Por Rodrigo Fluxá
Hay historias de estadios llenos, contratos millonarios, viajes a Europa, apariciones en la tele, fotos en los diarios y gente coreando tu nombre. Y empiezan igual que las otras.
Juan Carlos Aguilar a los once años acompañó a un amigo a probarse en las divisiones inferiores de Palestino, pero a los técnicos no les gustó su amigo, si no que les gustó él. Como arquero.
Cumplía su sueño y también el de su padre, Abel, carnicero de oficio, pero «padre de futbolista» de vocación: fanático de Colo Colo, llevó a Juan Carlos a toda la campaña de la Copa libertadores 91. La Cisterna no era el Monumental, pero servía igual.
No se perdía un entrenamiento de su hijo y hasta gestionó una gira de la infantil por Australia, país donde había vivido, probando suerte.
Juan Carlos quemó las etapas: fue arquero titular en todas las divisiones, seleccionado Sub 20 e invitado a entrenar con el equipo de Nelson Acosta antes del Mundial de Francia; todas señales, según él piensa hasta hoy, fría y serenamente, de que su historia pudo ser distinta.
Febrero del 98 lo cambió todo. Un mes antes había asumido Manuel Pellegrini en Palestino, lo que para Aguilar no era una buena noticia: Jorge Aravena, el anterior técnico, lo tenía bien considerado, lo iba a ver a su casa y tenía pensado hacerle debutar en Primera.
Pellegrini, simplemente, no le prestaba particular atención. Era, en rigor, el tercer arquero. Tres veces le dirigió la palabra, según recuerda Aguilar. Nada especial, cortesías: el técnico del Real Madrid siempre tuvo impecables modales.
Pero recibió otra señal: Marco Cornez, el titular, se lesionó tempranamente y comenzó a ir a la banca, suplente de Andrés Romero. Le pagaban por citación, así que, con 19 años, podía hacer hasta 500 mil pesos en un mes. Una pequeña fortuna para él.
Era su vida, sin plan B: terminó el colegio con exámenes libres y no fue a su graduación; su papá le trasmitió la ceremonia por teléfono mientras estaba concentrado.
El 18 de febrero Palestino recibía a Audax Italiano en La Cisterna y Aguilar tuvo su señal definitiva: el equipo ganaba 2-1 cuando Romero tomó el balón con la mano fuera del área. Se fue expulsado.
Tres palabras
Pellegrini miró a Aguilar, le tocó la espalda y ahora sí que le habló. Tres palabras, tres conceptos: tranquilo, suerte y confianza.
Aguilar sintió en el estómago algo que no olvidará. No es necesario ser él para recordar esa tarde. Patricio Neira, su gran amigo, estaba en la banca a su lado, vio la escena y aún lo lamenta.
Aguilar entró a la cancha y miró a las tribunas: conocía a buena parte de las mil personas que fueron ese jueves al estadio. Escuchó claramente la voz de su papá.
Tuvo que armar la barrera contra el tiempo. Un minuto después fue a buscar la pelota al fondo del arco. Ahí la tocó por primera vez.
En la media hora que estuvo en la cancha, Aguilar hizo un par de achiques, contuvo un remate, pero recibió tres goles y su equipo perdió 4-3. Se le pasó volando. Una hora después estaba respondiendo a periodistas en el camarín, mientras sus compañeros le decían que esas cosas pasaban, que no se echara a morir. Daniel Morón, arquero rival, su ídolo de infancia, entendió el drama y le dijo lo mismo: tendría otra oportunidad.
Ese domingo Palestino jugaba contra la Universidad Católica y Aguilar sacó los cálculos. Cornez seguía lesionado y Romero, suspendido.
Fue a entrenar la mañana siguiente pensando positivo: cuando se está abajo, sólo se puede subir. Ese día escuchó su nombre en la radio: Eduardo Bonvallet, enemigo declarado de Pellegrini, pedía que lo hiciera jugar el domingo.
