Por John Carlin
La insoportable indignidad de ser periodista
Toda sabiduría humana se resume en dos palabras: esperar y esperanza.
ALEXANDRE DUMAS
Cualquier reportero, si es honesto, lo reconoce: el periodismo es un oficio indigno. Siempre esperando, siempre suplicando. Deberían incluir en todos los cursos de periodismo unas buenas sesiones de budismo zen, para que los jóvenes incautos que piensan meterse en este negocio adquieran las dosis necesarias de paciencia, filosofía, paz espiritual.
El problema es la entrevista, materia prima tan imprescindible para el reportero como el arroz para la paella, el balón para Leo Messi, el peluquero para David Beckham. Sin acceso a la gente indicada para determinada historia, no hay historia. Lo que hay es fracaso, fracaso que puede conducir al desempleo. Por eso lo primero que se requiere para ser reportero es persistencia, admirable virtud condenada siempre a rozar la humillación. Uno llama o envía un correo electrónico solicitando hablar con alguien. Puede ser el asistente del alcalde de un pueblo de quinientas personas, o el gerente de marketing de una mediana empresa de tubería, o un ministro de gobierno, o un personaje mundialmente conocido. Lo normal es que no te contesten ni a la primera, ni a la cuarta o que, peor todavía, te digan: «Mañana le decimos algo.» Llega mañana y no te han dicho nada. Al final coges el teléfono, llamas de nuevo y más de lo mismo. A veces, al final, te dicen que sí y la entrevista se hace; a veces acabas en nada.
El proceso es así. Pierdes el tiempo, te estresas, te desesperas, quieres matar a alguien, quieres matarte a ti mismo, te preguntas: «¿Por qué, por qué, por qué no le hice caso a mi mamá y me metí en un trabajo como Dios manda?»
Ahora, lo peor, lo peor con diferencia, es ser un periodista deportivo. O, para ser más exactos, un periodista cuyo trabajo incluye la necesidad de acceder a futbolistas de primera. Conseguir una entrevista con un jefe de gobierno o con un líder guerrillero no es fácil, pero es un juego de niños comparado con el calvario de intentar conseguirla con un chaval de veinte años que es millonario gracias a su especial habilidad para patear una pelota.
A veces ocurre que, después del denigrante proceso que acabamos de describir, te la conceden. En tal caso es perfectamente posible que llegues al lugar indicado a la hora indicada (incluso después de coger un avión) y te digan: «Perdón, el futbolista ha cambiado de opinión. La haremos otro día.» O que, como en el 90 por ciento de los casos, tengas que esperar una o dos horas más de lo previsto para tu audiencia con el pequeño rey (porque se demoró en la ducha, porque tenía que rematar el partido de la PlayStation). Y entonces, al final, cuando por fin has conquistado la gloria de tenerle en frente, con la grabadora rodando, te transmite sin ningún disimulo la sensación de que podría estar haciendo cosas mejores (otro duelo de titanes en la PlayStation, comprarse otro Ferrari, tocarse las narices en casa). Y después, después de tragarte tanta bilis, el terrible e inevitable desenlace es que no te ha dicho nada que sea remotamente noticia, que agregue una migaja a la suma del conocimiento humano. Como el caso del jugador del Barça que hace una semana nos dijo: «Necesitamos ganar los dos partidos finales para ganar la Liga», pedazo de banalidad que dio titulares (sí, sí, a esto hemos llegado) en prácticamente todos los diarios españoles.
Hay gratas excepciones. Hay jugadores que te tratan como un ser humano. Hay incluso algunos que te dicen algo que vale la pena. Como el jugador francés del Tottenham, Benoît Assou-Ekotto, que la semana pasada le dijo a un afortunadísimo periodista inglés que su principal lealtad no era a la camiseta de su club, sino al dinero que le pagaban. «¿Existe un jugador en el mundo —dijo— que firme por un club y diga “Oh, adoro su camiseta? Su camiseta es roja: me encanta.” ¡Qué va! Lo primero de lo que habla es del dinero.»
