Por Esteban Abarzúa
La cosa con pelos, con su pasito corto y su chasquilla sobre los ojos, olisquea primero los pies de José Sánchez, el boxeador, en un movimiento que parece de rutina. Seguro que ya conoce esos tobillos. Luego les toca turno a los míos. Ahí se queda. Son cuatro, cinco segundos, los que me dan tiempo a pensar que ha sido un largo día. Son las ocho de la tarde, en pleno verano: mis calcetines bien podrían ser víctimas de lo inevitable, alcanzo a sospechar, pero me salva una mujer de unos setenta años que cruza el umbral del comedor, donde estamos con Sánchez, en la residencial Miramar, número 80 de Agua Santa, en Viña del Mar.
Venga para acá, déjese de molestar, dice la mujer, que debe ser la dueña de la pensión. Sin darse cuenta, o quizás sí (no hay manera de probarlo), interrumpe a Sánchez cuando éste habla de su infancia en Temuco: una madre muerta hace diez años, un padre ausente y un hermano mayor que ahora predica la Palabra, en lo que pinta como la historia clásica de un tipo que se gana la vida matándose a golpes contra otros en su misma condición. Hay mucha gente que es insensible a estas historias.
Le pregunto a la mujer de qué raza es, la cosa con pelos, claro, y dice que es un maltés. «O maltesa, no sé muy bien cómo se les dice, porque es una perrita. Viera usted lo cariñosas que son estas mascotas, pero son muy bravas también». Y sigue con su cuento hasta que, ya incómodo, le explico que la última vez que vi a uno de estos bichos se orinó sobre mi pie derecho. Le muestro incluso el punto exacto, entre los metatarsianos cuarto y quinto por encima del zapato. Aquí. Mire.
– ¿Cómo se llama esta señora? -le pregunto a José cuando por fin estamos solos otra vez.
– No sé. Llevo cuatro días acá, pero no sé su nombre.
– ¿Y la perra?
– Winnie.
La guagua de Rosemary
Cumplo veintitrés años justo hoy, dice Sánchez, mientras avanza hacia un paradero de radiotaxis que está en la esquina, unos metros más arriba en la subida de Agua Santa. Lo acompañan Francisco Pinto, su entrenador, y sus dos hijos: Francisco Pinto, el mayor, y Juan Carlos Pinto. Los dos primeros se llaman entre sí por el apellido. Por ejemplo: ¿qué hora es, Pinto? (el hijo al padre cuando cierran el portón de la residencial). Y también: ¿seguro que llevamos todo, Pinto? (el padre al hijo cuando echan los bolsos en el maletero del taxi). Son las ocho y media, Pinto. Sí, Pinto. Nos vamos en dos autos.
En el trayecto al Sporting Club, el lugar de la pelea, Sánchez sostiene que lo suyo comenzó a los dieciséis. Era más bien bajo y flacuchento. Un día fue a jugar al fútbol y vio un cartel en que ofrecían clases de boxeo. Creí que podía ser útil para defenderme si me querían pegar y me metí, explica.
– Por suerte, no tuve que pelear con nadie en la calle y me sirvió para otra cosa. Ahora vivo de esto -agrega José.
Sánchez, campeón invicto de Chile en el peso mosca con una foja de nueve victorias, pelea para darle un futuro mejor a Rosemary, su mujer, y a Aarón, el hijo de ambos, «de un mes y un día». Ella es hija de Daniel Morales, el primer promotor de su carrera, quien al enterarse de la relación decidió quitarle el saludo para siempre a su eventual yerno. Yo me metí con su hija, dice Sánchez, comprensivo. Ahora también pelea por ganarse el perdón de su suegro.
Salicilato de metilo
El vestuario asignado al grupo de Sánchez lo ocupan usualmente los jinetes del Sporting Club. Hay casilleros en las cuatro paredes y los nombres de sus dueños están garabateados a mano, con plumón de tinta indeleble. Las paredes, lo que se puede ver de ellas, son mitad café y mitad blancas. Una ligera capa de polvo hace que parezcan sacadas de una fotografía en sepia. Imágenes de Santa Teresa de Los Andes y la Virgen María reinan desde la parte alta del camarín.
Sánchez abre su bolso a las diez de la noche. Lo primero que saca es una foto de su segundo cumpleaños, el 8 de febrero de 1987, en la que él y su hermano Mauricio están colgados del cuello de Mariluz, su madre. «Murió de cáncer pulmonar», susurra Sánchez mientras coloca su inspiración sobre una banca, en el centro del lugar. Pinto padre abre otro bolso y saca nueve vendas Elastomull, siete telas adhesivas Leukoplast, un tubo de Mentoflam para hacer fricciones, otro de apósito en spray para pegar los cortes, un pote de vaselina a medio llenar, una tijera para cortar gasa y otros envases más pequeños cuyas marcas fueron borradas por el uso. Sánchez termina el ritual cuando desempaca sus protectores: el bucal, que parece desproporcionado para sus dientes, y el genital, cuyo abultamiento en la zona cero desmitifica muchas suposiciones respecto del tamaño en el caso de los boxeadores. Se viste con toda calma.
