Por Sam Walker
La teoría del capitán (capítulo dos)
La importancia de los «tíos pegamento»
Boston, 1957
En el séptimo partido de las finales de la NBA de 1957, con su equipo perdiendo ante los Boston Celtics por un punto, y cuando quedaban solo unos cuarenta segundos de juego, Jack Coleman, de los St. Louis Hawks, recibió un pase de contraataque en el centro del campo, solo. Es la clase de regalo más improbable del baloncesto.
Cuando Coleman se volvió para correr hacia la canasta contraria, encontró su camino milagrosamente despejado. No había un solo jugador de los Celtics a su alrededor. Nadie de entre todos los presentes podía imaginar un escenario en el que sus acciones no se tradujeran en una canasta indiscutible y potencialmente decisiva.
Durante los 47 minutos y 20 segundos anteriores, los dos equipos se habían enfrentado en un partido palpitante, aguerrido e imprevisible marcado por grandes golpes, grandes réplicas y un marcador furiosamente igualado. La atormentada multitud de espectadores del viejo Boston Garden —algunos de los cuales habían acampado toda la noche para conseguir entradas— fumaba tal cantidad de cigarrillos que el techo estaba cubierto de una grasienta neblina beis.
Cuando Coleman cruzó la línea de tiros libres, levantó los pies y estiró el brazo para lanzar una bandeja, la mayoría de los jugadores de los Celtics se quedaron mirando, reservando sus fuerzas para lo que con toda seguridad vendría a continuación: una desesperada lucha por salvarse.
Pero justo cuando la pelota se separó de las yemas de los dedos de Coleman, un gigantesco torbellino con camiseta blanca la arrolló por detrás. El torbellino golpeó el balón cuando lo soltó la mano de Coleman, le dio de lleno, lo estampó contra el tablero y quedó de nuevo en juego, donde lo recuperó un jugador del Boston. De algún modo, y a pesar de las apabullantes probabilidades en favor de Coleman, había intervenido alguna fuerza de la providencia divina para mantener vivos a los Celtics.
No se conserva ninguna grabación de esta jugada —por entonces los canales de televisión no le veían ningún sentido a difundir los deportes en vivo—, pero sí existe la retransmisión radiofónica, y en ella Johnny Most, el locutor de Boston célebre por su voz de sapo, no puede contenerse. «¡Tapón de Russell! ¡Tapón de Russell!» A pleno pulmón. «¡Ha aparecido de la nada!»
Con algo más de dos metros cinco de estatura, Bill Russell, el pívot novato de veintitrés años de los Celtics, no era el más alto de los hombretones de la NBA. Flaco y desgarbado, nunca dio la impresión de tener un control total sobre sus miembros. Había ganado un par de títulos de la NCAA (la liga de baloncesto universitaria) en los años anteriores y había ayudado a la selección estadounidense a ganar una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1956, pero los aficionados de Boston todavía no habían llegado a conocerlo. No sabían de lo que realmente era capaz… hasta entonces.
Más de cincuenta años después, la «jugada Coleman» —como pasó a conocerse el tapón de Russell— todavía se considera una de las mejores acciones defensivas de toda la historia de la NBA, no solo por la gravedad de las circunstancias (los escasos segundos que quedaban en un séptimo partido de las finales), sino por la mera imposibilidad de la hazaña. El punto donde Coleman cogió la pelota se hallaba a unos catorce metros de la canasta de Boston. Con una salida lanzada, Coleman habría necesitado solo alrededor de tres segundos para cubrir la distancia. El punto en el que Russell inició su persecución (debajo de la canasta opuesta) debía de estar a más de 28 metros de distancia. Para alcanzar a Coleman, según mis cálculos, Russell habría tenido que acelerar desde cero hasta alcanzar una velocidad media de unos 9,5 metros por segundo, o 34 kilómetros por hora. Para hacerme una idea de lo que eso significa, eché un vistazo a los resultados de la final de cien metros masculina en los Juegos Olímpicos del año anterior. El tiempo ganador fue de 10,62 segundos. Si Russell hubiera mantenido la misma velocidad media durante cien metros, los habría completado en 10,58 segundos, ganando la medalla de oro por muy poco. Bob Cousy, la estrella de los Celtics y por entonces capitán del equipo, lo calificó como «el acto físico más increíble que he visto nunca en una cancha de baloncesto».
Inspirado por la pasión de Russell, Boston llegó a vencer por 125-123 en una doble prórroga, lo que les valió su primer título de la NBA.
En las doce temporadas siguientes, incluyendo aquella, el equipo bebería de esa clase de energía inquebrantable para ganar otros diez títulos de la NBA, ocho de ellos seguidos. Durante aquella racha, los Celtics jugaron otros nueve séptimos partidos decisivos en diferentes fases de los playoffs, y los ganaron todos.
Cuando me propuse identificar a los mejores equipos en la historia de todos los deportes, intuía que tendría que formular muchos juicios difíciles basados en márgenes muy estrechos entre diversos finalistas. También sabía que habría otras cosas que resultarían más sencillas. La decisión más fácil de todas fue incluir a los Boston Celtics de 1956-1969.
Dado que ganaron más campeonatos durante un periodo más largo que ningún otro equipo del nivel uno, los Celtics me parecieron un excelente equipo con el que empezar. Si había alguna característica que compartían todos aquellos grupos excepcionales, los Celtics debieron de tenerla a carretadas.