Casos excepcionales como el de este heroico, honesto y suicida francés son los que te animan a seguir en la lucha, a mantener viva la llama de la esperanza. Pero al final muere, eso sí. Muere. Y en ese caso no le queda más remedio al reportero que huir a la relativa paz del paro, o cambiar de bando (tomarse la venganza contra la profesión de pasarse al equipo de comunicación de un club de fútbol) o, cuando el desgaste ya ha sido demasiado, y la energía y la paciencia se han agotado, encontrar la salvación en la prejubilación periodística del escritor de columnas de opinión.
9 de mayo de 2010
La pobreza de los ricos
Jugar contra un equipo que se defiende es como hacer el amor con un árbol.
JORGE VALDANO, exfutbolista, exentrenador y poeta argentino
La semana en la que nos enteramos que la deuda de los clubes de fútbol españoles con Hacienda rebasa los 627 millones de euros llegan noticias de que el pronóstico en Inglaterra es más lluvia de dinero. Se trata en este caso de unos 1.400 millones por derechos televisivos que los veinte clubes de la Premier League se repartirán entre 2010 y 2013, lo cual significa sólo la mitad del total que ingresarán una vez que se sumen, entre otras cosas, los derechos televisivos internacionales.
La duda, tras ver el partido de Copa entre el Liverpool y el Everton del miércoles, es si el público aguantará tanta telebasura durante cuatro años más; si Rupert Murdoch y los demás inversores se llegarán a preguntar si hubiera sido más rentable gastar su dinero en perversos reality shows o en competiciones sadodeportivas japonesas.
El del miércoles fue el tercer partido que los dos equipos de la ciudad de los Beatles disputaron, entre Copa y Liga, en catorce días. Jugaron un total de trescientos minutos y marcaron cinco goles. Lo cual en sí no sería tan lamentable si no fuera por el hecho de que en cada minuto de cada partido el nivel de juego descendía y descendía hasta que al final, cuando el último partido llegó al horror de la prórroga, la única alternativa a apagar el televisor era el suicidio. O cambiar al otro canal, donde pasaban el Sevilla-Athletic de la Copa del Rey.
El televidente sensato lo hubiera hecho, en realidad, mucho antes y habría visto, en comparación, un deleite para los sentidos. El partido en Liverpool se disputó en condiciones de campo perfectas; el de Sevilla, tras un brutal chaparrón, en condiciones más dignas de un encuentro de waterpolo. Pero lo que llamaba la atención al zapear de un partido al otro era la maravillosa fluidez relativa, la intensidad y la precisión del partido entre los andaluces y los vascos. Regates, pases a pie, certeza en el primer toque: cosas tan sencillas como inimaginables en el partido inglés.
En el caso del Everton, que ganó el partido, era (casi) perdonable. Tienen muchos lesionados y más de la mitad de los jugadores en el campo eran ingleses. El Everton sólo tenía un español en sus filas, Mikel Arteta, que parecía Baryshnikov al lado de sus rústicos compañeros. Pero en el Liverpool jugaban cinco españoles, y sólo dos ingleses. Y el entrenador era el madrileño Rafa Benítez, cuyo mensaje a su equipo durante la mayor parte del partido parecía ser «aguantemos hasta los penaltis». La verdad es que en casi todos los partidos del Liverpool de Benítez, desde el primer minuto hasta el último, la filosofía parece ser ésa, aunque no haya penaltis.
Después de ver jugar (si ésa es la palabra) al Liverpool, su rival dentro de dos semanas en la Champions, el Real Madrid —el Madrid más gris que se recuerda en varios años— es en comparación el Cirque du Soleil, la Filarmónica de Viena. La misma comparación es válida esta temporada entre la totalidad del fútbol inglés y el español: otro de los misterios del fútbol, porque hace un año ver un partido de la primera división española después de uno de la Premier solía ser bastante deprimente. Uno era insípido, el otro combinaba músculo, tensión y talento.
Pero esta temporada la Premier se ha desinflado. El Manchester ganó 0 a 5 contra el colista la semana pasada, pero en general ha arañado sus victorias, en partidos feos. El Chelsea del Luiz Felipe Scolari es una triste sombra de lo que fue. El Arsenal, tras la dura lesión de Cesc Fábregas, ha perdido la brújula. Y del Liverpool, no hay mucho más que decir, salvo señalar que ver al Barcelona ganar al Mallorca sin despeinarse el jueves, veinticuatro horas después del partido contra el Everton, fue ascender a una dimensión de vida superior.
