Por Charly Wegelius

 

Vivo con miedo (prólogo)

Vivo con miedo, y probablemente esta sensación es lo que me motiva a comportarme de un modo correcto la mayoría de las veces porque, en realidad, estoy cagado de miedo.

Cuando supe, y me refiero a cuando supe de verdad, que iba a convertirme en ciclista profesional, estaba en el rodillo, justo antes de disputar los Mundiales Contrarreloj Sub-23 en Verona, en octubre de 1999.
En ese campeonato siempre hay un runrún porque la categoría sub-23 está llena de corredores que van locos por pasar a profesionales. Es la culminación de la corta vida de una gran parte de esos jóvenes que, debido a su inexperiencia, se implican mucho emocionalmente con todo lo que los rodea. Se trata, pues, de un acontecimiento impregnado de una tensión inevitable.

La competencia por llegar al mundo profesional es feroz, y una contrarreloj no es como una prueba de carretera, en la que puedes rodar al amparo de un grupo de compañeros de equipo antes de empezar. En las pruebas contrarreloj todo el mundo calienta individualmente en rodillos, a pocos metros de los chicos con los que llevas compitiendo todo el año; corredores hacia los que has desarrollado, de forma consciente o no, una profunda antipatía, sin tan siquiera conocerlos. Todo el mundo siente envidia de todo el mundo.

Odio ese tumulto: la prensa, los agentes, los demás corredores y toda la mierda que arrastran consigo las grandes expectativas. Pero ese día, mientras empezaba a calentar rodeado de mi séquito de ayudantes y observadores, vi a dos hombres vestidos con chaqueta azul que se abrían paso hacia mí. Las chaquetas lucían el estampado de los cubos multicolor del logotipo de Mapei, lo que permitía que cualquier aficionado al ciclismo los identificara al instante como patrocinadores del equipo ciclista profesional Mapei, el más grande e icónico de la época.

Alvaro Crespi y Serge Parsani, dos de los directores del equipo, venían a saludarme. Entre las miradas de celos y de curiosidad de los demás corredores me sentía muy orgulloso por el mero hecho de que era a mí a quien iban a ver. Un alfeñique como yo había logrado que los dos directores del puto Mapei se pararan a charlar un rato. Era el puto amo.

No es fácil pensar y hablar mientras estás calentando. La sangre fluye por tus venas, el zumbido del rodillo contrasta con el bullicio de la actividad del personal del equipo y la voz atronadora de la megafonía anuncia los primeros corredores que toman la salida. Sin embargo, mientras se dirigían hacia mí, los pensamientos se agolpaban en mi cabeza, producto de la emoción. Conocía a los dos hombres de un encuentro previo, y en ese momento recordé la primera vez que me abordaron. Representaban a un equipo tan grande que ni tan siquiera me había atrevido a soñar que acabaría corriendo para ellos medio año después…

Esa profética primera reunión con el Mapei se había producido de camino a otra contrarreloj que tuvo lugar en el otro extremo del mundo, en la Trans Canada, una modesta carrera por etapas que tuvo una única edición y cuyo teórico objetivo era contribuir a la unidad del pueblo canadiense. Ese día, mientras me dirigía a la salida, Parsani me paró y me dijo: «¿Eres…?».

Me miró el dorsal, luego a mí, y yo creía que iba a preguntarme: «¿Eres tú el que sale antes que mi corredor?». Se hizo un lío intentando hablar inglés, idioma que a todas luces no dominaba, así que fue un alivio para él cuando le dije que hablaba francés. Ambos nos relajamos. Me preguntó de nuevo, esta vez en francés: «¿Eres Charly Wegelius?». Le confirmé que era Wegelius. Y me dijo sencillamente: «Nos preguntábamos si te gustaría venir a correr para nuestro equipo».

Me quedé anonadado. Creía que se había confundido de ciclista o que hablaba de un equipo amateur con el que tal vez colaboraba. Pero no, se refería al Mapei y me quería a mí.

Me pidió el número de teléfono y corrí la contrarreloj hecho un puto lío. Estuve a punto de salirme de la carretera. La cabeza me iba a mil por hora. Estaba alucinado.

El problema fue que cuando Parsani me pidió un número de teléfono yo aún no me sabía el número del apartamento que había alquilado. Ni tan siquiera recordaba mi número de móvil. El único que me vino a la cabeza fue el mismo que había memorizado de niño, cuando siempre llevaba una moneda de diez peniques encima para llamar desde una cabina si me pasaba algo en alguna de mis salidas en bicicleta: le había dado a Parsani el número de teléfono de la casa de mi madre, que vivía en York.

Mientras corría la contra en un estado de tal confusión que estuve a punto de chocar, me di cuenta de que eso significaba que iba a tener que volver a casa de mi madre al acabar la carrera y esperar a que me llamaran, por mucho tiempo que pasara.

La oferta me había llegado de forma tan inesperada que me quedé petrificado ante la posibilidad de que el director del equipo llamara y no pudiera ponerse en contacto conmigo porque había salido a comprar gominolas o a pasear al perro. Me producía pavor pensar que el súbito interés que habían mostrado en mí pudiera desaparecer con la misma rapidez.

Sin embargo, tras unos cuantos días de agónica espera en casa, por fin llegó la llamada. Alvaro Crespi me llamó y me invitó a hacer unas pruebas con el equipo en Italia. El mero hecho de oír su fuerte acento italiano hizo que me emocionara. Por entonces yo había viajado bastante, pero Italia aún era un país desconocido y exótico para mí. El noroeste de Francia, donde había vivido como amateur, estaba muy de moda. Todo el mundo iba a Francia; era el extranjero, pero no era un lugar exótico. Sin embargo, Italia era otra historia. Estaba más lejos, junto al Mediterráneo, era un país intrigante y del que sabía muy poco.

Cogí el teléfono y me senté en el alféizar de la ventana, cubierto de las babas del perro, que se pasaba el día ladrando a la gente de la calle. Escuchar su acento italiano entrecortado en el teléfono azul de BT era como escuchar una voz procedente de una realidad paralela. Era alucinante. Había pasado de ser alguien por el que nadie mostraba el menor interés, ni tan siquiera equipos de medio pelo, a que me cortejara el mejor equipo del mundo. Tenía ganas de gritar: «¡Os habéis equivocado de ciclista!».
Tenía ganas de preguntar: «¿Estáis seguros de esto?».

Los franceses y los belgas seguían un proceso mucho más gradual hasta llegar al mundo profesional. El director de tu equipo te presentaba a alguien durante una carrera; salías a correr con los profesionales y sabías exactamente qué tenías que hacer y a dónde te dirigías. Pero en Inglaterra estabas totalmente aislado, no hablabas con la gente con la que competías, y mis compañeros de selección de ese año sabían aún menos que yo.

Después de la llamada, fui a hacer una prueba una semana antes del Mundial y me quedé a orillas del lago Como con mi entrenador, Ken Matheson (por entonces seleccionador de la Federación Británica de Ciclismo). Me encontraba a las puertas de un mundo increíble; los momentos en que habría necesitado un pellizco fueron innumerables. Cuando encendí el televisor y vi docenas y docenas de canales de telebasura se apoderó de mí una sensación abrumadora. Era algo exótico, en el sentido exagerado en que puede considerarse exótico un país como Italia, desde la cálida luz otoñal que hay en octubre hasta el hombre de la teletienda, tan emocionado por el valor insuperable de las gangas que anunciaba que parecía sufrir un ataque de asma.

Fui a la sede del equipo Mapei y fui testigo de su elegancia y profesionalidad; sufrí atascos de tráfico (emocionantes por sí mismos si nunca has oído esa cacofonía de bocinas), mientras el legendario entrenador Max Testa nos contaba batallitas a Ken y a mí sobre la época en que el equipo profesional Motorola había tenido la sede en Como. Era como si hubieran abierto una puerta ante mí para que la atravesara bailando a ritmo de vals. Pero me costaba creer que la hubieran abierto para mí.

Acabadas las tribulaciones de las pruebas para el equipo, me sentí mucho más seguro cuando vi a Crespi y Parsani en Verona, el día del Mundial, pero como aún no había firmado nada, no podía estar seguro de que el sueño fuera a hacerse realidad. Mientras proseguía con el calentamiento en Verona, Crespi y Parsani veían cómo entraba en calor, me ponía rojo por el esfuerzo y empezaba a sudar a mares a medida que se acercaba el momento de tomar la salida. Al final, decidieron que había llegado el momento adecuado. Oí las palabras que tanto anhelaba: «Todo arreglado para el año que viene. Te queremos en el equipo. Mañana iremos a verte al hotel para firmar el contrato».