Empecé por examinar las estadísticas del equipo para ver en qué aspectos del juego sobresalían. De inmediato puede comprobar que los Celtics eran cuantitativamente extraordinarios, pero no de la forma que yo esperaba. Boston no lideraba la NBA en número de puntos anotados por partido, en los pocos que permitían anotar a sus oponentes o en la media entre unos y otros. La tasa de victorias en temporada regular a lo largo de aquellos trece años (0,705) y su tasa de victorias en los playoffs (0,649) constituían unas marcas excelentes, pero estaban por debajo de las alcanzadas por otras dinastías de la NBA. Según las puntuaciones Elo correspondientes a las temporadas regulares compiladas por el sitio web FiveThirtyEight, solo una de sus once plantillas de campeones logró situarse entre las primeras 50 de la historia de la NBA.
Y lo que resulta aún más curioso: los criterios de medición avanzados que utilizan los estadísticos para medir las aportaciones de cada jugador mostraron que los Celtics nunca tuvieron a ningún miembro concreto cuyo rendimiento aislado se clasificara entre los mejores de la historia. Ningún jugador de los Celtics lideró la NBA en tantos anotados durante toda su racha de títulos. En siete de sus once temporadas como campeón el equipo no colocó a un solo anotador ente los diez primeros. De modo que no tardé en dejar de lado las estadísticas para buscar otras explicaciones.
Parte del mérito por el éxito de los Celtics correspondía sin duda a Red Auerbach, el entrenador fogoso, gregario y fumador empedernido que reunió aquel equipo. Auerbach había ganado el 63 por ciento de sus partidos con otros dos equipos distintos antes de hacerse cargo de los Celtics, y se lo consideraba muy bueno a la hora de motivar a su gente. Pero nunca había ganado un título hasta que se desató la racha de Boston en 1957; de hecho, los años anteriores el equipo, también con él, había terminado con un registro de derrotas en las eliminatorias. No había evidencia alguna de que Auerbach se hubiera convertido de repente en un genio táctico: los Celtics del nivel uno utilizaban una estrategia de ataque básica y el entrenador daba a los jugadores la libertad de improvisar en la cancha. El mayor cambio por lo que respecta a la influencia de Auerbach se produjo en 1966, cuando se retiró como entrenador del equipo para convertirse en su director general. Los Celtics ganaron otros dos títulos sin él.
Ni siquiera el patriarca del equipo, su apreciado e innovador propietario, Walter Brown, que fue quien contrató a Auerbach y aprobó sus fichajes, estuvo presente durante las trece temporadas que duró la obra maestra de Boston, ya que murió en 1964.
Todo esto resultaba confuso. Si la explosión de grandeza de los Celtics no tenía nada que ver con el predominio estadístico, el talento de sus estrellas o la existencia de un conjunto de jugadores con una habilidad insólita, ni era el producto de un entrenamiento y una dirección coherentes y excelentes, entonces ¿a qué se debía?
Hay cero posibilidades de que los Celtics solo hubieran tenido suerte: su periodo como prodigios fue demasiado largo para eso. La única explicación que me parecía plausible era que aquel equipo, como los húngaros de la década de 1950, era mejor, de algún modo, que la suma de sus partes. Por difuso que esto pueda sonar, debía de haber un raro vínculo entre los jugadores que se traducía en un rendimiento superior por parte de unas personas que en otras circunstancias no habrían logrado.
La expresión «química de equipo» se ha utilizado con tanta frecuencia que ha llegado a ganarse un puesto prominente en el salón de la fama de los clichés deportivos. Pero juro que yo no tenía ni idea de lo que significaba. ¿Tenía que ver con cuánto tiempo llevaban jugando juntos un determinado grupo de deportistas y lo bien que podían prever los próximos movimientos de sus compañeros? ¿Guardaba relación con la medida en que sus puntos fuertes superaban a los débiles? ¿O era un reflejo de lo bien que se caían unos a otros todos los miembros del equipo y lo maravillosamente que se llevaban?
La idea básica subyacente a la «química» es que la dinámica interpersonal de un equipo tiene cierto impacto en su rendimiento. En los equipos con buena química —según esta concepción—, los miembros se consideran una familia y se comportan con un mayor sentido de la lealtad mutua que resulta beneficioso a la hora de competir. El legendario entrenador de fútbol americano Vince Lombardi, que llevó a los Green Bay Packers a ganar cinco títulos de la NFL en la década de 1960, era un gran defensor de esta idea. «El compromiso individual en un esfuerzo de grupo —dijo en una ocasión— es lo que hace funcionar a un equipo, a una empresa, a una sociedad y a una civilización.»
Seguramente hay algo de cierto en ello. Muchos grandes equipos a los que he visto actuar en persona disfrutaban de un alto nivel de camaradería, ya fuera a la hora de jugar en el campo o a la de sentarse a echar una partida de póquer en calzoncillos. Cuando los científicos han examinado diferentes equipos en otros contextos, como el mundo empresarial o el ejército, han observado que, cuanto más cohesionado y positivo se percibe un grupo a sí mismo, mejor será su rendimiento en numerosos aspectos, desde cumplir objetivos de ventas hasta compartir información, pasando por fomentar los actos individuales de valor en el campo de batalla. Pero ¿de dónde viene esa cohesión? Y más allá de eso, ¿es la cohesión la causante del éxito de un equipo como los Celtics o, por el contrario, es un producto de dicho éxito?
La mayoría de los equipos del nivel uno contaban con un núcleo de jugadores que permanecieron juntos durante todo su periodo de éxito y llegaron a ser extraordinariamente eficientes a la hora de coordinarse en el juego. Pero este tipo de continuidad en el tiempo de los diversos miembros no se limita a los equipos de este nivel: muchos otros tienen plantillas estables pero no han logrado obtener el mismo nivel de resultados. De hecho, por cada equipo de nivel uno que parecía estar estrechamente unido, con jugadores de procedencias similares que entablaban amistades para toda la vida, había otro que de vez en cuando se había visto desgarrado por disputas y divisiones internas. No veía que hubiera un patrón en ello.