En la práctica el DT le dio un peto de titular. Ensayaron varias jugadas de táctica fija. Julio Suazo, ex jugador y ayudante de Pellegrini, siguió atentamente todos sus movimientos. No lo veía bien: sudaba frío y se cansaba inusualmente rápido.
Alberto Valencia en ese entonces tenía 16 años y esa mañana no podía creer lo que escuchaba. Pellegrini lo mandó a llamar y le dijo que iba a debutar el domingo. Valencia conocía a Aguilar y pese a su edad entendió el mal que le haría indirectamente, la humillación que supondría.
Aguilar supo que no jugaba recién el viernes, en el último entrenamiento antes del partido. «Te he visto muy nervioso. Tienes una carga emocional tremenda. Es mejor que no juegues», le dijo Pellegrini. Suazo explica que, paradojalmente, lo querían proteger: otra tarde desafortunada acabaría con él.
Aguilar no dijo nada por un buen rato. Cuando sus compañeros se fueron a cambiar, se puso a llorar solo, tirado en el pasto. No hacía falta que le explicaran lo que había pasado. Pensó en botar todo ahí mismo, renunciar y no aparecerse el domingo.
En la vuelta a su casa trató de evitar a todos los conocidos, pero en su barrio de Lo Blanco, en la comuna de El Bosque, era conocido y sus amigos lo pararon para desearle suerte. No se atrevió a decirles la verdad: que un niño de 16 años jugaría en su lugar. Se fue a la casa. Sintió vergüenza de sí mismo. Le dijo a su papá que no quería que lo fuera a dejar al hotel de concentración, que se iría en micro, que no quería que nadie fuera al estadio a verlo.
No estaba ahí
Don Abel, conmovido, le dijo lo único que se puede decir en una situación así: todo pasa por algo y le servirá como lección en su carrera.
Aguilar se sentó ese día en la banca, a metros de Pellegrini, pero ni vio el partido. Lo pone así: estuvo ahí, pero es como si no, no se acuerda ni del resultado.
Siguió entrenando ese año, pero cuando vio que trajeron del sur rústicos arqueros a prueba, entendió el mensaje. Pellegrini le habló por última vez: se había acabado para él.
Desde afuera parecía claro que su carrera estaba muerta. Desde adentro no: quería empezar, aunque fuera de cero. No eran puras palabras.
Estuvo entrenando con Constitución, en la tercera división, cuando un entrenador de la Universidad de las Américas que lo conocía le ofreció una beca para estudiar Comercio Internacional.
Lo intentó por medio año, pero cuando lo llamaron de nuevo de Constitución dejó todo botado. Jugó ahí, después en Trasandino.
Su primer hijo nació por esos días y entendió que con 200 mil pesos al mes no podría sostenerlo, que su historia en el fútbol nunca terminaría como había soñado y que esa ingrata media hora sería todo su recuerdo del profesionalismo.
Su papá lo comprendió y lo apoyó. Murió el 2004.
Aguilar nunca le guardó rencor a nadie: ni a Valencia, ni a Pellegrini, ni a Claudio Figueroa, Carlos Reyes y Alejandro Carrasco, los que le hicieron los tres goles en La Cisterna. Mil cosas pudieron salir distintas ese día: un remate al palo, él mismo podría haber reaccionado mejor o, mejor aún, Romero podría no haber sido expulsado. Lo sabe bien, pero no le gusta pensar demasiado en eso.
Tras el fútbol vendió seguros un tiempo y luego se hizo sobrecargo de vuelo en LAN. Un día cualquiera, años atrás, mientras acomodaba pasajeros, se encontró frente a frente con Pellegrini. Lo miró fijamente por varios segundos y el DT lo miró de vuelta. No lo reconoció.
*Publicado originalmente en El Mercurio, el 13 de julio de 2009.
Eso demuestra lo mierda de persona que es pellegrini, un fiasco como dt, y que solo ha ganado gracias a los jugadores que tuvo en sus equipos, si fuera tan buen dt no lo echarian de todos lados, como jugador y dt un fiasco