Se había producido la confirmación. Iba a firmar de verdad por un equipo profesional, y, por si fuera poco, era el mejor del mundo: mi carrera como ciclista profesional iba a hacerse realidad.
Casi me caí del rodillo.

A lo largo de todo ese año, había demostrado que era uno de los mejores amateurs de Europa, pero la falta de ofertas por parte de equipos profesionales me había hecho sentir casi como un fracasado. Sin embargo, de repente el mejor equipo del mundo me confirmaba que iba a contratarme. Para el resto de gente del mundillo era una decisión lógica, pero yo no salía de mi asombro. Los acontecimientos se habían producido de un modo tan rápido y extraño que tenía la sensación de que todo era producto de una broma muy elaborada.

Fue una sensación de la que no logré desprenderme a pesar de la inmensa sensación de orgullo que sentí al firmar mi primer contrato profesional con un equipo de tanto nivel. Sin embargo, esa sensación de triunfo duró apenas un instante. Cuando la realidad de la situación cristalizó en mi cabeza, no me puse a bailar ni a celebrarlo. Me cagué encima porque no quería decepcionar a mi futuro equipo con una mala cronometrada.

Regresé del Mundial con el contrato en la mano, y Paul Sherwen me llamó para felicitarme. Paul había desempeñado un papel muy importante al principio de mi carrera y, como no podía ser de otro modo, me dijo que fichar por Mapei era algo fantástico. Pero también me dijo que iba a ser como pasar del instituto a la universidad. Me advirtió que el ciclismo era un deporte duro que, hasta ese momento, había sido fácil para mí, y que no podría considerarme un profesional de verdad hasta que lograra un segundo contrato. «Hay muchos ciclistas que entran en este mundo, pero pocos son los que logran permanecer en él.»

Pasé de vivir con miedo ante la posibilidad de no llegar a firmar un contrato a vivir con miedo por no conseguir un segundo contrato. Esa llamada de Paul fijó el tono de toda mi carrera. Empecé de inmediato a hacer todo de lo que era capaz para convertirme en un corredor útil, para ser indispensable, para que se acordaran de mí cuando llegase el momento de firmar un nuevo contrato.

Creo que pasé gran parte de mi carrera pensando «Si logro salvarme ahora…» para llegar a la siguiente vuelta, a la siguiente etapa o a la siguiente temporada; una motivación negativa constante. La gente ajena a este mundo tal vez crea que los ciclistas son unos seres humanos ultramotivados que lo planean todo hasta el último detalle, todas esas chorradas del «máximo rendimiento humano», pero lo cierto es que a menudo son tonterías las que te motivan, como el hecho de que te diera vergüenza parar en las duchas porque sabes cómo te sentirás el lunes por la mañana si no has hecho un buen trabajo. En mi caso, a menudo eran detalles de ese tipo los que acababan dándome un empujoncito para tener buena conciencia.

Sherwen sabía que yo no tenía ni idea de dónde me había metido cuando firmé, todo emocionado, mi primer contrato. Durante los próximos años iba a ver la cara más dura de este deporte; iba a ser como si viera el cadáver destripado de un animal al que había matado.

Nunca sabré qué se siente al ser un gran campeón. Lo que sí puedo decir es qué se siente cuando te ganas la vida montado en una bicicleta. El trabajo de un ciclista profesional es extraordinario, pero el pelotón del ciclismo profesional está lleno de tipos normales como yo, que unas veces se sienten desprotegidos y otras confundidos, en una profesión a la que se entregan en cuerpo y alma para poder seguir formando parte de ella. Nunca he querido escribir un libro sobre el esfuerzo que supone convertirse en ciclista profesional; mi objetivo era escribir un libro sobre la vida que llevas cuando eliges esta profesión.

Ser ciclista profesional es algo que decidí de forma consciente; había tomado esa decisión mucho antes de que dos directores del Mapei me abordaran en Canadá. Iba a hacerlo y no iba a descansar hasta que lo hubiera logrado.

Algo tenía que hacer (capítulo uno)

«Monsieur Chaminaud… Charly Wegelius.»

Al ver la mirada de desconcierto en el rostro del francés de mediana edad que estaba apoyado en el maletero de un Renault blanco, un coche de equipo, delante de mí, le tendí la mano y lo intenté de nuevo, exagerando aún más el acento francés que tanto había practicado, lo que distorsionó el sonido inusual de mi apellido finlandés.

«Char-li We-gue-li-us.»

Tras un breve instante, la mirada de reconocimiento que esperaba por fin se dibujó en la cara que me observaba, y una fría mano agarró la mía y me la estrechó. A pesar del alivio que sentí cuando Jean-François Chaminaud se dio cuenta de quién era, no era para nada la bienvenida que había esperado. Detrás de la sonrisa que lucía mi único contacto con el equipo amateur francés Vendée U, a cuya puerta acababa de llegar, había una mirada que parecía decir, con un deje de pánico, «Joder, al final has venido».

Debo admitir que quizá no llegué a Francia en el mejor momento. Mientras mi madre y yo bajábamos del coche después de pasar toda la noche en el transbordador y llegar al lugar acordado, vimos que todos los miembros del equipo ya partían hacia una sesión de entrenamiento. Cuando salí, muy emocionado, del Ford Fiesta rojo de mi madre y vi las bicicletas Gitane del equipo en la baca del coche, los ciclistas acababan de salir a correr; algunos solos, otros en parejas. Algunos me habían lanzado una mirada de recelo; otros no habían mostrado el más mínimo interés en el adolescente rubio y con gafas que había aparecido de repente y que estaba esperando a que alguien le dirigiera la palabra.

A lo largo de mis años como amateur en Francia acabé acostumbrándome a que todo el mundo pasara de mí, pero en ese momento me pareció una bienvenida un tanto extraña. Yo creía que al llegar al hotel de concentración en Le Domaine St Sauveur, a pocos kilómetros de La Roche Sur Yon, en la región de Vandea, para incorporarme al equipo Vendée U, me encontraba en el lugar correcto, en el momento adecuado, pero, como pude comprobar al cabo de poco, nadie más lo pensaba.

En 1996, el ciclismo profesional era un deporte europeo, y el hecho de ser un joven ciclista británico que aspiraba a convertirse en profesional implicaba una cosa: hacer las maletas y dejar tu vida en el Reino Unido para trasladarte a Europa. Era un proceso que no había cambiado durante generaciones: el ciclismo era un deporte minoritario en Gran Bretaña, y siempre lo había sido. Y por aquel entonces todos teníamos la sensación de que era algo que no iba a cambiar nunca. Si eras británico, australiano o estadounidense, el reto de llegar a ser ciclista profesional no se limitaba a lo que podías hacer en la carretera, sino a si podías arreglártelas «en el continente».

Por entonces, la comunicación entre el Reino Unido y Europa no era muy fluida. Unos meses antes de llegar a Francia me había puesto en contacto, no sin cierto esfuerzo, con el entrenador del Vendée U, Jean-François Chaminaud, gracias al periodista británico Kenny Pryde. Por los motivos que sean, tras intercambiar unas cuantas cartas escritas a mano, Chaminaud decidió ficharme. Yo no me lo pensé dos veces, pero era poco habitual que un equipo como el Vendée U tomara una decisión de ese tipo. Al fin y al cabo, yo tenía diecisiete años, era un ciclista de categoría júnior y ni tan siquiera tenía edad suficiente para participar en las mismas carreras que los demás miembros del equipo. Era algo típico de mí por aquel entonces; siempre quería ir un paso por delante de lo que me tocaba. Por eso me había puesto como objetivo fichar por el Vendée U, el mejor equipo amateur de Francia. Así que ahí estaba, un día después de hacer los últimos exámenes del instituto, listo para iniciar mi vida como ciclista.

Lo surrealista de mi situación no era lo único que me pasaba por la cabeza. Como nunca había formado parte de ningún tipo de equipo organizado, exceptuando el club ciclista VC York, no tenía ni idea de las estructuras complejas, y a menudo políticas, que existían en los equipos ciclistas. El VC York se había mostrado encantado de ayudarme a conseguir una licencia de corredor y permitirme correr con uno de sus maillots, pero no era más que un club con un comité que organizaba una carrera y una cena una vez al año. Nada más. Cuando acepté alegremente lo que consideraba que era una oferta en firme para unirme al Vendée U, no estaba preparado para el hecho de que la mitad del equipo no se hablara con la otra mitad, y de que Chaminaud, una figura marginal en la jerarquía del equipo, no hubiera avisado a nadie de mi llegada. Cuando por fin me acerqué a los demás y me presenté, los ciclistas, el personal y el director, Jean-René Bernaudeau, parecieron quedarse muy sorprendidos.