Tras descansar un rato con los pies en alto y las manos entrelazadas detrás de la nuca, como indica el manual, Sánchez se deja vendar por Pinto padre. Primero la muñeca, luego los nudillos y finalmente, el pulgar. Primero la mano derecha y después la izquierda. Pinto padre, con más de treinta años de circo, mira por encima de sus anteojos. «Y ahora vamos a estar más vivos que en todas las peleas anteriores. Nos vamos a cuidar y haremos todo lo que ya conversamos», le dice a Sánchez. Es la primera vez en el día que le habla del combate. Pinto hijo después le hace un masaje en los muslos con salicilato de metilo al cinco por ciento, una crema analgésica para mantenerlo en la punta de los pies durante los doce asaltos que puede durar la pelea.
En uno de los preliminares participa el semipesado Ramón Mascareña, también pupilo de Pinto, y luego los tres Pinto dejan el camarín para asistirlo en su rincón. Sánchez aprovecha para ir al escusado, pero entra el delegado de la Comisión Mundial de Boxeo, un argentino al que ya se le asoman algunas canas debajo de la tintura, en la zona de las patillas, y Sánchez sale a recibirlo con el pantaloncillo negro a la altura de los tobillos. ¿Todo bien, Sánchez? Todo bien. El delegado le da la mano y se va. En su lugar llega el ex boxeador Renato García, el hombre que pone la plata y que tiene pensado llevarse a Sánchez a Estados Unidos para que llegue a pelear por un título mundial de verdad, igual como lo hizo él en los años setenta, cuando perdió con el italiano Nino Benvenutti.
– ¿Hace frío afuera, don Renato? -le pregunta José, ya con las ropas donde corresponde.
– No. Está rico, Sánchez.
Paf, paf, paf!
El argentino Carlos «El Terrible» Villagrán, oriundo de Pocitos, en Salta, llega a Chile para disputar un título después de dos derrotas consecutivas. A los treinta años, su carrera no está precisamente en alza. Las razones de su designación para el duelo con Sánchez son un misterio.
Cuando son las once y media, un anciano con aires de empleado público entra a los vestuarios para verificar la calidad y la legalidad de los vendajes. Se llama Hernán Rojas, hombre de boxeo de toda la vida, y llega con una lapicera de tinta azul, con la cual marca con una cruz las zonas de los nudillos, la muñeca y el hueso escafoides en ambas manos, en cuyo reverso firma con sus iniciales: HR. Aprobados. Poco después los Pinto vuelven al camarín de Sánchez acompañados de Mascareña, que viene con un vistoso corte en el párpado izquierdo. Me pegó un cabezazo, pero le gané por puntos, dice. Ahora sólo falta un preliminar para el combate de fondo y Pinto padre se pone los paragolpes para que Sánchez, ya con los guantes, empiece a calentar los brazos. Paf, paf, paf! Los puñetazos de Sánchez suenan como cachetadas de payaso en el circo. Se le marcan todos los músculos del torso. «Quiero que destroces a ese tipo», le grita Pinto hijo desde atrás.
La pelea previa termina en nocaut al primer round. En el ringside todavía se ríen de cómo se desvaneció el perdedor cuando anuncian el combate estelar, recién pasada la medianoche. El primero en subir al cuadrilátero es Villagrán, «El Terrible». Las risas se reanudan. Una cara inexpresiva y un cuerpo al que sólo se le marcan los bíceps, cuando mucho, no le facilitan el respeto de la concurrencia. El chileno, en cambio, entra como un ciclón. Con ustedes, José «Mortero», Saaaaáncheeeez, dice el presentador, y Sánchez aparece bajo las luces como Sylvester Stallone en «Rocky III». Se escucha una música que no puede ser más predecible: «Eye of the Tiger», de Survivor.
Una chica de piernas largas y robustas, que se dejan ver muy bien debajo de su minifalda de mezclilla, anuncia el round número 1 y el árbitro, Pedro Vargas, les da las últimas instrucciones a los boxeadores. Cuidado con los cabezazos, no a los golpes bajos y respeten la cuenta de protección.
Suena la campana.
Fuera los seconds!
Pese a su apodo, Sánchez no es un mortero, sino un estilista bastante prometedor. En la primera pausa, Pinto padre le recuerda, algo molesto, que si se echa para atrás debe volver con un cross de derecha para sorprender a su oponente. Entre el segundo y el séptimo round, producto de dicha táctica, Villagrán va cinco veces a la lona. Sánchez le mete sus mejores golpes, pero no pega fuerte y eso dilata una contienda desigual. Sánchez parece un profesor de boxeo atacando un saco para enseñarles a sus alumnos cómo se ejecuta cada golpe. Villagrán hace simplemente de saco. Cuando no recibe su merecido, se aprovecha de la transpiración que hay en el piso para fingir que se resbala. Cada vez que lo consigue, tienen que detener la acción. Lo suyo es el patinaje artístico, así que nadie se sorprende cuando el árbitro da por terminado el combate, al minuto y treinta segundos del séptimo asalto. Sánchez, nuevo campeón del mundo, celebra con los brazos en alto, aunque no se muestra del todo feliz por la faena. El Terrible sufre la sorna del público.
– Me gustaría saber quién pone los apodos en el boxeo -le digo a José de regreso en el camarín.
– Mira, a mí en realidad me dicen Pato Lucas y me gusta, aunque no me iría muy bien con ese nombre. Menos en Estados Unidos.
*Publicado originalmente en Las Últimas Noticias, el 17 de febrero de 2008.