En el caso de los Celtics había otro problema con la idea de que su éxito se derivara de la química de equipo. Su dominio se prolongó durante tantos años que desde el principio hasta el final la plantilla cambió casi por completo. Ello sugiere que también cambió la dinámica interna del equipo.
Hubo, sin embargo, dos jugadores cuyas trayectorias coincidieron de forma precisa con la racha ganadora del equipo. Uno de ellos fue Bill Russell.
Antes de que este llegaran a Boston en 1956, los Celtics nunca habían ganado ningún título de la NBA. En su primer año —aquel en el que puso un tapón a la bandeja de Jack Coleman en el séptimo partido de las finales— las cosas cambiaron. Luego, doce años más tarde, después de ganar el campeonato número once, Russell se retiró del baloncesto y dejó que el equipo se las arreglara sin él. Los Celtics se desmoronaron de inmediato, sufriendo su primer registro perdedor de la temporada en veinte años. La coincidencia de estos acontecimientos resultaba tan misteriosa que empecé a alimentar una idea radical. Me pregunté si el catalizador no había sido el propio Russell.
Examinando los diferentes aspectos de la «jugada Coleman», no cabe duda de que fue un acto físico asombroso. Pero había otra cosa que destacó más en aquel momento: fue una expresión suprema de deseo. En los instantes transcurridos antes de iniciar su persecución, Russell, un hombre de veintitrés años que jugaba el partido más importante de su vida, acababa de fallar un mate que habría dado una ventaja de tres puntos a su equipo. Desde donde él se encontraba, había aficionados en la quinta fila con mejores probabilidades de detener a Coleman. Russell no había salido volando porque alguien esperara que lo hiciera, sino porque no podía soportar ver perder a su equipo.
Cuanto más estudiaba a Russell, más esencial me parecía su papel en los Celtics. En 1963, cuando se retiró Bob Cousy, Russell pasó a ser el capitán del equipo. Tres años después, cuando Auerbach dejó el puesto de entrenador, los Celtics se habían convertido hasta tal punto en una extensión de la personalidad de Russell que este fue nombrado jugador-entrenador. Russell no solo había provocado la chispa que desencadenó la explosión de títulos de su equipo, sino que además lo habían designado su líder.
Por capricho, decidí hacer una lista de los nombres de los principales jugadores-líderes de aquellos dieciséis equipos para ver si alguna de sus trayectorias profesionales también coincidía con cierta exactitud con el rendimiento óptimo de sus equipos. He aquí los nombres:
Syd Coventry, Collingwood Magpies
Yogi Berra, New York Yankees[4]
Ferenc Puskás, selección masculina de fúbol, Hungría
Maurice Richard, Canadiens de Montreal[5]
Bill Russell, Boston Celtics[6]
Hilderaldo Bellini, selección masculina de fútbol, Brasil[7]
Jack Lambert, Pittsburgh Steelers[8]
Valeri Vasíliev, selección masculina de hockey sobre hielo, Unión Soviética[9]
Wayne Shelford, selección masculina de rugby 15, Nueva Zelanda[10]
Mireya Luis, selección femenina de voleibol, Cuba
Rechelle Hawkes, selección femenina de hockey sobre hierba, Australia[11]
Carla Overbeck, selección femenina de fútbol, Estados Unidos[12]
Tim Duncan, San Antonio Spurs[13]
Carles Puyol, Futbol Club Barcelona
Jérôme Fernandez, selección masculina de balonmano, Francia[14]
Richie McCaw, selección masculina de rugby 15, Nueva Zelanda[15]
Los resultados de este pequeño ejercicio me dejaron perplejo. Los Celtics no eran el único equipo cuyo rendimiento en el nivel uno se correspondía de algún modo con la llegada y la marcha de un jugador en concreto. De hecho, eso ocurría en todos. Y con una misteriosa regularidad esa persona era, o acababa siendo, el capitán.
La racha de títulos de los Magpies, por ejemplo, se inició el año en que Syd Coventry reemplazó al capitán titular del equipo, mientras que los años de gloria del equipo de hockey soviético empezaron cuando Valeri Vasíliev fue designado su líder. Las capitanías de Rechelle Hawkes en la selección femenina de hockey sobre hierba de Australia y de Mireya Luis en la de voleibol femenino cubano también coincidieron de forma precisa con los periodos de sus equipos en el nivel uno. En el caso de los Canadiens de Montreal, la selección de rugby de Nueva Zelanda en 1987-1990 y la selección femenina de fútbol de Estados Unidos a finales de la década de 1990, sus épocas de mayores logros terminaron en el momento en que se marcharon quienes habían sido sus capitanes durante largo tiempo.
Dependiendo del equipo y del deporte de que se trate, la persona que ostenta el brazalete o lleva la letra «C» cosida al uniforme es elegida a veces por sus compañeros de equipo y a veces por el entrenador. En unos pocos casos se rige por la veteranía. Algunos equipos de fútbol americanos eligen a capitanes diferentes para cada partido, mientras que otros prescinden por completo de ellos. En el críquet, el capitán tradicionalmente lleva la voz cantante en el campo de juego, eligiendo a los boleadores, estableciendo el orden de bateo y decidiendo cómo se posicionan los jardineros, entre otras cosas. En algunos deportes la capitanía implica un pequeño incremento de la paga, pero en su mayor parte se trata de un honor que conlleva un puñado de responsabilidades suplementarias.
El componente crucial de la tarea es de naturaleza interpersonal. El capitán es la figura que gobierna en el vestuario, hablando a los compañeros de equipo como iguales, aconsejándolos dentro y fuera del campo, motivándolos, cuestionándolos, protegiéndolos, resolviendo sus disputas, haciendo cumplir las normas, inspirando temor en caso necesario y, sobre todo, marcando las pautas con sus palabras y sus actos. Como Sean Fitzpatrick, de la selección neozelandesa de rugby de 1986-1990, dijo una vez de su capitán, Wayne «Buck» Shelford: «Era un tío por el que podías poner la mano en el fuego, porque tenía algo especial».