El equipo estaba en plena concentración para preparar el Campeonato Nacional de Contrarreloj por equipos, y no tenían tiempo ni el más mínimo interés en retrasar la sesión del día por la llegada imprevista de un flacucho inglés. Chaminaud, algo avergonzado, tuvo una conversación precipitada con Bernaudeau, que consistió básicamente en un intercambio de gruñidos. Me dijeron que esperase donde estaba y que volverían a buscarme después del entrenamiento. Por entonces, mi madre ya se había ido para tomar el transbordador de vuelta a casa, por lo que estaba totalmente solo. Encontré un asiento en el vestíbulo de la casa, me puse cómodo y esperé en silencio a que volvieran.

Mi reacción fue típica de mi modo de ser por entonces. Alguien a quien yo consideraba influyente para mi carrera ciclista me había dicho que esperara, así que esperé, sin darle más vueltas al asunto. No me hice ninguna pregunta, no cuestioné si estaba haciendo lo correcto o no, y tampoco me asaltó ninguna duda sobre el lugar donde me había metido. Mi determinación era tan firme que ni siquiera pensé en la posibilidad de echar de menos mi casa. Quería a mi madre y sabía que estar lejos de mi hogar iba a ser un reto, pero, al mismo tiempo, sabía que ella ya había hecho todo lo que estaba en sus manos para ayudarme a conseguir mi objetivo llevándome hasta ahí. Ahora tenía que escuchar a otras personas, y la idea de albergar sentimientos como echar de menos mi casa me parecía una auténtica pérdida de tiempo. Era como si hubiera extirpado esa parte de mi cerebro con un bisturí y la hubiera dejado en York mientras preparaba el equipaje, convencido de que no iba a servirme de nada.

Aún no sé exactamente por qué decidí que quería convertirme en ciclista profesional. Los estudios se me daban bien; no procedía de una familia sin recursos; no tenía ninguna obligación de intentar ganarme la vida así. A pesar de que mis padres se habían separado cuando solo tenía dos años, yo era tan pequeño que no me afectó, y tuve una infancia tan feliz como la de cualquier otro niño. Llevaba lo que consideraba una vida del todo normal. Me crie con mi hermano, Eddie, y mi madre, Jane, en York, pero pasaba los veranos y las vacaciones escolares en Finlandia. Desde pequeños, Eddie y yo nos acostumbramos a viajar de un país al otro. Como tenía cuatro años más que yo, Eddie se tomaba muy en serio la responsabilidad de cuidarme. Yo era su hermano pequeño y él siempre se preocupaba de que no me pasara nada en los viajes.

A ambos nos gustaba mucho ir a Finlandia. El país entero nos parecía un parque. Las regiones más rurales estaban tan poco pobladas que, para nosotros, eran un mundo lleno de oportunidades. Era un lugar tranquilo y seguro, podíamos caminar hasta cansarnos, en cualquier dirección, con la seguridad de que todas las personas con las que nos cruzáramos conocían a mi padre y sabían quiénes éramos. Mi padre, que quería que fuéramos independientes y nos buscáramos la vida, nos daba mucha libertad. Eddie y yo teníamos ganas de aventura y triscábamos por el campo como perros salvajes, trepábamos a los árboles, nos bañábamos en los lagos, conducíamos los tractores de la granja y jugábamos entre las pacas de paja de los establos.

En ocasiones, mi padre intentaba educarnos. Cuando hacíamos algo, aunque fuera la más banal de las tareas, siempre nos exigía que lo hiciéramos lo mejor que sabíamos. Quería que nos esforzáramos, que mejoráramos constantemente. Fue aquí, quizá más que en ninguna otra parte, donde se forjó mi determinación por alcanzar el éxito. Los chapuzones en el mar del Archipiélago se convirtieron en la búsqueda del peñasco más alto desde el que saltar en las aguas heladas. Las excursiones en bicicleta se fueron haciendo cada vez más largas, hasta que con nueve años ya podía correr más de cien kilómetros.

En una de estas excursiones nos pilló una fuerte tormenta de verano cuando aún estábamos a veinte kilómetros de casa. La lluvia caía con fuerza y se hizo tan oscuro que decidimos circular en fila de a uno por seguridad, y como yo era el pequeño, me tocó ir delante. Solo podía pensar en llegar cuanto antes a casa y darme una ducha bien caliente. La bicicleta pesaba una barbaridad, solo tenía una marcha y freno de contrapedal, pero seguí pedaleando y empecé a coger velocidad. Corría encorvado sobre la bicicleta mientras sentía que el agua gélida me empapaba las zapatillas. Apenas veía la carretera y lo único que tenía en la cabeza era llegar cuanto antes a casa. Cuando por fin llegué, me sorprendí al ver que estaba solo. No había oído ningún accidente, así que no le di más importancia al asunto y me dirigí a casa. Cuando llegaron mi padre y Eddie, yo ya estaba duchado y calentito. Mi hermano no se lo podía creer.

«¿Qué coño has hecho?»

«Pedalear. No quería dejaros atrás, solo llegar a casa.»

«¿No estabas cansado? No hemos podido seguirte el ritmo. Nos has dejado clavados.»

«Claro que estaba hecho polvo y congelado, pero quería llegar cuanto antes, por eso pedaleé con fuerza. Pensaba que me estabais siguiendo.»

«¿Es que no has mirado atrás?»

Me di cuenta de que no lo había hecho. Creía que a lo mejor estaba enfadado por haberlos dejado atrás. Pero a Eddie no le molestaba que fuera más rápido que él, simplemente no comprendía cómo alguien podía seguir pedaleando sin volver la vista atrás para ver qué hacían los demás. Puede que Eddie no tuviera la actitud implacable de un atleta de alto rendimiento, pero yo sí.

Si Eddie estaba disgustado, mi padre, cuando se recuperó del susto de que su hijo pequeño lo hubiera dejado atrás, estaba sin duda impresionado. Para mi padre, todo, incluso el afecto y la atención, tenía que ver con el rendimiento. Y como esto era lo único que yo conocía, me parecía lo normal. Hasta que no empecé a ver las expresiones de asombro de los amigos de la familia al enterarse de una de estas gestas, no me di cuenta de que quizá sí era algo extraño.

Al igual que muchos niños, empecé a practicar todo tipo de deportes siendo muy pequeño, y gracias a ese esfuerzo descubrí que se me daban bastante bien. Fue solo cuestión de tiempo hasta que encontré un deporte al que podía dedicarme con un objetivo real en mente. Cuando descubrí el ciclismo, me di cuenta de inmediato de que había encontrado el deporte adecuado para mí. Tenía algo distinto, aunque por entonces yo era demasiado joven y nervioso para preguntarme qué era, pero a diferencia de otros deportes, por los que perdía el interés rápidamente, me llamó la atención desde el primer momento.
Fue en 1990 cuando descubrí el ciclismo de verdad. Mi madre me había llevado a ver el critérium de Kellogg’s, que se celebraba en el centro de York, y vi a Malcolm Elliott. Había ganado la clasificación por puntos de la Vuelta a España. Parecía un puto gladiador. Estaba moreno y tenía unas piernas tan musculosas que parecían talladas en caoba. Era un tío guay: llevaba una cinta para el pelo del Teka y lo acompañaba una chica muy pija. Llamaba la atención en todos los sentidos: su bicicleta, sus zapatillas, él mismo. Hacía que los ciclistas parecieran personas especiales. En cierto sentido, no se parecían al común de los mortales; sus cuerpos eran auténticas máquinas concebidas para correr. Yo casi no podía apartar los ojos de él; fue como si estuviera viendo la personificación de todos los héroes que había tenido. No era como ver a un chico mayor haciendo piruetas con una BMX, era alguien fascinante, como una estrella de cine salida de la pantalla. La experiencia dejó huella en mí, pero lo que vi en York duró demasiado poco. Quería más, y ese mismo verano, fui a ver el Kellogg’s Tour, que pasaba por White Horse Bank, cerca de donde vivía. Robert Millar, que en ese momento corría para Z, lucía el maillot de la montaña, y recuerdo vívidamente su mirada cuando subió esa colina. Era estimulante ver reflejado en sus rostros el esfuerzo que estaban realizando.

