Por Norman Mailer
Era un vestuario deprimente. Tal vez se pareciera a los lavabos del metro de Moscú. Espacioso, con redondas columnas revestidas de azulejos blancos; hasta el papel de la pared era blanco. Por consiguiente, se parecía también a un quirófano. En aquel depósito de cadáveres, todos los gemidos quedaban amortiguados. Había azulejos blancos por todas partes. ¡Menudo sitio para prepararse!
Los hombres allí reunidos no irradiaban más alegría que el escenario que los rodeaba. Se encontraban presentes Dundee, Pacheco, Plimpton, Mailer, Walter Youngblood, Pat Patterson, Howard Bingham, el hermano de Alí, Rachman, su entrenador, Herbert Muhammad, su director comercial, Gene Kilroy, Bundini, un turco pequeño y rechoncho llamado Hassan y su sparring Roy Williams; pero ninguno de ellos sabía qué decir.
—Pero, ¿qué pasa aquí? —preguntó Alí mientras entrenaba—. ¿Por qué están todos tan asustados? ¿Qué les ocurre?
Empezó a quitarse la ropa y, con un simple taparrabos, empezó a brincar por la estancia y a boxear al aire.
Roy Williams, ya preparado para subir al ring y pelear el penúltimo combate con Henry Clark, se hallaba sentado sobre la mesa de masajes. Por culpa de un error de cálculo de los demás, había llegado al estadio en el convoy, demasiado tarde para disputar el penúltimo combate a diez asaltos. Tenían el propósito de que saliera a pelear una vez finalizado el gran acontecimiento, lo cual no constituía una perspectiva demasiado halagüeña para un boxeador.
—¿Estás asustado, Roy? —le preguntó Alí danzando a su lado.
—De ninguna manera —repuso Williams con voz densa y tranquila. Era el más negro de la estancia y también el más amable.
—Vamos a bailar —dijo Alí deslizándose por el pavimento y divirtiéndose cada vez que estaba a punto de chocar con una de las columnas que se encontraban a su espalda. Poseía, al igual que un niño pequeño, el sentido de los objetos que tenía detrás como si el círculo de sus sensaciones no terminara en la piel—. Ya lo creo —gritó—, le vamos a pinchar —y siguió lanzando golpes al aire.
Con la excepción de Roy Williams, constituía la única presencia alegre.
—Creo que estoy más asustado que tú —le dijo Norman al sentarse Alí para descansar.
—No hay nada que temer —dijo el púgil—. Se trata simplemente de un día más en la dramática vida de Muhammad Alí. Para mí no es más que un día duro en el gimnasio— se dirigió a Plimpton—. Me asustan las películas de terror y los truenos. Los aviones a reacción me dan miedo. Sin embargo, no tiene uno por qué asustarse de algo que puede controlar con su propia habilidad. Por eso Alá es el Único que me aterra. Alá es el Único con el que tienes que encontrarte independientemente de tu voluntad. Es el Único y no tiene socios —la voz de Alí estaba adquiriendo volumen y compasión; como para evitar utilizar demasiada fuerza en su sermón, prosiguió con voz más pausada—: No hay por qué asustarse. Elijah Muhammad ha pasado por cosas que dejan esta noche en nada. Y, a mi modesta manera, yo también he pasado por tales cosas. Subir al ring la primera vez con Sonny Liston supera cualquier cosa que George Foreman haya hecho o que yo tenga que volver a hacer. Como no sea el hecho de vivir con las amenazas contra mi vida tras la muerte de Malcom X. Auténticas amenazas de muerte. No, no tengo miedo de esta noche.
Se apartó velozmente de los periodistas, como si hubiera finalizado su minuto de descanso en el rincón, y siguió boxeando al aire y jugando con algunos amigos contra los que lanzaba golpes que se detenían a dos centímetros de sus ojos. Al acercarse a Hassan, el turco bajito y gordo, extendió el largo pulgar y el largo dedo índice y le pellizcó el trasero.
Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, el estado de ánimo que reinaba en la estancia apenas mejoró. Era como el rincón de un hospital en el que los familiares aguardan el resultado de una operación. Alí dejo ahora de bailar, sacó la bata que iba a lucir en el cuadrilátero y se la puso. Era una larga bata de seda blanca con un complicado estampado en negro, y su primer comentario fue: “Es una auténtica bata africana”. Se lo dijo a Bundini, el cual lo miró con la resentida mirada de un niño al que se le ha negado una recompensa que se le había estado prometiendo durante una semana.
—Bueno —dijo Alí al final—, vamos a ver tu bata.
Bundini mostró ahora la prenda que había traído para Alí. Era también blanca, pero con unos ribetes verdes, rojos y negros, que eran los colores del Zaire. Sobre el corazón aparecía bordado un mapa del país en verde, rojo y negro. Bundini lucía una chaqueta, se miró al espejo, se la quitó y se la devolvió a Bundini. Se puso de nuevo la primera bata.