En el fútbol inglés no hay crisis en las cuentas bancarias, pero el campo de juego está, a día de hoy, en plena recesión.
8 de febrero de 2009
El Manchester come espaguetis
En 1969 dejé el alcohol y las mujeres. Fueron los peores veinte minutos de mi vida.
GEORGE BEST, leyenda del Manchester United
Ryan Giggs, el capitán del Manchester United, y su excompañero Eric Cantona han alabado esta semana el juego del equipo de sus vidas. Giggs afirmó que el Manchester juega «como hay que hacerlo» y Cantona, en una entrevista buenísima en este diario con Borja Hermoso, declaró que juega «al ataque… no es el Chelsea».
Ambos están atrapados en el tiempo. Durante la mayor parte de los dieciocho años que Giggs lleva en el primer equipo del Manchester es verdad que la filosofía del conjunto ha sido audaz, incluso extravagante, fiel a la tradición de un equipo cuya leyenda se forjó en tiempos de Matt Busby, el entrenador escocés que conquistó la Copa de Europa en 1968. Aquel equipazo lo lideró el tridente más brillante de la historia del fútbol británico: George Best, el Leo Messi de las islas (en el campo, no en la vida privada); Denis Law, goleador fino y luchador; y el gran Bobby Charlton.
Se retiraron los tres y durante casi veinte años el Manchester no hizo gran cosa; incluso bajó una temporada a segunda. Pero llegó otro entrenador escocés, Alex Ferguson, en 1986, se incorporó al equipo Ryan Giggs en 1991, Eric Cantona el año siguiente y, desde entonces, las gradas de Old Trafford no han dejado de corear: Glory, glory Man United!
En Inglaterra, el Manchester arrasó, tanto en la Liga como en la Copa. Pero la gran frustración de Ferguson fue que, en tiempos de Cantona, no pudo ganar la Copa de Europa. Lo logró, por fin (y por los pelos), en 1999, pero después, nueve años de frustración más. El Manchester vivió una europesadilla tras otra. Como el Real Madrid en los últimos años.
Pero no fue por falta de buen juego. Uno de los recuerdos más gratos del madridismo es el de aquel taconazo de Fernando Redondo que acabó en gol de Raúl y una victoria 2 a 3 en la Liga de Campeones contra el Manchester United en Old Trafford en el año 2000. Lo que pocos madridistas recordarán es que aquella noche el Manchester jugó un fútbol mucho más expansivo, todos al ataque todo el tiempo.
Pero perdió, y siguió jugando así en Europa, y siguió perdiendo. Lo cual hizo que Ferguson recapacitara. Y esto es lo que Giggs y Cantona no quieren entender: que Ferguson se replanteó toda su filosofía y tomó la decisión de convertir el Manchester en un equipo más calculador, menos alegre, más cínico, menos juguetón. Decidió aprender de los italianos: el resultado se convirtió en la prioridad; al espectáculo, que se dedique su archirrival en la Premier League, Arsène Wenger, entrenador del Arsenal.
Y así fue que ganó la final de la Copa de Europa el año pasado, tras ciento veinte minutos sin goles contra el Chelsea, equipo al que se parece mucho más hoy el Manchester (Cantona se equivoca) que al bonito pero no tan eficaz Arsenal. Y así es que el Manchester ha ganado la Liga inglesa esta temporada, marcando 37 goles menos que el Barça hasta la fecha en su conquista de la Liga española. Wenger pronosticó hace unos días que en la final contra el Barcelona este miércoles, el Manchester haría lo mismo que hizo el Chelsea en semifinales: «Aparcar el autobús.» Es decir, no competir por la posesión del balón en el centro del campo y levantar un muro alrededor de su área. La diferencia es que en vez de jugar con un hombre arriba, como lo hizo el Chelsea con Didier Drogba, el Manchester jugará con dos, Cristiano Ronaldo y Wayne Rooney. No tendrá diez hombres detrás del balón; tendrá nueve.
A no ser que el Manchester se ponga con un gol de ventaja, en cuyo caso Rooney jugará de segundo lateral derecho, apoyando a Patrice Evra en el marcaje de Messi. Lo ideal, desde el punto de vista del espectáculo y del Barça, sería que el equipo de Pep Guardiola se pusiera con uno o dos goles de ventaja en el primer tiempo, obligando a Ferguson a abandonar el fútbol espagueti y volver a sus raíces, a desplegar aquel juego airoso que recuerdan los dos viejos nostálgicos, Giggs y Cantona.