El ciclismo de carretera no era un deporte de masas en Inglaterra, pero ver esas carreras profesionales tan espectaculares y oír hablar de ciclistas con nombres extranjeros que corrían para equipos de nombre exótico hizo que quisiera entrar en ese mundo. El ciclismo no era un deporte de esencia inglesa como el críquet o el fútbol; el ciclismo era de otro planeta. Me obsesioné con todo lo que este lejano mundo del ciclismo profesional parecía ofrecer. No tardé en olvidarme de la Vuelta a Gran Bretaña, que duraba una semana, y de los critériums urbanos. Mis horizontes se ampliaron y se fijaron en la carrera más grande de todas: el Tour de Francia. Era lo más grande que podía imaginar. Estaba obsesionado con ello, del modo en que solo puede estarlo alguien con tanto tiempo libre como un niño. Empecé a comprar y a estudiar los mapas de Michelin de los Alpes. Yo era joven, un soñador, pero sabía que había tomado la decisión de hacer esos sueños realidad; cuando miraba el Col de la Croix de Fer en un mapa, establecía un vínculo real con ese lugar. Bourg-d’Oisans no era un nombre salido de un libro de Tolkien: era un lugar en el que vivía gente de verdad que iba a la escuela y trabajaba.

Estoy seguro de que los niños de once años no suelen gastarse la paga semanal en mapas del sur de Francia, pero yo estaba empezando a cerrar la brecha entre el mundo inconcebiblemente exótico del ciclismo profesional y mi vida en York. Al comprar los mapas e intentar ubicar esos lugares en la realidad, empezaba a dar los primeros pasos para salvar esa barrera. Sin embargo, los primeros pasos para convertirme en ciclista profesional los había dado en casa.

«Mamá, tienes que escribirle una carta al director de la escuela.»

Era tarde para estar cenando un día entre semana, pero la sesión de entrenamiento había acabado siendo, como sucedía habitualmente, mucho más larga de lo prometido antes de salir de casa. Eran casi las nueve, y mi madre, que me estaba sirviendo la porción de pastel de carne que me había guardado, me miró.

«¿A qué te refieres, Charles?»

«A que estoy perdiendo el tiempo en la escuela y creo que podría emplearlo mejor.»

«¿Qué quieres decir?»

En casa siempre me habían animado a pensar y expresarme como un adulto, y con quince años y una confianza en mí mismo cada vez mayor, empezaba a expresarme sin rodeos. Le expuse mi argumento.

«Quiero dejar de perder el tiempo haciendo deporte en la escuela los miércoles por la tarde y aprovecharlo para correr en bicicleta. El objetivo de ir a la escuela es prepararme para el futuro, y sé que no voy a ganarme la vida jugando a rugby o a fútbol. Yo quiero ser ciclista, por lo que es muy importante que me entrene. No me perderé ninguna clase de las demás, pero no soporto entrenarme a oscuras: es peligroso y cuando llego a casa no tengo tiempo para hacer los deberes…»

Por aquel entonces mi madre ya sabía que quería ser ciclista. Hasta ese momento nunca habíamos hablado sobre si iba a dejarme que intentara ganarme la vida como profesional. Mi padre había sido jinete profesional y, aunque labrarse una carrera en el deporte profesional, fuera cual fuera, era algo sumamente difícil y muy precario, mi madre, más que ninguna otra persona, siempre había tenido una fe ciega en mí. Cuando, con solo diez años, le dije por primera vez que quería correr el Tour de Francia, ella aceptó mi decisión e hizo todo lo que pudo para que empezara a correr, y me llevó a las carreras que se celebraban por todo el país. Se pasaba todos los fines de semana en los aparcamientos de los pueblos, con el Sunday Times y un termo de té, esperando pacientemente a que yo corriera la carrera. Era su forma de apoyarme. Después de cada carrera, en el camino de vuelta a casa, dejaba en mis manos la posibilidad de hablar de cómo había ido. A veces guardaba un silencio malhumorado durante todo el trayecto, pero nunca se enfadó ni me presionó para hablar de ello. Mis carreras eran mis carreras y yo lo hacía lo mejor que podía. Ella nunca lo cuestionó. Del mismo modo, yo nunca cuestioné que tuviera que acabar la educación obligatoria; siempre me había parecido un trato justo. Iba a la escuela, sacaba buenas notas y, así, podía pasar el tiempo libre compitiendo o entrenando. Sin embargo, también sabía que si ahora me permitía salirme con la mía, iba a inclinar la balanza a favor del ciclismo para dedicar menos tiempo a mi educación. A pesar de que se acercaban los exámenes de bachillerato, yo estaba convencido de que era lógico dedicar más tiempo al ciclismo. Era algo razonable y práctico, y me daría cierta ventaja con respecto a todos los demás de mi edad.

Mi madre miró el reloj de la pared antes de volver a posar la mirada en mí y contestó sin el menor deje de reticencia: «Bueno, si crees que deberías dedicar más horas a correr en bicicleta, escribiré la carta».
Era la respuesta que quería. Supe entonces que tenía la bendición de mi madre para hacer realidad el objetivo que me había planteado.

Al cabo de dos semanas, después de engullir el almuerzo y de cambiarme a toda prisa en los vestuarios de la escuela, cogí mi bicicleta en el aparcamiento. Cuando encajé las botas en los pedales y me dirigí hacia las puertas de la escuela, me embargó una emoción increíble. El director de la escuela Bootham me había dado permiso para saltarme la clase de deporte del miércoles por la tarde para que saliera a entrenar. Al franquear las puertas y oír que el bullicio del patio se desvanecía a mis espaldas, sentí una sensación de libertad y éxito que no había experimentado en toda mi vida. Dejaba atrás una vida normal y corriente, y empezaba a adentrarme en el mundo con el que había soñado.

No solo me obsesionaba el acto físico de montar en bicicleta, sino que tenía muchísimas ganas de aprender todo lo que pudiera sobre el mundo del ciclismo. Me empapé de todas las historias sobre cómo habían alcanzado el éxito todos mis predecesores. Leí todos los libros y revistas sobre el tema. En cierto modo, la búsqueda de todas estas historias era tan divertido como el hecho de leerlas. Por entonces aún no había internet y ninguna forma clara de acceder a esta información; accedí al mundo del ciclismo profesional con cuentagotas, a través de encuentros, rumores y libros que pasaban de mano en mano.
Como no podía ser de otra manera, empecé a buscar a gente que pudiera ayudarme a lograr mi objetivo. El apoyo de mi madre, que me llevaba a todas las carreras, había sido crucial, pero cuando llegué a categoría júnior, supe que necesitaba a gente a mi lado que conociera a la perfección el mundo profesional.

Conocí a Mike Taylor en el Vuelta a Irlanda júnior, el otoño antes de partir hacia Francia. Hacía poco que Mike había sido nombrado director del equipo júnior de Gran Bretaña, con el que iba a correr esa carrera. Enseguida sentí un gran vínculo con Taylor, que había llevado a un sinfín de equipos británicos a Europa desde hacía muchos años. Conocía a ciclistas, comprendía el deporte y tenía muchísima más experiencia que cualquiera de las personas a las que yo conocía. Mike no era la persona más indicada si eras apocado; era un tipo directo que no se andaba con chorradas. En esa semana que pasé en Irlanda tuve la sensación de que había encontrado a una figura clave de mi futuro. Quería saber cómo llegar a ser profesional, y sabía que Mike podía ayudarme. En cuanto regresamos de Irlanda, hablaba con Mike por teléfono casi a diario y lo asediaba con más y más preguntas. Gracias a su guía encontré el camino que iba a tomar.

Me quedó claro que el único método para llegar a ser ciclista profesional consistía en ir a Europa e intentar lograrlo o morir en el intento. No había escuelas ni academias; era algo que dependía de cada ciclista y de intentarlo sin desfallecer. Era la única opción. Poco había cambiado desde los sesenta: para ser aceptados en el pelotón, los ciclistas británicos tenían que adaptarse a un país distinto. No era solo una cuestión de irse de casa para encontrar trabajo. Tenías que estar dispuesto a romper con todo y a hacer todo lo que te pidiera un director francés o belga que no tenía ninguna obligación de cuidar de ti si querías ser un poco mejor que los demás. Para mí, y quizá también para otros, todo esto formaba parte de la atracción de convertirte en ciclista profesional europeo; conseguirlo era lo máximo a lo que podía aspirar un ciclista británico, ya que era muy poco habitual que alguien lo hiciera, y se trataba de un objetivo sumamente difícil de conseguir. Así pues, cuando llegué a la concentración de Vendée U en Francia ya sabía que no iba a encontrarme con algo que pudiera abrumarme. Una cosa tenía clara: era un hombre con una puta misión.