Cuando se pregunta a los entrenadores de béisbol por los secretos de la cohesión de los equipos, suelen responder utilizando la palabra «pegamento». Los diccionarios no recogen ninguna acepción que refleje este uso concreto del término, pero pretende describir la cualidad intangible de lo que fusiona a los miembros de un equipo. En el béisbol, donde los equipos compiten durante nada menos que ocho meses al año y pueden jugar cerca de doscientos partidos entre pretemporada y postemporada, la unión resulta fundamental. Es el «pegamento» el que en principio impide que los equipos se escindan en camarillas o se desgarren por los egos personales. Hay, no obstante, otro viejo uso del término que también viene a la mente. Cuando determinados jugadores se dedican a dar cohesión al equipo, los entrenadores de béisbol los denominan «tíos pegamento».
En su libro de 2015 sobre el liderazgo, Alex Ferguson, el legendario exentrenador del Manchester United, se hacía eco de la idea de que un jugador influyente puede aportar cohesión a todo un equipo. Una vez que empieza un partido, el entrenador ya no influye en el resultado. «En el campo, la persona responsable de asegurarse de que los once jugadores actúen como un equipo es el capitán del equipo —escribía—. Aunque imagino que algunas personas creen que se trata de una labor testimonial, nada más lejos de la realidad.» En términos empresariales —añadía Ferguson—, un capitán elegido para transmitir las intenciones del entrenador al equipo es el equivalente al gerente a la hora de dirigir un departamento. «Él es la persona responsable de asegurarse de que se cumple el plan de la organización.»
Ferguson no es el único entrenador famoso que ha planteado esta cuestión. Mike Krzyzewski, de la Universidad de Duke, que ha ganado más partidos que ningún otro entrenador en toda la historia de la primera división del baloncesto universitario, escribió una vez que, aunque el talento y el entrenamiento son esenciales, el secreto de la grandeza está en otra parte: «El ingrediente más importante una vez que tienes el talento es el liderazgo interno. No son tanto los entrenadores como un miembro o miembros del equipo que establecen unos estándares más elevados de los que normalmente establecería el equipo por sí mismo».
No cabe ninguna duda de que Bill Russell tenía unos estándares elevados. Desde su tenaz e incansable juego en el campo hasta el hecho de que antes de los partidos se pusiera tan nervioso que solía vomitar en el vestuario, nunca parecía relajarse. Podríamos decir sin temor a equivocarnos que era uno de los «tíos pegamento» de los que hablan los entrenadores de béisbol. Pero ¿es posible que Russell o cualquier otro jugador pueda generar por sí solo la clase de contagio místico que permite a un equipo jugar más allá de su capacidad natural?
Todo esto apuntaba a una idea que yo nunca había considerado con detenimiento: ¿sería posible que lo único que elevara a un equipo al 0,001 por ciento de los mejores de la historia fuera el líder de sus integrantes?
Esta idea se me ocurrió en una fase tan temprana del proceso, y resultaba tan seductoramente simple, que hizo que me sintiera incómodo. Acababa de empezar mi investigación, y no creía que el ingrediente secreto de los más grandes equipos deportivos del mundo pudiera ser tan fácil de detectar. Además, no podía entender cómo un solo miembro de un equipo podía elevarlo tanto y mantenerlo ahí durante tanto tiempo. Pensé en algo que escribió una vez H. L. Mencken: «Siempre hay una solución conocida para todo problema humano; ingeniosa, plausible, y equivocada».
Yo sabía que no había ninguna forma empírica de medir la influencia de un capitán. Para poder justificar el éxito de aquellos equipos del nivel uno a través de la «teoría del capitán», sabía que tendría que identificar un puñado de rasgos que aquellos hombres y mujeres compartieran, más allá de qué deporte practicaran. La teoría solo se podía sostener si sus temperamentos, manías personales y formas de actuar encajaban en algún tipo de pauta discernible.
Antes de emprender aquel viaje, no obstante, me tropecé con otro obstáculo, más inmediato, a la teoría del capitán. Cuantas más cosas descubría sobre la personalidad de William Felton Russell, menos parecía adecuarse a mi idea de cómo son los grandes líderes.
Para ser claros, no parecía tener madera de capitán.
El problema de Russell empezaba en el terreno de juego, donde —pese a ganar más campeonatos de la NBA que nadie, defender con ferocidad, lograr la que entonces era una cifra récord de 21.620 rebotes en su carrera y ser escogido miembro del Salón de la Fama el primer año en que reunió los requisitos para ello— no anotaba demasiados tantos. Con una media de 15,1 puntos por partido a lo largo de toda su carrera, nunca llegó a liderar a los Celtics en ese aspecto. En una época en que la mayoría de los equipos estructuraban sus ataques a través del pívot, esto hacía que el caso de Russell resultara extremadamente inusual. Lejos de cargar con la responsabilidad anotadora, había cedido ese papel vital a sus compañeros de equipo.
Aunque dotado de una velocidad, resistencia y capacidad de salto fuera de lo común, Russell nunca fue una gran promesa. Había mostrado tan poca coordinación en el instituto y tenía unos fundamentos tan pésimos que el único programa universitario donde lo admitieron fue el de la Universidad de San Francisco, que ni siquiera contaba con su propio gimnasio. Aun después de que Russell guiara al equipo hasta las 55 victorias consecutivas y dos inesperados títulos universitarios, algunos cazatalentos de la NBA mostraron recelos a la hora reclutar a un pívot que tenía problemas para driblar y que tampoco era un tirador especialmente dotado.
