infancia.Y se hace largo. Perdí la cuenta de las ocasiones que intenté hablarle, de las mil maneras en las que le pregunté: «¿Por qué hacés esto, Diego?».

Ahora juego mal. Tengo casi 40, se me escapan tortugas. En este último tiempo, Maradona me hablaba cada vez menos. Debía estar cansado. Este miércoles 25 de noviembre se fue y todavía no salgo del shock: me muevo y me toco el pecho, pero no lo siento en el cuerpo, me parece que no respira.

Muchas mujeres quisimos ser como vos, Diego.Cracks del fútbol mundial, populares, ídolas irreverentes, estar del lado de los vulnerados y dibujar el Gol del Siglo contra Inglaterra en un Mundial. Escupir a la FIFA. Calentar antes de un partido y bailar con Live is life, volvernos videos virales, convertirnos en maestras del fútbol y en eternas. Ser mito.

Te vas cuando todo eso empieza a ser posible, ahora para nosotras también.

 

 

Diego Maradona: demasiado grande para sentir lástima

Janan Ganesh / Financial Times

 

El gol comienza con la versión biomecánica del giro de tres puntos de un automóvil para desplazarse en sentido contrario. Un paso más allá del inglés que se acerca, un giro más allá del siguiente, luego uno para huir de ambos, de modo que mire, digamos, al sureste, oeste y noreste en el espacio de dos segundos y dos metros cuadrados. A partir de ahí, su carrera de 40 yardas tiene un aire banal, por lo que tres más de los mejores de Su Majestad son engañados por mera diversión hasta que el césped literalmente se acaba y él debe incurir en el vulgarismo de anotar.

Suena mal que una vida de 60 años se condense tan a menudo en un gol, por exuberante que fuera, en la Copa del Mundo de 1986. Pero aun así es mejor que recordar a Diego Maradona como un cuento con moraleja, sobre la fama, la riqueza y el desarraigo de la propia casa. Estas cosas lo hincharon y mancharon. Condujeron a su cerco en Nápoles por alguna gente con mala voluntad y otros con demasiado amor. Pero también lo sacaron a él y a su numerosa familia de esa sombría choza en (qué nombre tan cruelmente bonito) Villa Fiorito.

Fue una vida de ascenso astronómico. Proyectará generaciones de maradonas provenientes de la premodernidad que conoció de niño. En el camino devolvió la moral a Argentina tras la goleada en Malvinas y el orgullo del Mezzogiorno contra la altanería piamontesa. Permitan no aferrarnos a la decadencia, ni nos pregunten «si valió la pena».

No se trata de disimular sus angustias en medio de una niebla de cocaína. O los males que les hizo a los demás. Y 60, como dicen, con sentido, si no verdad estricta, no es edad. Pero, ¿cómo comparar estas cosas con el sufrimiento que podría haber tenido lugar en una vida paralela, donde su sentido del balón era menos sedoso, los exploradores menos deslumbrados y el éxito menos próximo? Hay descuido analítico, no solo piedad, en el tropo de que la fama y la riqueza son corrosivas. ¿Corrosivo en comparación con qué?

No son solo los obituaristas, un grupo inevitablemente sensiblero, los propensos a estas cosas. Asif Kapadia es el mejor documentalista de su generación por tal margen que cuesta pensar en el subcampeón. Sin embargo, por razones que no pude ubicar en ese momento, su película de 2019 sobre Maradona no cumplió con sus antecedentes sobre Oasis y Ayrton Senna.

Al repasarlo esta semana, veo que no es menos ingenioso en su metraje de archivo, no menos rico en su evocación de lugar. (En la era de la psiquiatría pop, los documentales, como las novelas, se pierden en la interioridad).

El problema resulta ser un déficit de alegría. Es Maradona el Trágico quien sale sobre Maradona el grandioso o lúdico. Incluso admitiendo que es menos citable que los Gallagher (cuyo encuentro con él es una anécdota que vale la pena buscar en Google), está sumido en la eterna noche napolitana. La quemadura luminosa del Estadio Azteca en 1986, donde dos jugadores ingleses ahora dicen que tuvieron que dejar de aplaudir Ese Gol, se va demasiado pronto. También lo hacen los años de Tyro en Argentinos Juniors y Boca.

Quizás estoy amargado por haber perdido lo mejor de él. Después de «Babangida», el líder de Nigeria en ese momento, «Maradona» es el primer nombre de un personaje público que recuerdo haber escuchado. Cuando me mudé al Reino Unido era una figura espectral para nuestra generación, ya que el fútbol extranjero escaseaba en la televisión. Para cuando se extendió en la década de 1990, él era Elvis de la era de la trilogía estadounidense: papada, conmovedor, sudoroso.

Dejo a los lectores mayores, entonces, dónde se encuentra en el salón de los dioses del deporte. Mi sensación es que Lionel Messi ha sido más devastador durante mucho más tiempo. Si no fuera por ese aire de frialdad, y por lo tanto su fracaso en «trascender» el deporte, más lo colocaría en la cima. Solo Maradona les habría pedido a los napolitanos que animasen a Argentina contra Italia para enfrentarse al estirado norte. Solo Messi marca y asiste tan metronómicamente como él. Nuestro gusto por el carisma distorsiona lo que debería ser un juicio técnico.

Donde no se puede tolerar la disidencia es en la historia más conmovedora. Si bien muchos futbolistas salen de las terribles dificultades, el ascenso del valle a la cima de Maradona podría ser el más vertiginoso de todos. Qué triste, qué del primer mundo sería convertirlo en una parábola, en Scarface, sobre si el éxito es todo lo que se dice que es. Por supuesto que es. «No había nada trágico en él», tuiteó Piers Morgan esta semana, exagerando el caso pero aproximándose a la verdad.

Además, mirando a nuestro alrededor, muchos de nosotros parecemos capaces de autodestruirnos sin la circunstancia atenuante de la fama galáctica. «Metáfora de mi país», me dijo un amigo argentino en un mensaje de texto el miércoles, sobre los defectos y glorias del fallecido. Y de la especie.

 

 

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Por eabarzua

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