Durante los primeros días en Francia, las cosas no mejoraron demasiado. Después de esperar pacientemente a que regresaran, el equipo volvió del entrenamiento y me llevaron con ellos a la casa de Saint-Maurice-le-Girard, donde me di cuenta de nuevo de que no había llegado en el mejor momento. Durante el trayecto me explicaron que la casa del equipo estaba bajo la supervisión de un polaco que en su momento había sido ciclista, pero que ahora trabajaba en la tienda de deportes que había al otro lado de la carretera, que era propiedad de Bernaudeau. Vivía ahí con su mujer y los ciclistas extranjeros: Aidan Duff, Piotr Wadecki (otro polaco) y Janek Tombak, un estonio. Aidan Duff, que era irlandés, estaba en una carrera. Conocía a Aidan porque tenía cierta fama e imaginé que hallaría en él un aliado con el que al menos poder hablar en inglés. Sin embargo, iba a tener que esperar unos cuantos días para verlo.

Bernaudeau, que se moría de ganas de ir a su casa a comer, me hizo una visita guiada de no más de treinta segundos sin moverse, señalando con un brazo las distintas puertas que se veían desde el vestíbulo. Después asomó la cabeza en la cocina y explicó al grupo de europeos del este que iba a vivir con ellos. Entonces se volvió, me miró y dijo: «Dúchate antes de la una de la tarde. Luego no queda agua caliente». Y añadió: «Habrá muchos corredores. Etiqueta tu comida si no quieres quedarte sin ella».
Tras esos dos consejos, Bernaudeau dio la visita por concluida y se dirigió hacia la puerta de la calle. Eso fue todo. La casa era bastante sencilla; parecía un lugar en el que vivía gente mayor, o incluso alguien que acababa de fallecer, como si los ocupantes solo tuvieran suficiente energía para limpiar las cosas que tenían a su alrededor, y todo lo demás permaneciera bajo una capa de polvo, olvidado y fuera de lugar. Puede que Vendée U fuera el mejor equipo de Francia, pero el alojamiento que proporcionaban parecía la celda de un puto terrorista.

Miré de nuevo a mi alrededor, pero no me inmuté. Sabía que no había otra opción si quería ser ciclista profesional. Era un rito de iniciación.

Para ser sincero, había una parte de mí que se consideraba incluso afortunado. Las historias que había leído de mis predecesores británicos me habían preparado para aceptar todas las situaciones de mierda por las que iba a tener que pasar. Veía todas esas penurias como un proceso que me iba a permitir conseguir la legitimidad necesaria. Incluso cuando vi el lugar cochambroso que iba a convertirse en mi nuevo hogar, solo tuve sentimientos de culpa. En el fondo sabía que, en comparación con mis predecesores, lo había tenido relativamente «fácil» porque podía comprar una tarjeta telefónica de France Télécom y llamar a mi madre si lo necesitaba.

Las primeras semanas en Francia no se parecieron en nada a lo que había imaginado. No porque me trataran mal, sino porque no me trataron.

Tuve que armarme de valor, pero había llegado el momento de hacer algo. Fui a la oficina donde sabía que encontraría a Jean-René Bernaudeau haciendo llamadas y repasando documentos, llamé a la puerta y entré. Jean-René no se sorprendió al verme; en las pocas semanas que llevaba en Francia había sido una presencia casi constante en el taller del equipo. Aparte de los entrenamientos, no tenía mucho más que hacer. El hecho de que fuera júnior había causado un problema mucho mayor que la incomodidad de mi llegada. El equipo no sabía cómo conseguir la licencia de un ciclista júnior, ni en qué carreras podía participar al ser extranjero. En resumen, no sabían qué hacer conmigo. Me pasé las dos primeras semanas entrenando, en casa y haciendo pequeños encargos como cortar el césped. Me di cuenta de que si no hacía algo con mi situación, nadie lo haría por mí. Había decidido adoptar una actitud proactiva.
Abrí mi ejemplar de la revista France Cycliste, publicada por la Federación Francesa de Ciclismo, y, echando mano del francés que había aprendido en el instituto, pregunté: «Est-ce que c’est possible de allez faire cette course?».

Jean-René me miró algo sorprendido y respondió de forma evasiva con un gesto típicamente galo mientras encogía los hombros y lanzaba un largo y especulativo «Ouais…».

Era el tipo de respuesta cauta que esperaba. Aunque había sido Chaminaud, el entrenador del equipo, quien me había invitado a correr con ellos, apenas lo había tratado tras la reunión inicial; no tardé mucho en descubrir que, en realidad, era Jean-René Bernaudeau quien lo dirigía todo y se había visto obligado a cargar conmigo.

Le dije: «He comprado un ejemplar de France Cycliste y un mapa y he buscado las carreras que están más cerca. Lo he consultado y puedo correr con la licencia internacional, así que me he inscrito en todas las carreras del próximo mes».

Me miró con incredulidad y vi que se le encendía la bombilla: «¡Mierda! Este tipo quiere correr de verdad». La primera carrera se celebraba a una hora de donde vivíamos, y después de exponerle mis planes, sabía que todo dependía de Jean-René.

«Pues ya puedes ir cogiendo la camioneta de la tienda de deportes y conducir tú mismo hasta ahí. Bonne chance.»

El hecho de que me prestara la camioneta era una clara señal de aprobación, de modo que cuando llegó el día de la carrera lo preparé todo y me eché a la carretera. La carrera, de categoría Nationale, era para ciclistas jóvenes o que tienen un trabajo y corren por diversión: una auténtica competición amateur. En cuanto bajó la bandera de salida me puse a pedalear con todas mis fuerzas, como hacía siempre por entonces, atacando desde el principio. Gané todas las metas volantes y la carrera. Después de recibir los trofeos, lo recogí todo y regresé a casa satisfecho por la victoria, pero sin darle demasiada importancia al proceso por el que había pasado para ir y volver de la carrera. A fin de cuentas, era lo que me tocaba hacer. Pero los demás miembros del equipo y el personal técnico estaban asombrados. «Joder, ¿lo has hecho todo solo?» Para ellos ganar era una cosa, pero fue mi actitud lo que más los impresionó. A la mayoría de ciclistas de mi equipo no se les pasaría por la cabeza ir a una carrera sin un utilero o un mecánico, o al menos alguien que se encargara de conducir. Y yo lo había hecho todo sin ayuda.
Los impresionó, pero creo que también tuvo algo que ver la imagen de bicho raro que tenían de mí. Supongo que tenían razón: los demás ciclistas de mi edad se entregaban a este deporte, pero siempre tenían tiempo para disfrutar de la vida; en mi caso, parecía que nada más importaba. El hecho era que, por primera vez en mi vida, lo único que hacía era montar en bicicleta, estaba muy obsesionado con ello; el hecho de saber que no iba a hacer otra cosa en todo el día que no fuera correr en bicicleta era increíblemente emocionante. Sin embargo, mis compañeros venían de un mundo distinto. En Francia el ciclismo es un deporte de masas, y por entonces a los jóvenes que tenían algo de talento los agasajaban como príncipes desde la primera carrera que ganaban. Eran vedettes, pequeñas superestrellas, y se enfrentaban al mundo profesional con cierta despreocupación porque habían crecido con él. Yo era el polo opuesto: el ciclismo era un deporte tan minoritario en el Reino Unido que estaba acostumbrado a que me trataran como a un tipo raro. Ambas culturas ciclistas eran tan distintas que alumbraban a corredores muy diferentes.

El modo en que cuidábamos de nuestras bicicletas era un ejemplo revelador. Yo limpiaba la mía cada día después del entrenamiento con diésel, y lo hacía hasta dejarla inmaculada. Me aseguraba de que estaba lista para la carrera todas las mañanas, todos los putos días. Los demás corredores y el personal técnico se fijaban en ese detalle, y estoy seguro de que se reían de mí. La cuestión era que a los corredores del Vendée U siempre les habían dado las bicicletas los distintos equipos y clubes para los que habían corrido, mientras que yo siempre había corrido con mi bicicleta, utilizando los recambios y cuadros que me había comprado con mi dinero. Luego, a final de temporada, desmontaba la bicicleta, limpiaba todas las partes con Brasso y las envolvía en periódico para que pasaran el invierno en un entorno seco y cálido. Siempre había considerado que tenía que cuidar de la bicicleta porque me había costado mucho conseguir todas las piezas. Pero mis compañeros del Vendée U no lo veían igual. Cuando, años más tarde, llegué a ser profesional, también adopté su actitud. Mi bicicleta de carretera daba vergüenza, siempre estaba sucia y las cubiertas de las ruedas de entrenamiento estaban llenas de grandes agujeros. Pero en los noventa limpiaba la bicicleta a diario, como un obseso, mientras mis compañeros se reían de mí. Me daba igual.