Lo que distinguía a Russell en la cancha era su dedicación al juego cuando su equipo no tenía la posesión de la pelota. En la década de 1950 se enseñaba a los defensas de baloncesto que nunca separaran los pies del suelo. Russell no solo se elevaba en el aire para bloquear tiros, sino que lo hacía en algunos que la mayoría de la gente consideraba imposibles de bloquear. Concentraba sus esfuerzos en anticiparse a los rebotes, cerrar el paso, interceptar pases y poner y evitar bloqueos con su cuerpo. Según los criterios defensivos modernos, la marca de Russell en «contribuciones defensivas a la victoria» en toda su carrera es la mejor en toda la historia de la NBA, y con un 23 por ciento de margen.
No obstante, la mentalidad defensiva de Russell no se quedaba en la cancha. Permeaba también en el modo en que interactuaba con el público. Una y otra vez, Russell provocaba aludes de críticas por comentarios bruscos y a veces desafiantes realizados en diversas entrevistas. «No les debo nada», dijo una vez sobre los aficionados. Se sentía tan horrorizado por el racismo que padecía en su ciudad adoptiva que en cierta ocasión dijo: «Juego para los Celtics, no para Boston». Después de retirarse, cuando su equipo planeaba también retirar de forma simbólica su número de camiseta, se negó a participar en la ceremonia a menos que se celebrara en privado con la sola asistencia de sus compañeros de juego. «Yo nunca he jugado para los aficionados —explicó—. He jugado para mí mismo y para mi equipo.»
En una época en la que al público le gustaba que sus deportistas fueran rapados y apolíticos, Russell era el único jugador de la liga que lucía perilla, lo que constituía una clara transgresión de la norma de la NBA que prohibía el vello facial, y que se había promulgado en 1959 precisamente debido a él. Más tarde pasó a llevar capas, chaquetas estilo Nehru, collares hippies, caftanes y sandalias, y se dejaba caer por los cafés de Greenwich Village para escuchar canciones de protesta. También se convirtió en un incansable y declarado activista pro derechos civiles.
El ejemplo más evidente de la naturaleza rebelde de Russell se produjo en 1975, cuando fue elegido miembro del Salón de la Fama. En una escueta declaración, Russell comunicó que no asistiría a la ceremonia y tampoco se consideraría miembro de ese selecto club. «Por motivos personales, de los que no quiero hablar, no quiero formar parte de él», declaró.
A nadie se le ocurría ningún argumento razonable para rechazar la incorporación al Salón de la Fama. Mucha gente sospechó que la negativa de Russell era un acto de protesta en apoyo de todos los grandes jugadores negros que no habían sido consagrados como él, aunque no lo dijera. A los comentaristas deportivos de Boston les dio del todo igual. Aunque reconocían que era un jugador especial, sugirieron también que era una persona egoísta, arrogante, desagradecida y mezquina.
Para recapitular todo lo que yo había descubierto sobre Russell: la efectividad de sus tiros y su manejo de la pelota estaban por debajo de la media, no anotaba demasiados puntos, se mostraba arisco con los aficionados, contravenía las reglas de la NBA y le importaban un bledo las relaciones públicas. «En realidad no era muy simpático —contaba Elvin Hayes, un antiguo adversario—. Si no lo conocías, seguramente dirías: “Tío, es el tipo más desagradable del mundo”.»
Nada de todo esto apuntaba en absoluto a que Russell fuera un líder, y mucho menos el capitán con más victorias de la historia del baloncesto profesional, si no de todos los deportes. Pero la cuestión es que el historial de Russell seguía siendo el mejor y, junto con el escolta Sam Jones, él fue uno de los dos únicos miembros que se mantuvo en aquel equipo excepcional durante toda la racha de éxitos.
Yo no tenía la menor idea de cómo reconciliar todo eso.
Cuando me tropecé por primera vez con el misterio de Bill Russell, de algún modo había recorrido el planeta durante más de cuarenta años sin prestar demasiada atención a una cuestión que parece bastante fundamental en los asuntos humanos: si supiera que va a emprender el combate más duro de su vida, ¿a quién elegiría como líder?
La mayoría de nosotros tenemos en la cabeza una vieja y desvaída imagen mental del aspecto que debe tener un gran capitán. Por regla general es una persona atractiva que posee una gran fuerza, habilidad, sabiduría, carisma, diplomacia y una calma imperturbable. Se supone que esas personas no son difíciles de detectar. En nuestra imaginación son habladores y elocuentes, carismáticos pero firmes, duros pero magnánimos, y respetuosos con la autoridad. Esperamos que los líderes, sobre todo en los deportes, persigan sus objetivos con entusiasmo pero sin apartarse nunca de los principios de la deportividad y el juego limpio. Creemos —como decía Deborah Gruenfeld, psicóloga social de Stanford— que el poder está reservado para la clase de persona «que posee una combinación de encanto y ambición despiadada superior al resto de nosotros».
A primera vista, los hombres y mujeres que capitanearon aquellos equipos del Nivel Uno no cumplían esos requisitos. Disfrutaban de niveles inmensamente distintos de fama y talento. Algunos eran nombres conocidos; otros decididamente no. De hecho, cuantas más cosas descubría sobre ellos, más divergentes resultaban sus perfiles con respecto a lo que yo me había sentido condicionado a esperar.
Nantes, Francia, 1986
Una clara y fría tarde de noviembre, los All Blacks, la selección de rugby de Nueva Zelanda, llegó a Nantes para jugar contra la selección francesa en el lugar que recibía el paradójico nombre de Stade de la Beaujoire, o «estadio del juego bonito». Bajo el oblicuo sol de otoño, sus contrafuertes de hormigón blanco parecían los huesos de un esqueleto descoloridos por el sol.