24 de mayo de 2009
Se abre una puerta peligrosa
El 95 por ciento de la gente que lo vio supo que no fue penalti. Lamentablemente, el árbitro pertenecía al otro 5 por ciento.
NEIL WARNOCK, entrenador del Sheffield United, comentando una decisión en su contra
Arsène Wenger, el entrenador del Arsenal, es un quejica. También es un caballero, un hombre de principios, un filósofo y un triunfador que ha convertido al club londinense, notorio hasta su llegada hace trece años por la torpe dureza de su juego, en un referente del buen juego. Pero se queja mucho. La injusticia le persigue, insiste, provenga ésta de los árbitros, de los jugadores, de los entrenadores rivales o del destino.
El caso más reciente tuvo que ver con la decisión de la UEFA de imponer una sanción de dos partidos a Eduardo, el delantero croata-brasileño de su equipo, por haberse tirado a la piscina, supuestamente, para conseguir un penalti contra el Celtic en un partido clasificatorio de la Champions League. El comité analizó las imágenes del partido y decidió que, efectivamente, Eduardo había engañado al árbitro. El castigo que se le impuso sentó un nuevo precedente en el fútbol. Wenger, naturalmente, está furioso. «Se abre una puerta muy peligrosa», ha declarado.
El francés, tenaz defensor de sus jugadores, no siempre tiene razón. Esta vez quizá sí.
La gloria del fútbol como espectáculo es que es teatro en directo. El desenlace depende tanto del talento como del fallo humano. El error arbitral, como el error de un portero o de un goleador, es y siempre ha sido parte del deporte, nos guste o no. Se acaba el partido, cae el telón, y adiós, hasta la única posibilidad de reivindicación, el próximo partido. Ya que no existe una divinidad capaz de interpretar las reglas del juego con perfecta clarividencia, nos hemos conformado con lo que hay. Con el pobre árbitro. Pero ahora la UEFA intenta arrogarse el papel de divinidad, de corrector de los defectos humanos. El peligro, entonces, como indica Wenger, es ¿dónde poner el límite?
¿Se aplicará el precedente Eduardo a todos los jugadores en todos los partidos de ahora en adelante? ¿Deberíamos ser estrictamente justos, incluso dar marcha atrás y aplicarlo a todos los jugadores que se han tirado a la piscina y que siguen jugando hoy? Como señalaba un columnista de The Independent de Londres si se extendiera el principio a Cristiano Ronaldo, si se sumaran todas las veces en las que se burló del arbitro tirándose a la piscina durante su estancia en el Manchester United, se le tendría que suspender toda una temporada.
O no. Porque quizá el columnista de The Independent, siendo un ser humano de prejuicios y de visión limitada, como todos, es uno de los muchos que le tiene manía a Cristiano. Quizá el columnista quiere creer que el nuevo fichaje del Real Madrid es un tramposo y en realidad no ha fingido nada en su vida.
Hay quien mantiene en Inglaterra que Wayne Rooney se tiró para lograr el penalti que ayudó al Manchester United a vencer al Arsenal 2-1 el fin de semana pasado. Tras ver las imágenes a cámara lenta los comentaristas de la televisión inglesa no se pudieron poner de acuerdo. Ocurre lo mismo cincuenta veces cada fin de semana, cuando los panelistas expertos de Inglaterra, España, Alemania, Italia o Malasia intentan esclarecer en cámara lenta si las jugadas x, y o z fueron falta, fuera de juego, motivo de expulsión o lo que sea. Cegados por el partidismo o por la lentitud del ojo humano, casi nunca son capaces de llegar a una conclusión definitiva.
Como tampoco es capaz de hacerlo un comité de la UEFA. Pero aunque lo fuera, ¿qué propone el máximo organismo del fútbol europeo? ¿Someter todos los partidos a la justicia retrospectiva? Entonces se tendría no sólo que castigar con largas suspensiones a multitud de jugadores que ni siquiera han recibido tarjetas amarillas, sino, por extensión lógica (y éste es el peligro del que advierte Wenger), insistir en que los partidos se jueguen de nuevo, o incluso declarar vencedores a los perdedores. En ese caso el deporte perdería en intensidad. Dejaría de ser teatro en directo. Los noventa minutos son sagrados; el pitido final tiene que ser tan determinante como la muerte. Si siempre existe la posibilidad de apelar, si se elimina la sensación de injusticia, y la posibilidad de queja y de indignación, sólo nos quedan once tipos corriendo detrás de una pelota. Eso no es teatro, es circo. Un espectáculo de interés limitado.