—Esta es más bonita —dijo—. En serio, es más bonita que la que tú has traído. Mírame en el espejo; Drew, en serio que es más bonita.
Y lo era. La bata de Bundini se veía sospechosamente deteriorada.
Pero Bundini no miró al espejo. En su lugar, fijó la mirada en Alí. Le estaba mirando enfurecido. Enojados, se miraron el uno al otro durante un largo minuto. “Mira”, decía la expresión de Bundini, “no entorpezcas la sabiduría de tu nombre. He traído una bata que hace juego con mi chaqueta. Tu fuerza y mi fuerza están unidas. Si me debilitas, te debilitas tú. Ponte los colores que he elegido para ti”. Parte de dicha fuerza debía adivinarse en sus ojos. Y, sin duda, también alguna amenaza tácita, porque de repente Alí le propinó un sopapo tan intenso como el disparo de un rifle.
—No te atrevas a volver a hacerme eso —le gritó a Bundini—. Mírame en el espejo —ordenó Alí.
Pero Bundini se negó a mirar. Y Alí le volvió a soltar otro bofetón.
El segundo bofetón fue tan ritual que uno se preguntó si todo aquello no sería algo así como una elaborada ceremonia o tal vez incluso un exorcismo. Resultaba difícil adivinarlo. Bundini estaba tan furioso que no podía ni hablar. Su expresión decía con toda claridad: “Puedes pegarme hasta morir, pero no te miraré en el espejo. La bata que tú has calificado de bonita no es la que te conviene”. Al final, Alí se apartó de su lado.
Había llegado el momento de tomar una decisión acerca de los calzones. Se probó varios. Un par era todo blanco sin adorno alguno, de un blanco tan puro y plateado como las vestiduras sacerdotales del Islam. “Ponte esos, Alí”, gritó su hermano Rachman, “ponte esos blancos; son bonitos, Alí, póntelos”. Pero, tras pensárselo mucho, Alí decidió ponerse unos calzones blancos con una franja negra vertical (en efecto, en las fotografías que se pudieron ver más tarde del combate se observa una franja negra que articulaba todos sus movimientos desde el torso hasta las piernas).
Alí se sentó ahora sobre una mesa situada casi en el centro de la estancia, se puso las grandes botas blancas de boxeo y levantó cada uno de sus pies al aire para que Dundee le rascara las suelas con un cuchillo y las pusiera ásperas. El púgil tomó el peine que alguien le había entregado, uno de aquellos peines en forma de Y, con púas de acero, que los negros utilizan para sus peinados africanos, y se peinó pausadamente mientras le rascaban las suelas de las botas. A una señal de su dedo, alguien le trajo una revista, una publicación zaireña en francés en la que figuraban las listas completas de los combates de Foreman y de Alí. Les leyó los nombres en voz alta a Plimpton y a Mailer, y una vez más hizo hincapié en el número de don nadies con los que Foreman había peleado comparándolos con los famosos púgiles con quienes él se había enfrentado. Era como si necesitara echar de nuevo un vistazo a la médula de su vida. Por primera vez en todos aquellos meses pareció como si quisiera ofrecer una pública representación del miedo que experimentaba en sus sueños. Empezó a hablar como si no hubiera nadie en la estancia y como si murmurara las palabras en sueños:
—Flota como una mariposa, aguijonea como una abeja; no puedes golpear lo que no ves —repitió varias veces, como si las palabras se hubieran desvanecido hace tiempo—. He estado arriba y he estado abajo —mustió—. Sabes que tengo experiencias —sacudió la cabeza—. Debe estar oscuro cuando le ponen a uno fuera de combate —dijo, contemplando el ogro de la medianoche—. A mí jamás me han noqueado —dijo—. Me han derribado, pero no me han noqueado. Es extraño —gritó, como alguien que hubiera estado soñando y hubiese despertado en la seguridad de que el sueño era una red tejida sobre su propia muerte— que lo obliguen a uno a detenerse —volvió a sacudir la cabeza—. Sí, debe ser muy desagradable esperar a que venga la noche y te ahogue —concluyó , y miró a ambos periodistas con los ojos vacíos del enfermo que acaba de descubrir en el torbellino de su situación algo que ningún médico será capaz de comprender jamás.
Después debió llegar al término de su confrontación con los sentimientos que le habían estado atenazando como la niebla, porque utilizó una frase que no utilizaba desde hacía varios meses, desde la última vez que tan graves quebraderos de cabeza les había causado a todos los altos funcionarios del Zaire.
—Sí —les dijo a todos en general—, vamos a prepararnos para el rugido de la selva —empezó a gritar a la gente—. Oye, Bundini, ¿vamos a bailar?