La multitud, que había llegado mucho antes del saque inicial, estaba enardecida, agitaba banderas y cantaba a voz en grito la letra de La marsellesa. Una semana antes, en Toulouse, aquellos mismos equipos habían jugado el primero de una serie de dos encuentros previos a la Copa del Mundo de Rugby de 1987, en la que ambos eran los favoritos para jugar la final. En Toulouse, los franceses habían sido aplastados por los neozelandeses, que se lanzaron a por todas y dominaron las melés en la que sería una apabullante victoria por 19-7. Los aficionados franceses habían respondido abucheando a su propio equipo al abandonar el campo.
Cuando los jugadores galos aparecieron en el túnel de vestuarios antes del partido, no ocultaban su deseo de venganza. Dos de ellos empezaron a intercambiar cabezazos, mientras otro se golpeaba el cráneo contra una pared de hormigón hasta que su frente quedó bañada en sangre. Su mirada parecía desquiciada; según algunas versiones, tenía los ojos tan abiertos como pelotas de ping-pong. «Estoy seguro de que habían bebido alguna cosa —dijo Buck Shelford, de Nueva Zelanda—, y no era un maldito zumo de naranja.»
Aunque tenía ya veintiocho años y era una figura en la liga de Nueva Zelanda, Shelford era desconocido en el mundo del rugby internacional. Nacido en la provincia rural de Rotorua, conocida por sus aguas termales y sus géiseres, era miembro de la tribu maorí, indígena de Nueva Zelanda. Con su cabello negro, sus ojos rasgados, sus pómulos prominentes y su fuerte mandíbula, sin duda tenía el aspecto de un capitán de equipo de rugby. Incluso en calma, su rostro transmitía fuerza, determinación y dotes de mando; o mana, como se conoce en maorí.
Aunque muchos comentaristas de rugby no eran precisamente simpatizantes de Shelford —pensaban que era demasiado pequeño y un poco lento para ocupar la posición de número ocho—, el año anterior había logrado ser seleccionado para el combinado nacional. Había debutado con este en Toulouse, y había aprovechado al máximo la oportunidad, placando con absoluta entrega, apartando a los jugadores franceses durante audaces carreras, y hasta lanzándose en picado sobre la línea en la segunda mitad para anotar el ensayo decisivo.
Shelford y todos los demás presentes en el estadio aquel día sabían que los franceses irían a por él. En aquel momento las reglas y costumbres del rugby todavía no se habían reformulado para adecuarse a los gustos del público más refinado. Como resultado, los partidos eran tan terriblemente violentos como se veía en televisión. Y en lo que se trataba de aplicar las oscuras artes de romper dedos, apretar globos oculares y retorcer testículos, los franceses no tenían rival. Eran «el maldito país más guarro del mundo», en palabras de Shelford.
Cuando habían transcurrido unos quince minutos de juego, mientras yacía en el suelo después de un intento de placaje, Shelford experimentó la primera muestra del complot francés en forma de patada en la cara. Sintió como la boca se le llenaba de sangre caliente, y se pasó la lengua para comprobar los daños. Había perdido casi tres dientes enteros. Escupió los fragmentos y sacudió la cabeza. Buen intento, pensó. Pero no pensaba abandonar el campo.
Cinco minutos después, otro jugador francés, Éric Champ, golpeó a traición a Shelford en un lado de la cabeza e intentó provocarle para que se enzarzara en una pelea. «En cada melé en la que se metían nos daban golpes y patadas», recordaría Shelford más tarde. Cuando se acercaba la media parte, el marcador estaba 3-3, pero había varios jugadores de la selección neozelandesa lesionados; el más grave, el talonador Sean Fitzpatrick, que recibió una rasgadura en la cabeza que le dejó un corte de casi ocho centímetros justo encima del ojo. «Los franceses —me diría Fitzpatrick— se aseguraron de que supiera dónde estaba.»
Antes de la media parte, durante una melé defensiva, Shelford le arrebató el balón limpiamente a un jugador galo. En ese mismo momento vio a un pilar francés llamado Jean-Pierre Garuet-Lempirou lanzarse sobre él, de cabeza, en un vuelo horizontal. El francés embistió a Shelford en mitad de la frente. «Me dejó sin sentido —recordaría Shelford—. Tardé dos minutos en volver en mí.» Cuando recuperó el conocimiento, un compañero de equipo, Jock Hobbs, le dijo que tenía que seguir jugando porque no quedaba nadie en el banquillo para reemplazarle. Todos los demás estaban lesionados.
Shelford no tenía la menor intención de marcharse.
Después del descanso, la visión de Shelford volviendo al campo enfureció a los franceses, que decidieron que era hora de intensificar sus mauvais actes. Cuando habían trascurrido unos diez minutos de juego, el capitán francés, Daniel Dubroca, cayó al suelo con el balón. Shelford se agachó, lo agarró y se lo arrebató. Dubroca, tal vez el más duro de los jugadores franceses, vio la oportunidad de terminar de una vez por todas con Shelford.
«Me dio una patada directamente en los huevos», explicó Shelford.
Tras retorcerse en el césped durante unos momentos, Shelford se incorporó para tratar de rehacerse. Al final cogió una botella de agua y, según explicó, se echó «un poco dentro de los viejos calzones» para calmar el dolor. «Tío, cómo dolía», recordaba.
Una vez más, volvió al terreno de juego.
Para entonces, Shelford había perdido tres dientes, había recibido un golpe a traición en la cabeza, le habían dejado inconsciente y le habían dado una patada con toda la bota en las pelotas. Los franceses ya habían anotado dos penaltis y unos minutos después convirtieron dos ensayos consecutivos, dejando el marcador 16-3 a su favor. Los neozelandeses renqueaban, la multitud aullaba y el árbitro parecía incapaz de contener aquella espiral de violencia. Pero, cuanto más cruda se hacía la situación, con más vigor competía Shelford, corriendo, pasando, placando y entrando en las melés como si creyera que podía ganar el partido por sí solo. La carnicería le había llevado a jugar aún más duro.