6 de septiembre de 2009
Calor inglés, frío español
La neurosis es la incapacidad de tolerar la ambigüedad.
SIGMUND FREUD
Tanto en Kuala Lumpur, la moderna capital de Malasia, como en Penang, una rica provincia del noroeste del país, en la frontera con Tailandia, las páginas de deportes de los principales periódicos cubren el fútbol inglés con el mismo esmero con que aquí se cubre el español. Las historias de las contraportadas infaliblemente tienen que ver con alguna curiosidad de la Premier League («Fábregas critica el juego sucio del Manchester») o con los últimos chismes de la selección inglesa («Capello no convoca a Owen»).
No importa que los diarios estén escritos en inglés o en malayo, todos los días es lo mismo. Hay que repasar seis o siete páginas de la sección de deportes hasta por fin dar con una historia no relacionada con el fútbol inglés, que trate sobre, por ejemplo, Cristiano Ronaldo, cuyo interés radica no tanto en que su nuevo club sea el Real Madrid, por ahora, como en que su anterior Liga fuera la inglesa. En Malasia y, se debe de suponer, en la mayoría de los países asiáticos, Leo Messi pinta menos que Cristiano. Cualquiera que haya podido analizar el juego de los dos, y que se deje guiar por la razón y no por el tribalismo, sabe que Messi pasará a la historia como el jugador más completo, más hábil, más grande de los dos. Pero en Asia apenas han visto jugar a Messi, y no tienen criterios para juzgar.
Entre los dos canales de televisión asiáticos, ESPN y Star Sport, se pueden ver en directo media docena de partidos de la Premier cada fin de semana. También se pueden ver uno o dos de la Liga española. El problema es que se transmiten a las tres, cuatro o cinco de la mañana, hora local. Mientras que los ingleses se ven en Asia entre las siete y las diez de la tarde.
Ya que muchas horas de televisión se traducen en muchas páginas de diarios, mucho interés público y muchos millones de euros, la Liga de Fútbol Profesional se ha despertado por fin y ha planteado la posibilidad de jugar los partidos españoles a la misma hora que los ingleses.
Pero hay un problema. Pese a lo que se ha estado pronosticando en esta columna y en otros sitios últimamente, es posible que la extraordinaria concentración de talento en la Liga española actual no sea suficiente para convencer a la afición mundial de que debe traspasar su lealtad de Inglaterra a España; es posible que la verdad acabe siendo más ambigua.
Lo que hemos visto en las pocas semanas desde el comienzo de Liga sugiere la seria posibilidad de que la mayoría de los partidos españoles que vean los malasios, los chinos o los japoneses les acaben defraudando. El fútbol debe mezclar el arte con el teatro. Lo que vemos con los partidos del Barça es mucho arte y poco teatro; más frío que calor. Cuando el telespectador ve que un equipo va al descanso partido tras partido con una ventaja de tres o cuatro goles, se va a empezar a preguntar si quizá mejor quedarse con la Liga inglesa y esperar a ver las repeticiones de los goles españoles el día siguiente en el telediario. Respecto al Madrid, que gana marcando goles fabulosos y poco más, se hará la misma pregunta, y con más razón.
En la Premier hay menos arte, pero más suspense. Y cinco equipos con posibilidades de ganar la Liga, en vez de dos; cinco equipos que con frecuencia sufren contra los pequeños. El Manchester United ya ha perdido esta temporada contra el recién ascendido Burnley; el Liverpool ha perdido en casa contra el Aston Villa; y aunque el Chelsea sigue imbatido, ha luchado hasta el último respiro para vencer al Hull y al Stoke City. El partidazo de la semana pasada, en el que el Manchester United venció al Manchester City 4 a 3 con un gol en el minuto cinco de tiempo adicional, no tuvo ni la calidad estética del 5 a 2 entre el Barcelona y el Atlético de Madrid, ni la contundencia de la victoria del Madrid por 5 a 0 contra el Xerez. Pero como espectáculo, el Derbi de Manchester fue incomparablemente mejor. Sí, habrá partidos emocionantes, incluso épicos, en la Liga española esta temporada. También cuando jueguen el Barça y el Madrid. Pero por cada uno que haya en España, en Inglaterra habrá tres.