Pero Bundini no contestó. La tristeza se había enseñoreado de la estancia.
—Pero, ¿es que no me oyes? —gritó Alí—. Vamos a bailar, ¿sí o no?
—Vamos a bailar y bailar —repuso tristemente Gene Kilroy.
—Vamos a bailar —dijo Alí—, vamos a baiiii-lar.
Dundee se acercó para vendarle las manos. El observador del vestuario de Foreman, Doc Broadus, se aproximó para estudiar la operación. Era un negro bajito y vigoroso de unos sesenta años que había descubierto a George Foreman en el Job Corps hacía años y que lo había acompañado durante buena parte de su carrera. Broadus era bien conocido en el Inter-Continental por sus sueños proféticos. Había adivinado en sueños los asaltos en que serían noqueados Frazier y Norton. En el caso de Alí, había soñado que George ganaría en dos asaltos, pero esta vez no estaba seguro de la predicción. Debía haberse producido algún fallo en el sueño.
Alí se entretuvo hablando con él como si el hombre más importante de la estancia fuera Doc Broadus, encargado de informar a Foreman acerca de los más mínimos detalles de su estado.
Alí lo miró con dureza, y Broadus movió inquieto los pies. Se mostraba tímido ante Alí. Tal vez llevara demasiados años admirando su carrera para poder mirarlo ahora cara a cara con tranquilidad.
—Comuníquele a su hombre —le dijo Alí en tono confidencial —que más vale que se prepare para bailar.
Una vez más, Broadus movió nerviosamente los pies.
En aquellos momentos, Ferdie Pacheco regresó, furioso, al vestuario.
—No me dejan entrar a ver a Foreman —le dijo a Broadus—. ¿Qué demonios está ocurriendo? —dijo en tono temeroso y escandalizado—. ¡Esta noche vamos a boxear, no a combatir la Tercera Guerra Mundial!
Parecía muy molesto por el trato que le habían dispensando los del otro vestuario. Broadus se levantó rápidamente y salió con él.
Alí se dirigió nuevamente a Bundini.
—Oye, Bundini, ¿vamos a bailar? —preguntó. Bundini no contestó.
—Te he preguntado que si vamos a bailar.
Silencio.
—Bundini, ¿por qué no quieres hablar conmigo? —preguntó Alí a voz en grito, como si la exageración fuera el mejor medio de librar a Bundini de su mal humor—. Bundini, ¿vamos a bailar? — repitió de nuevo, con voz tristemente festiva—. Sabes que no puedo bailar sin Bundini.
—Haz rechazado mi bata —dijo Bundini con su más profunda, ronca y emotiva voz.
—Vamos, hombre —dijo Alí—, yo soy el campeón. Tienes que dejarme que haga algo por mi cuenta. Tienes que concederme el derecho a escoger la bata; de lo contrario, ¿cómo voy a poder ser nuevamente campeón? ¿Vas a decirme lo que tengo que comer? ¿Vas a decirme cómo tengo que ir? Bundini, estoy triste. Jamás ha habido ninguna vez como esta en que tú no me animaras.
Bundini trató de impedirlo, pero una sonrisa empezó a asomar a sus labios.
—Bundini, ¿vamos a bailar? —le preguntó Alí.
—Hasta el amanecer —contestó Bundini
—Sí, vamos a bailar —dijo Alí—, vamos a bailar y a bailar.
Broadus había regresado tras conseguir que permitieran a Pacheco entrar en el vestuario de Foreman, y Alí empezó a actuar en su honor.
—¿Qué vamos a hacer? —les preguntó a Bundini, Dundee y Kilroy.
—Vamos a bailar —repuso Gene Kilroy con una triste y amorosa sonrisa—, vamos a bailar hasta el amanecer.
—Sí, vamos a baiii-lar —gritó Alí, y dirigiéndose a Broadus, añadió—: Dígale que se prepare.
—No pienso decirle nada —murmuró Broadus.
—Dígale que aprenda a bailar.
—Él no baila —consiguió decir Broadus, como si quisiera advertir: Mi hombre tiene cosas más importantes que hacer.
—¿Qué no qué? —le preguntó Alí.
—Que no bailar —repuso Broadus.
—El hombre de George Foreman —gritó Alí —dice que George no sabe bailar. ¡George no sabe baiii-lar!
—Cinco minutos —gritó alguien, y Youngblood entregó al púgil una botella de zumo de naranja.
Alí ingirió un sorbo, cosa de medio vaso, y miró a Broadus con expresión divertida.
—Dígale que me pegue en la barriga —le dijo.
*Artículo publicado originalmente en la revista Playboy. Luego sería incluido, junto a otros siete capítulos en el libro «El Combate», de Norman Mailer.