En los minutos finales, Shelford recibió otro golpe en la cabeza, esta vez del antebrazo de un francés. Había sido capaz de recuperarse del anterior, pero no de este. Un compañero de equipo le hizo señas al árbitro para asegurarse de que Shelford abandonara el campo. «No tenía ni idea de dónde estaba —explicaba—. Sabía que padecía una conmoción. Pero no sabía realmente hacia dónde corría.» Aquel partido sangriento y brutal, que ganó Francia por 16-3, pasaría a conocerse como la «batalla de Nantes», ganándose un lugar de dudosa reputación en los anales del rugby. En un resumen publicado al día siguiente, el Sunday Times lo calificó de «masacre».
Tras el partido, el vestuario de Nueva Zelanda era un lugar silencioso y macabro. Los All Blacks no solían perder, y nadie los había visto nunca tan físicamente dominados. Shelford, todavía mareado por el golpe, se levantó del taburete para quitarse el uniforme. Cuando se bajó los calzoncillos, un compañero de equipo rompió el silencio señalando la entrepierna de Shelford.
«¡Mierda!, ¡mirad eso!»
El capitán francés no solo le había dado una patada en los testículos a Shelford. Le había clavado los tacos de la bota. A sus pies había un pequeño charco de sangre. Tenía los muslos manchados de rojo y salpicados de trozos de tejido adiposo. Y lo peor de todo: le habían desgarrado el escroto y uno de los testículos se había salido por la brecha; estaba colgando entre sus rodillas.
El equipo médico llegó corriendo. Le pidieron a Shelford que volviera a subirse los calzoncillos y se lo llevaron a uno de los quirófanos del piso de arriba. Para cerrarle la herida, el médico tuvo que darle dieciséis puntos. «Volvieron a meterlo todo dentro y todavía funciona —diría Shelford más tarde—. No sabía que los testículos fueran tan jodidamente grandes.»
La historia convertiría a Buck Shelford en un héroe popular de un día para otro. Desde aquel momento no ha habido ninguna lista creíble de los jugadores de rugby más duros de la historia en la que no figurara. Aunque no era un atleta de talla superior, su inquebrantable estilo de juego lo hizo tan indispensable en el equipo y le convirtió hasta tal punto en un ejemplo a seguir, que al año siguiente fue designado capitán.
La extraordinaria actuación de Shelford en Nantes parecía una versión extrema de la hazaña de Russell en la jugada Coleman. Tras sufrir una herida que habría hecho que el 99,9 por ciento de la población masculina se arrastrara gimoteando al interior de una ambulancia, Shelford había seguido tan concentrado en el juego que no se había dado cuenta de que le habían desagarrado el escroto. Tanto Russell como Shelford tenían una clara e insuperable voluntad de ganar.
Pero los actos de Sheldord de aquel día, por valerosos que fueran, no parecían especialmente necesarios. Los neozelandeses ya habían hecho todo lo que tenían que hacer en Francia. Se habían enfrentado al segundo mejor equipo del mundo en su casa y les habían dado una paliza en Toulouse. En circunstancias tan hostiles, ganar el primero de los dos partidos ya era una victoria. No había ninguna razón convincente para seguir jugando tan duro en el segundo, y más cuando había quedado claro que la victoria era improbable. Habría tenido más sentido que Shelford reservara la batalla para la Copa del Mundo. Desde una perspectiva general, lo que hizo no fue demasiado estratégico.
La historia del escroto desgarrado de Shelford es solo un ejemplo del comportamiento alarmantemente imprudente de los capitanes del nivel uno. En cierta ocasión Syd Coventry, de Collingwood, volvió a jugar dos semanas después de sufrir una fractura de cráneo, mientras que Richie McCaw, de Nueva Zelanda, jugó la Copa del Mundo de Rugby de 2011 con un pie roto, hinchado e inflamado, lo que hacía que cada paso le resultara como caminar sobre brasas. Mireya Luis, cuando aún no era la capitana de la selección femenina de voleibol de Cuba, confesó que volvió a entrenar cuatro días después de haber dado a luz a su hija, y catorce días después jugó un partido en los campeonatos del Mundo. También se dice que Bill Russell jugó (y ganó) un séptimo partido de las finales de la NBA contra los Lakers después de ser apuñalado en el brazo izquierdo la noche anterior cuando trataba de impedir una pelea de bar. En el mejor de los casos, esa voluntad de jugar pese al dolor sugiere que los capitanes del nivel uno tienen una seria alteración en sus prioridades; en el peor, que pueden estar mal de la cabeza.
Un rápido repaso a las biografías de los dieciséis capitanes del nivel uno volvía el panorama aún más confuso. Releyendo mis notas, escribí una lista de todas las razones por las que aquellos hombres y mujeres no encajaban en el perfil de líderes ejemplares, y por qué parecía improbable que los capitanes fueran el ingrediente secreto de los grandes equipos. Anoté ocho motivos:
- Carecen del talento de las superestrellas. La mayoría de los capitanes del nivel uno no eran los mejores jugadores de sus equipos, o siquiera grandes estrellas. A menudo llegaban con deficiencias en sus habilidades, y sus entrenadores anteriores los habían considerado jugadores del montón. Algunos se habían visto obligados a esforzarse mucho solo para llegar a jugar con la élite y en algún momento no se los convocaba, se los dejaba en el banquillo o se ofrecía su cesión a otros equipos. Cuando se comparan con iconos glamurosos, carismáticos y con un talento excepcional para el liderazgo como Michael Jordan, su actuación parece más o menos tan formidable como la de un grupo de mariachis.