27 de septiembre de 2009
El arte del aburrimiento contra el fútbol orgía
El Arsenal es un centro de entrenamiento.
PATRICE EVRA, defensa francés del Manchester United, sobre la floja combatividad del equipo londinense
La peor pesadilla de Arsène Wenger, el entrenador del Arsenal, se hizo realidad el viernes cuando en el sorteo para octavos de final de la Liga de Campeones le salió el Barcelona como rival. El juego del equipo catalán es el modelo platónico al que aspira el francés, pero ahí se ha quedado, como un ideal imposible. El Arsenal sigue siendo, como la temporada pasada, Barcelona lite.
No hay ningún equipo en Inglaterra, ni quizá en Europa, que imite mejor el juego sinfónico del Barcelona. Pero no deja de ser precisamente eso, una imitación. Y suele convencer más cuanto más pobre sea el rival. Pero cuando se enfrenta a un equipo fuerte, como el Barcelona (que lo destrozó en la última edición de la Liga de Campeones), o como el Manchester United o el Chelsea, el Arsenal se derrite. En los últimos once partidos que ha disputado contra los dos equipos más potentes de la Premier League ha empatado uno y perdido diez.
Por más que Pep Guardiola se esfuerce por convencer a sus jugadores, y a todos, de que tienen un reto complicado por delante, cuesta mucho creer que el Barcelona vaya a sufrir cuando los dos equipos se enfrenten en febrero y marzo. Por dos razones.
Una, que a nivel individual los jugadores del Arsenal, por más comparativamente agraciados que puedan parecer en el ambiente frenético del fútbol inglés, necesitan más tiempo que los del Barça para imponer su autoridad sobre el balón. En esos microsegundos está la diferencia entre un crack y un muy buen jugador. El único del Arsenal que podría aspirar a ser titular en el once blaugrana es el ex juvenil blaugrana, Cesc Fábregas, cosa que ya saben muy bien en el Camp Nou, ya que intentaron ficharle en verano.
La segunda razón por la cual el Barça empezará como enorme favorito contra el equipo londinense es que sus grandes figuras, además de tratar el balón con exquisitez, también trabajan duro, también son obreros; mientras que los del Arsenal, no.
Lo vimos en el partido que perdieron el domingo pasado, 1 a 0 contra el Manchester United. Jugadores técnicamente dotados como Andrey Arshavin, o Samir Nasri, o Robin Van Persie no demostraron nada de esa voracidad por recuperar el balón que vemos siempre en los tres mejores del mundo, Xavi, Messi e Iniesta. En un duelo que fue, de principio a fin, una caótica batalla campal, las figuras decisivas para el United fueron guerreros correcaminos como el coreano Ji Sung Park y el escocés Darren Fletcher.
Lo que también nos enseñó aquel partido fue la diferencia entre lo mejor que ofrece la Premier y lo mejor de la Liga española. Como constatamos una vez más, la tensión y el dramatismo del fútbol que se juega en Inglaterra, alimentado por el incesante fervor de las gradas, es de otro nivel al que vemos en el relativamente anémico entorno español. Por otro lado, en cuanto a arte, comparar el uno con el otro es como comparar el Bulli con un Kentucky Fried Chicken. Lo ideal sería una Liga que combinara las dos cosas, la delicia española con la pasión inglesa.
El problema presentado por el Barça es que ha llegado a jugar a un nivel de tal belleza que al verlo nos quedamos boquiabiertos como niños en un circo, pero el corazón no lo tenemos en la boca; el corazón apenas entra en juego. Y hay otra cosa incluso peor. Nos está arruinando el deporte para los que pretendemos disfrutar del juego de otros equipos. Viendo el Manchester United-Arsenal el otro día, uno se daba cuenta, por la incapacidad una y otra vez de los jugadores de enviar el balón en la dirección deseada, de lo fácil que el Barça hace parecer un deporte que es, en realidad, muy difícil. La conclusión es inevitable: los que le siguen en el orden futbolístico mundial son unos torpes, y tuertos, cíclopes.