Ese verano gané varias carreras, pero a finales de julio todo cambió.

Un día Jean-René me llevó a una típica casa francesa de las afueras y llamó al timbre. Él cargó con las bolsas de material y yo con la bicicleta. Era una cálida noche de verano y los aspersores regaban el cuidado jardín que había en la parte delantera de la casa. Mientras observaba el césped, se abrió la puerta y apareció un hombre algo mayor que Jean-René, y al que había visto en algunas de las carreras locales. Enseguida nos hizo pasar.

En cuanto entramos, me sorprendió la oscuridad que reinaba: todas las persianas de la casa estaban bajadas para impedir que entrara el calor, y ni tan siquiera se habían abierto para refrescar las habitaciones. La casa estaba limpia y ordenada, y, a pesar de la sensación de calma que provocaba la oscuridad, transmitía sensación de hogar. Entramos en la cocina y nos sentamos a la mesa. El hombre, muy amablemente, nos ofreció algo de beber. Abrió la nevera y sacó una cerveza francesa fría para Jean-René y una botella de agua con gas para mí. En cuanto abrió la puerta noté el fuerte aroma del queso francés. Era la primera vez que estaba en un hogar francés. Hasta entonces había vivido en Francia con cuatro extranjeros; nuestra nevera solo olía a moho y leche pasada, y el resto de su contenido no tenía nada de francés. Sin embargo, aquí me di cuenta de que estaba en un hogar francés. Debería haberme invadido una gran alegría por el olor de la comida de verdad, pero todo aquello no hizo sino que me hundiera un poco más.

Unos días antes me habían dicho que iba a dejar la casa del equipo porque Jean-René había encontrado un alojamiento que consideraba más «adecuado» para mí, a pocos kilómetros de distancia, en la ciudad de La Roche-sur-Yon. Sin yo saberlo, habían acordado que me iría a vivir a la casa de uno de los corredores júnior del club ciclista de la ciudad. La Roche era un club que tenía algún vínculo con el Vendée U —llevaban una equipación parecida—, pero no eran lo que podríamos llamar un equipo ciclista; eran en realidad un club lleno de veteranos y colegiales. Las vacaciones escolares habían empezado y o bien Jean-René o los padres del chico debían de haber decidido que no debía de ser muy agradable para un chico como yo vivir en la casa del equipo sin gente de su edad. Quizá creían que si me quedaba con ellos podría hacer actividades «normales» en lugar de limitarme a montar en bicicleta o a limpiarla. Fue un gesto amable, pero yo estaba tan cegado por mi determinación que, en vez de alegrarme por las comodidades que me ofrecía el entorno familiar, me quedé hecho polvo; me sentí como si aún fuera al instituto y me hubieran enviado de intercambio.

Tozudo como era, para mí el Vendée U representaba el único lugar donde quería estar: Vendée U era la vía más rápida para labrarme una carrera ciclista. La vida en la casa no era fácil: el matrimonio polaco se había ido poco después de mi llegada, y con ellos desapareció cualquier rastro de disciplina y limpieza. En el mejor de los casos, cada uno fregaba el plato y su parte de la mesa; lo demás (como la ducha o el aseo) ni se tocaban. El lugar daba asco, pero había dos cosas que hacía que valiera la pena vivir ahí. La primera era el hecho de que, a pesar de que no corría en carreras con el equipo, el mero hecho de estar ahí servía para abrir una rendija en la puerta. La segunda era que sentía que había hecho un amigo de verdad.

Aidan y yo habíamos congeniado desde el primer momento. Cuando regresó a la casa tras una carrera y se enteró de mi llegada, no sabía quién era yo ni qué hacía ahí, pero tampoco pareció muy sorprendido de verme ahí. Se presentó y no tuvimos ningún problema, me saludó y nos pusimos a hablar como si yo llevara toda la temporada con el equipo. Así era Aidan; aceptaba lo que sucedía encogiéndose de hombros y con una sonrisa, y seguía con lo suyo.

El hecho de que me enviaran a La Roche hizo que me sintiera como si la hubiera cagado, que no había rendido a suficiente nivel en las carreras, aunque las hubiera ganado todas. Desde el momento en que Jean-René se levantó y me dejó sentado a la mesa de la cocina, me dediqué a dar vueltas por la casa como un adolescente huraño y a torturarme por el hecho de que me hubiesen bajado de categoría. Entrenaba solo por las mañanas y pasaba las tardes tumbado en la cama, leyendo France Cycliste una y otra vez. Los adolescentes no acostumbran a ser los maestros de la sutileza, y la familia enseguida se dio cuenta de que no estaba bien. Al cabo de unos diez días, el padre llamó a la puerta de la habitación algo incómodo y entró.

«Charly. Nos hemos dado cuenta de que no pareces muy feliz aquí, así que he hablado con Jean-René… Si es lo que quieres, puedes volver a la casa del equipo…»

En cuanto pronunció esas palabras no pude ocultar mi alegría. Sin detenerme a pensar en la posibilidad de que la familia pudiera sentirse incómoda, o si era yo quien debía estarlo, recorrí la casa con una sonrisa en la boca, recogiendo mis cosas, y me puse a hacer las maletas. Cuando, al cabo de media hora, oí que llegaba el coche del equipo, salí corriendo por la puerta para regresar a la casa del equipo. En cuanto volví al cuchitril lleno de ciclistas polacos con los que apenas podía comunicarme, me puse más contento que unas pascuas. Era más feliz en una casa llena de hombres solitarios que disfrutando de la vida plácida con una familia.

Cuando regresé a la casa, seguí ganándolo casi todo, y, como sabe cualquier ciclista, cuando estás tan motivado, mientras ganas todo lo demás te parece bien. Por entonces, no me costaba demasiado ganar, pero aún me quedaba mucho que aprender.

Antes de volver a casa al final de ese primer año, en 1996, aprendí una de mis primeras lecciones como ciclista. Por primera vez era otra persona la que me sometía a una gran presión, no solo yo.
Después de haber vencido a la superestrella local, Sandy Casar, y de ganar una de las carreras del Mundial júnior celebrado en la Bretaña, Jean-René decidió que acudiera al Gran Premio de las Naciones, una prestigiosa prueba contrarreloj que se celebra a final de año, que también se disputa en categoría júnior. Solo se corre por invitación, otorgada por los mismos organizadores del Tour de Francia. Sin embargo, por el motivo que fuera, no me aceptaron. Jean-René estaba furioso y cuando tenía una causa por la que luchar se convertía en una auténtica fuerza de la naturaleza: nada podía detenerlo. Me llamó a su despacho y me dijo: «Siéntate. Voy a solucionarlo».

En ese mismo instante llamó a los organizadores del Tour, y aunque me moría de ganas de participar en la competición, mientras lo escuchaba me entraron ganas de decirle que daba igual, que no iba a acabarse el mundo si no podía disputar el Gran Premio. Lo oí todo: insistió en que iba a hacerlo muy bien, utilizando siempre el estilo bravucón de los franceses cuando se sienten insultados: «Tenéis que inscribir a este chico. Os prometo que lo hará bien».

Antes de este episodio, la única presión que había sentido me la había autoimpuesto. Ahora las tornas habían cambiado: un flacucho como yo, Charly Wegelius del VC York, no podía dejar en ridículo a Jean-René Bernaudeau. El hecho de que ese hombre, que había tenido una exitosa carrera profesional y había dirigido al equipo profesional del Castorama, confiase en mí hizo que me pusiera a temblar desde la cabeza hasta la punta de las zapatillas Carnac azul y amarillas de mi equipo. A pesar de lo joven que era, entendía a qué me enfrentaba. Más adelante habría de averiguar que la presión, y la capacidad para manejarla, era uno de los elementos clave de ser un ciclista profesional.

Después de jugársela por mí, Jean-René me apoyó sin reservas. Para él se convirtió en una cuestión de honor que yo rindiera a un buen nivel, y puso todos los medios del equipo a mi disposición. Me envió a la carrera con un coche del equipo, tres bicicletas, cuatro ruedas disco y el masajista del equipo, Jacques Duchain. Jacques había trabajado en el ciclismo profesional durante años, y había trabajado con varios equipos profesionales franceses. Era muy bueno, el mejor que tenía el equipo, y ahora lo tenía solo para mí.