- No les gustan los focos. Los hombres y mujeres del nivel uno no disfrutaban de la parafernalia de la fama y raras veces buscaban llamar la atención. Cuando eran objeto de ella, parecían sentirse incómodos. Fuera del terreno de juego solían mostrarse callados, incluso introvertidos; y en un par de casos bien conocidos, hasta con dificultades para expresarse. Como grupo, odiaban las entrevistas, hablaban en un anodino tono monocorde y trataban a los periodistas con indiferencia. Optaban por no asistir a las ceremonias de entregas de premios y acontecimientos mediáticos y a menudo rechazaban los contratos de promoción comercial.
- No «lideran» en el sentido tradicional. Yo siempre había creído que, en un equipo, la impronta de un líder se revelaba en su capacidad de hacerse cargo del juego en los momentos críticos. Pero la mayoría de los capitanes del nivel uno desempeñaban un papel subordinado en sus equipos, cedían el protagonismo a las estrellas y dependían en exceso del talento que los rodeaba a la hora de llevar el peso de la anotación. Si aquellos capitanes no eran la clase de deportistas que llevaban la voz cantante en lo referido a los tantos, no podía entender cómo ejercían su liderazgo, o cómo se les podía considerar líderes de élite.
- No son ángeles. Una y otra vez, aquellos capitanes jugaban al límite de las reglas, actuaban de forma antideportiva, o en general se comportaban de un modo que parecía amenazar las posibilidades de victoria de sus equipos. Ello incluía lanzar la pelota sobre jugadores rivales sin ninguna razón aparente y reprender (en dos casos incluso atacar) a árbitros, entrenadores o directivos del equipo. También eran duros con sus oponentes, poniéndoles la zancadilla, tirándolos al suelo, inmovilizándolos en el césped, mofándose de ellos o llamándoles cosas impublicables.
- Hacen cosas potencialmente disgregadoras. Si uno intenta imaginar qué podría hacer un líder para sabotear a su propio equipo, lo más probable es que los capitanes del nivel uno lo hayan intentado. En varias ocasiones desatendieron las órdenes de los entrenadores, desafiaron las reglas y estrategias del equipo, y concedieron entrevistas indiscretas en las que despotricaban abiertamente contra todo el mundo, desde los aficionados, compañeros de equipo y entrenadores hasta los jerifaltes de su deporte.
- No son aquellos en quienes uno pensaría. Lo más asombroso de mi lista de capitanes del nivel uno es quién no está en ella. Algunas de las ausencias más llamativas incluyen a Jordan, el co-capitán de los Chicago Bulls del nivel dos, a quien en general se le considera el mejor jugador de baloncesto de la historia; Roy Keane, el capitán de un Manchester United que también aterrizó en el nivel dos y que entre 1998 y 2001 pilotó a su equipo a través de las tres temporadas más impresionantes de toda la historia del fútbol inglés; y Derek Jeter, el capitán tremendamente popular de los New York Yankees durante doce años y que llevó a su equipo a jugar nueve eliminatorias de postemporada y ganar un título de la Serie Mundial entre 2003 y 2014.
- A nadie se le ha ocurrido nunca esta teoría. Durante mis viajes como comentarista deportivo, he entrevistado a una variada mezcolanza de célebres deportistas, entrenadores y directivos acerca de qué era lo que hacía que sus equipos tuvieran éxito. Ya fuera Isiah Thomas, de los Detroit Pistons; Reggie Jackson, de los New York Yankees; Ron Wolf, el director general de los Green Bay Packers; el entrenador de fútbol americano universitario Bobby Bowden; o la leyenda del fútbol brasileño Arthur Antunes Coimbra, más conocido como Zico, el caso es que ninguno de ellos jamás había identificado al capitán como la fuerza impulsora de un equipo.
- El capitán no es el líder principal. En la mayoría de los equipos, la posición más alta en la jerarquía corresponde al entrenador. Al fin y al cabo, es él quien normalmente designa al capitán. También hay otro poderoso estrato por encima del entrenador: el presidente o el dueño del equipo y sus principales directivos. No cabe duda de que sus aportaciones, y su disposición a gastar dinero, desempeñan un papel significativo.
Los hombres y mujeres que lideraron aquellos dieciséis equipos del nivel uno no eran lo que yo esperaba. Aunque sus carreras profesionales más o menos coincidían en el tiempo con las rachas ganadoras de sus equipos, había numerosas evidencias que sugerían que en realidad yo había descubierto una cosa distinta: que los equipos más dominantes de la historia habían triunfado sin contar con líderes tradicionales. Aunque no había encontrado prueba alguna que refutara la «teoría del capitán», mi investigación había planteado suficientes dudas. Por ello, antes de seguir adelante, decidí explorar algunas hipótesis alternativas.
CLAVES DEL CAPÍTULO DOS
- Toda racha de victorias está limitada por dos momentos de transformación: en el que empieza y en el que termina. En los equipos más dominadores de la historia del deporte, aquellos momentos guardan una misteriosa correlación con la llegada o la marcha de un jugador, o ambas. Esa persona no solo exhibía un fanático compromiso con la victoria, sino que también resultaba ser el capitán.
- La mayoría de nosotros hemos desarrollado un modelo de cómo deberían ser los líderes de los equipos de élite. Creemos que deberían poseer cierta combinación de aquellas habilidades y rasgos de personalidad que se consideran universalmente superiores. No nos parece que sean difíciles de detectar entre la multitud, y esperamos que su capacidad de liderazgo sea evidente. Ninguno de los líderes de los dieciséis equipos del nivel uno encajan en este perfil.
*Capítulo dos del libro «Capitanes», de Sam Walker.