La carrera se celebraba en el Lac de Madine, cerca de Nancy, en el noreste de Francia. Me desplacé con Jacques el día antes y observé con asombro cómo planeaba meticulosamente mi horario. Su presencia me calmaba, pero no lo suficiente para deshacerme de la tensión que me atenazaba. Yo, que habitualmente tenía un sueño plácido y tranquilo, esa noche dormí por primera vez muy agitado.
La mañana de la carrera los nervios fueron a más. Lo único que quería era subir a la rampa y ponerme a pedalear; hasta que no pudiera tomar la salida cada segundo era una agonía.

Cuando llegué a la rampa y me sujetó el comisario, intenté no pensar en nada más. Me concentré en la cuenta atrás; miré al controlador que no apartaba los ojos del cronómetro y empezó a agitar su mano peluda delante de mí, escondiendo los dedos uno a uno: «Cinq… quatre… trois… deux… un… TOP!!».
Me podían tanto las ganas que salí a toda mecha y la rueda resbaló un poco en la superficie de la rampa de madera, que estaba algo húmeda por el rocío. Por un momento el corazón me dio un vuelco, pero cuando llegué al asfalto sin perder el equilibrio, volví a pedalear con todas mis fuerzas. Lo di todo desde el primer momento. Al dejar atrás las barreras que llevaban al circuito abierto empecé a hiperventilar. Jadeaba como un perro demasiado estúpido como para dejar de perseguir al conejo. Cuando dejé atrás el centro de la ciudad para adentrarme en la campiña, oí el chirrido de los neumáticos del coche del equipo y noté los ojos de Jacques clavados en mí. El recorrido era ondulante, pero no soplaba aire. Solo podía pensar en la imagen que tenía en la cabeza; Jean-René hablando por teléfono: «Os prometo que lo hará bien». Los pulmones me ardían, pero estaba tan desesperado por hacerlo bien que me enfadé conmigo mismo por estar sufriendo. Me torturé, me puse a pedalear con más y más fuerza, pero nada era suficiente. Seguía exigiéndome más; cuando llegué al límite me provoqué para dar aún más. Los treinta y cinco kilómetros pasaron rápidamente, envueltos en una especie de neblina. Tenía la vista fija en el punto más lejano del horizonte y le exigía a todas las fibras de mi cuerpo que me llevaran a ese punto tan rápido como fuera posible.

Crucé la línea de meta como un rayo, acompañado de la voz del speaker, pero en ese mismo instante deseé que todo empezara de nuevo. Estaba seguro de que no bastaba. Me dirigí al aparcamiento y busqué a Jacques con la mirada. A medida que el dolor del esfuerzo se mitigaba un poco, vi el coche del Vendée U aparcado en batería, a cincuenta metros de donde me encontraba. Jacques bajó del asiento del conductor y se puso a gesticular, emocionado. De repente vi que había valido la pena. Me detuve delante del coche y Jacques me agarró de los hombros: «¡Fantástico, Charly, fantástico!». No podía ocultar la emoción; había pulverizado el mejor tiempo. Había cumplido con la promesa de Jean-René. Había ganado y le había sacado más de un minuto y veinte segundos al segundo clasificado, una diferencia enorme en esa distancia.

En el camino de vuelta a casa, Jacques no cabía en sí de alegría. Era como si hubiera descubierto algo muy especial. Más que la victoria, creo que había visto algo en mi estilo de pedaleo que creía que podía llevarme muy lejos. Jacques forma parte de la tradición del ciclismo, era el típico soigneur con un conocimiento vastísimo adquirido gracias a la entrega a su métier. Conocía el deporte del ciclismo y sabía cómo cultivar el talento. Durante el trayecto, intentó contener un poco su emoción y me habló eligiendo cuidadosamente las palabras: «Charly, esto es el principio de algo. Tienes talento, pero no te emociones más de la cuenta. Si quieres ser profesional, te queda un largo camino y no puedes perder la calma. Es un trabajo duro, tienes que faire le métier, tienes que esforzarte, y mucho, y no perder la cabeza, pero es un gran inicio. Muy prometedor…».

El Gran Premio de las Naciones fue mi última carrera de 1996 y el final de mi primera experiencia en competición en el continente. Antes de regresar a Inglaterra, Jean-René me dijo que me invitaba a regresar la temporada siguiente y que recibiría un sueldo de cuatro mil francos. El hecho de que formara parte de uno de los mejores equipos amateurs de Francia no me parecía un éxito, sino un paso más, del todo lógico. El dinero, como lo demás, era un medio para alcanzar un fin. Cuatro mil francos era una cifra considerable para mí por entonces, pero en mi cabeza solo significaba que, sumado al dinero de los premios que había ganado durante el año, podía pasar el invierno sin trabajar e invertir el tiempo en un asunto tan serio como prepararme para mi primera temporada como sénior. A pesar de que podía concentrarme exclusivamente en mi carrera como ciclista, y que con dieciocho años ya podía dedicarme en exclusiva a la bicicleta, nada me habría bastado para prepararme para mi primera temporada como corredor sénior.

En abril de 1997 me encontraba en la línea de salida del Trophée des Grimpeurs y miré a mi alrededor. Solo unos meses antes era corredor júnior, aunque muy bueno; entonces miré en torno a mí y me vi rodeado de algunos de los mejores profesionales franceses, incluido Richard Virenque, tres veces Rey de la Montaña en el Tour, y sus compañeros del equipo Festina. Yo estaba petrificado. En las carreras de categoría Nationale del año anterior había sido tan superior a los demás que siempre había hecho lo que había querido, y era una sensación que me encantaba. En una carrera miré hacia atrás, a los ojos del único corredor, ya veterano, que me seguía a rueda y casi me reí cuando me suplicó «frena, por favor» porque quería acabar segundo. Había sido sádico y cruel, pero ahora ya no estaba en el patio de los niños pequeños y pronto me tocaría vivir el dolor.

Por ser uno de los mejores equipos amateurs de Francia, el Vendée U participaba en muchas de las carreras profesionales que aceptaban a amateurs; el Trophée des Grimpeurs era una de ellas. Aunque no muy conocida, era una carrera dura y yo solo tenía dieciocho años. Cuando cruzamos la línea de salida, intenté pegarme a la rueda de mis compañeros con la esperanza de que el ritmo no aumentara muy rápidamente y poder mantenerme en el pelotón el máximo tiempo. Fue imposible. La carrera solo tenía noventa y seis kilómetros en un circuito a las afueras de París que consistía, literalmente, en el ascenso y descenso de un puerto. En cuanto empezamos tuve la sensación de que corría en arenas movedizas; los demás ciclistas me adelantaban, y por mucho que lo intentara no podía igualar su velocidad. Ni tan siquiera podía mantener la posición en el grupo. Veía con desesperación cómo me adelantaban todos. Incluso antes de llegar a las primeras rampas, el ritmo ya era infernal; nunca había sentido algo igual. No duré ni una vuelta. Cuando abandoné me sentí avergonzado de mí mismo. Estaba tan abochornado con mi rendimiento que me había resignado a aguantar los gritos de Jean-René cuando me viera. Creía que estaría enfadado o decepcionado, y que el equipo se daría cuenta de que no era tan bueno como creía. Sin embargo, por increíble que parezca, nadie lamentó mi penosa actuación, al menos en apariencia. Mis resultados del año anterior habían convencido a Bernaudeau de que tenía talento, y quizá creía en mí más que yo mismo, o quizá las expectativas que yo tenía no eran del todo realistas. O quizá no lo había hecho tan mal. Sea como fuere, Jean-René siguió contando conmigo, y no dejé de participar en las principales carreras a las que asistió el equipo.

Después de Grimpeurs, fuimos al Tour de Vaucluse, en la Provenza, y las exigencias y el sufrimiento se multiplicaron de nuevo. En una carrera por etapas debes soportar el sufrimiento porque al día siguiente toca volver a correr. Siempre llegaba el último. En cuanto empezaba la acción me quedaba rezagado, me atrapaba el séquito, pero los coches acababan adelantándome y me quedaba descolgado. Estaba alucinado. Bajaba a desayunar y luego volvía a dormir en el breve espacio de tiempo que había entre el desayuno y la carrera porque no podía más.

Por entonces no solo resultaba difícil soportar las carreras. Para mis compañeros de equipo, que en la mayoría de casos eran bastante mayores que yo, yo era un extranjero más que intentaba quitarles el sitio, por lo que no merecía clemencia. En una etapa del Tour de Vaucluse me descolgué por culpa del viento cuando el pelotón avanzaba en abanico y me vi obligado a pedalear con todas mis fuerzas para reincorporarme al grupo, a pesar de que mi compañero de equipo Walter Bénéteau no me dejaba. No me lo podía creer; solo tenía que aflojar un poco para evitar que quedara relegado a la cola, pero se limitó a mirarme y negó con la cabeza antes de echarme. En ese momento me sentí muy decepcionado, y todavía hoy en día lo siento así. No creo que fuera debido a una barrera lingüística, cultural o debido al sentido del humor. Yo quería ser profesional, al igual que todos mis compañeros de equipo, pero como no había muchas plazas, todos luchábamos a brazo partido. Este tipo de rivalidades son las que forjan el carácter de muchos ciclistas o acaban con ellos. Te obligan a rendirte o a entregarte con más afán.

En este entorno, Aidan fue mi única salvación. Cuando llegué, él ya llevaba dos años en Francia. Había pasado por lo mismo que yo y su comprensión nos convirtió en uña y carne.

El dinero escaseaba y los dos decidimos que estiraríamos el nuestro al máximo. Competíamos entre nosotros, inventando nuevos métodos de ahorrar hasta el último céntimo. Era una extensión del mundo del que formábamos parte: se supone que los ciclistas aficionados están arruinados, de modo que nosotros vivíamos conforme a esa imagen. Nos reíamos de nuestra situación, y de nosotros mismos, pero cuando Aidan ponía el coche en punto muerto en una cuesta abajo para ahorrar gasolina, o íbamos al supermercado a las ocho de la tarde para comprar el pan porque era más barato, me miraba con una sonrisa y decía: «Lo estamos haciendo para beber champán más adelante». Se convirtió en toda una obsesión; el mero hecho de quedarnos con las galletas gratis de un hotel Campanile era un gran triunfo.

Nos acostumbramos a buscar tantas formas de ahorrar dinero que a menudo regresábamos de los hoteles cargados de «tesoros», con las maletas llenas de papel higiénico, jabón, sobres de azúcar… cualquier cosa que nos permitiera decir que habíamos ahorrado dinero (y que nos habíamos esforzado más que nuestros compañeros).

Aunque las aventuras con Aidan eran una agradable distracción, no dejaban de ser eso. A mediados de 1998, mi segundo año de sénior en el equipo, sabía que en el fondo, después de encajar tantas patadas, y consciente de que no había participado en ninguna carrera en la que hubiera tenido alguna oportunidad de ganar, la situación debía cambiar. Cada vez me sentía más frustrado. La determinación y la juventud son una combinación que permite que el sufrimiento pase desapercibido. En realidad no sabes cómo te sientes de verdad hasta que el día menos pensado tomas una decisión repentina que lo cambia todo.
Cuando llamé a la puerta de Jean-René casi estaba temblando. Tuve que hacer un gran esfuerzo para poner la espalda derecha antes de pulsar el timbre y, en cuanto lo hice, sentí un subidón de adrenalina, consciente de que no había vuelta atrás. Cuando haces una llamada telefónica difícil siempre hay una fracción de segundo, cuando oyes el primer tono, en la que se te acelera el corazón y piensas: «Aún puedo colgar». Pero en cuanto pulsé el timbre de la puerta supe que no podía irme de casa de Jean-René. Tenía que quedarme sí o sí.

Cuando se abrió el cerrojo, mi corazón empezó a latir con fuerza. Jean-René se sorprendió un poco al verme a las nueve de la mañana: «¿Charly?».

«Jean-René, he venido a decirte que dejo el equipo. Regresaré al Reino Unido en cuanto compre el billete. Te agradezco todo lo que has hecho, pero ha llegado el momento de que me vaya.»
Parecía asombrado.

«Y ¿el Porvenir?».

El Tour del Porvenir, que se celebraba en septiembre, era una de las carreras más importantes de la temporada y solo quedaban tres semanas para que empezara. Sin embargo, yo había tomado una decisión y sabía que era imposible que cambiara de opinión. Me había costado tanto llegar a ese momento que estaba decidido a mantenerme en mis trece.

«No seguiré corriendo para el Vendée U. Me voy, lo siento, pero es lo mejor para mi carrera.»
Eso fue todo. Jean-René aceptó mi decisión, pero yo sabía que se sentía herido en el orgullo. Los ciclistas no abandonaban el Vendée U por voluntad propia. Era el mejor equipo amateur de Francia, y Jean-René era un hombre muy respetado y bien considerado en los círculos en que se movía. Tenía el poder para hacer realidad el sueño de un joven que quería convertirse en profesional, y todo el mundo lo trataba con el merecido respeto. Mi decisión de irme debió de parecerle una reacción insolente, pero para mí tenía sentido.

No fue fácil; la otra cara de la moneda de la determinación que me permitía pasar por alto todas las penurias era que no podía retroceder un paso para avanzar dos. Tarde o temprano tenía que estallar y, al final, tras regresar de unos días de entrenamiento en los Pirineos, sucedió. Esa noche, cuando regresamos a casa nos dimos cuenta de que algo había sucedido (aún no sé qué) durante nuestra ausencia, y alguien había entrado en mi habitación a pesar de estar cerrada con llave. Fue algo sin importancia, tal vez insignificante, pero me tomé la invasión de mi intimidad como algo muy serio; aquel hecho fue el detonante que necesitaba. Me enfadé tanto al descubrir lo que había pasado que empecé a rajar de todo el mundo, y le estaré siempre agradecido a Aidan por el papel que asumió. Hacía tiempo que él se había dado cuenta de mis frustraciones, cuando yo había sido incapaz de ello. De modo que aprovechó la oportunidad y me animó: «Ahora no puedes volver, tienes que irte». Era lo que necesitaba.
Me había trasladado a Francia porque creía que era la única opción que tenía para llegar a ser profesional. Yo formaba parte de una tradición de ciclistas británicos que las pasaban canutas en Francia, que dormían en un colchón sobre ladrillos, en casas infestadas de cucarachas, que lo único que recibían del sistema y la gente a su alrededor eran palos y más palos. Pero a mí todo eso no me importaba. El problema era que no me adaptaba al estilo de carreras de Francia y que no se me había presentado ninguna oportunidad de ganar. Tenía la sensación de que desde que había dado el salto de la categoría júnior no había hecho más que fracasar. En ese primer año en Francia había ganado once carreras, pero desde entonces apenas había logrado un resultado digno. Por primera vez en mi carrera, empecé a perder confianza. Las dudas me asaltaron. Cuando analizaba mi situación me daba cuenta de que o me dejaba la piel contra amateurs de treinta y cinco años en las carreras de la Copa Mavic, o en carreras de la Copa Francesa contra profesionales. Esta era demasiado dura para mí, y las otras, las típicas carreras francesas, se disputaban en carreteras llanas, ondulantes, ideales para ciclistas capaces de pedalear a buen ritmo todo el día, o que iban hasta las cejas de cortisona y no bajaban de un desarrollo 11. Nunca hubo ninguna duda sobre el tipo de ciclista que podía llegar a ser: con mis sesenta kilos, una complexión delgada y ligera era obvio que estaba hecho para la montaña. A pesar de que podía circular a buen ritmo en llano porque era fuerte, mi físico era una gran desventaja en esas carreras llanas y con abanicos.

Cuando empecé a darle más vueltas a las posibilidades reales de convertirme en ciclista profesional, me di cuenta de que esto era un problema. Se necesitan victorias para dar el salto al mundo profesional, simple y llanamente. Sin embargo, yo no conseguía resultados dignos, y el Vendée U abordaba las carreras de forma muy táctica, como si fueran un equipo profesional, lo que me obligaba a estar atento a los movimientos del principio de la carrera, pero lejos de la acción. Empecé a pensar que era una mierda de ciclista, pero Jean-René sabía de ciclismo y estaba convencido de que tenía talento, aunque ignoraba que yo no me daba cuenta de ello. El caso es que fui perdiendo la ilusión. Acababa las carreras y ya está. Tenía la sensación de que nadie me prestaba atención. En realidad, estaba mejorando muchísimo, pero yo no era consciente de ello, y Jean-René nunca abrió la boca para explicármelo.

Cuando ya había aireado todas mis frustraciones, y Aidan me había sonsacado los auténticos motivos de mi situación, me di cuenta de lo que tenía que hacer y de lo que no iba bien. A partir de ese momento ya no soportaba quedarme un día más. Había tomado una decisión. Esa noche le vendí mi coche a Aidan y me preparé para ir a decirle a Jean-René, cara a cara, que me iba para siempre.

«Del libro «Gregario», de Charly Wegelius.

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Por eabarzua

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