Habrá que ver cuánta paciencia seguiremos teniendo con el fútbol orgía que se juega en Inglaterra, o cuánto tiempo más aguantaremos sin morirnos de aburrimiento la coreografía impecable, sin rival, del Barcelona.
19 de diciembre de 2010
El fútbol vs. la revolución egipcia
¿La liberación gay? No estoy en contra, sólo que no veo ninguna ventaja para mí.
BETTE DAVIS, actriz de Hollywood
El júbilo desatado en Egipto tras el primer derrocamiento popular de un tirano en ocho mil años nos lleva a reflexionar, si nos permitimos un pequeño salto de la imaginación, sobre lo potente que es el fútbol, y lo efímero que es también.
Escenas de euforia colectiva de esta naturaleza se ven únicamente en dos contextos: un acontecimiento histórico que destapa tensión, acaba con años de miedo y produce un giro en el destino de un país; o una victoria en un campo de fútbol. Bien se decía cuando Francia ganó el Mundial de 1998 que las calles de París no habían vivido tanta alegría desde la liberación de la ciudad en 1944, después de cuatro años de ocupación nazi. Las celebraciones en Inglaterra cuando su selección ganó la Copa del Mundo en 1966 recordaron las que se vieron el día que acabó la segunda guerra mundial. Y seguramente lo vivido en Egipto el viernes sólo se puede empezar a comparar con la reacción festiva de aquel pueblo futbolero tras las victorias recientes de su equipo en la Copa Africana de Naciones.
Es fuerte y auténtico lo que la gente siente en caso de victorias deportivas nacionales. Crece la autoestima patria y el vecino se solidariza con el vecino, aunque en el día a día no se lleven tan bien. Pero las similitudes entre una cosa y la otra no dejan de ser superficiales. Lo ocurrido en Egipto esta semana nos recuerda que, por mucha pasión que despierte el fútbol, no deja de ser un juego, un retorno a la infancia colectivo y fugaz.
España gana el Mundial o el Barcelona gana la Liga y todos a la calle a saltar. Pero al día siguiente, más allá de una sensación placentera de bienestar, nada sustancial ha cambiado en las vidas reales de los españoles o de los culés. Más bien se empieza ya a pensar en el siguiente torneo, en los fichajes nuevos y en la ilusión y las dudas que ambos despiertan. Es la diferencia entre una noche carnal con un extraño y una boda basada en el amor. Y en cuanto a los odios que genera el fútbol, son igual de juguetones.
Un visitante marciano en el estadio de Osasuna hace un par de semanas podría haber llegado a la conclusión de que José Mourinho despertaba el mismo repudio en los aficionados navarros que Hosni Mubarak en el pueblo egipcio. Pues no. Fue rabia como entretenimiento. El impacto que tiene el entrenador portugués sobre la vida cotidiana del navarro medio (o del gijonés, valenciano, sevillano o barcelonés) es nulo; la furia que les provoca, puramente opcional.
Pero aunque la afición futbolera no deje de ser una gigantesca tontería, y aunque todos sepamos que lo que hemos presenciado en Egipto posee una trascendencia a la que ningún partido puede ni de lejos llegar, el hecho es que hoy juegan el Barça y el Madrid, y esta semana vuelve la Champions, y que, en comparación, lo ocurrido en El Cairo pasa ya a segundo plano para la gran mayoría de los españoles, ingleses, alemanes, franceses e italianos. El futuro de Egipto (aunque tenga repercusiones graves para Israel, ergo para Estados Unidos, ergo para Europa), para los egipcios. El presente, ya, es luchar por la Liga o contra el descenso, o pasar a cuartos de final de la máxima competición continental. Incluso en Egipto, no lo duden, habrá el mismo número de personas que se congregó en la plaza de la Liberación de El Cairo, o incluso más, desviviéndose por ver el martes y el miércoles si el Barça vence al Arsenal, o el Madrid al Lyon, o el Manchester United al Marseille. La tensión frente a millones de televisores en todo el mundo será brutal. Pero no será cuestión de vida o muerte. El fútbol es lo más importante del mundo, y lo menos importante. Los egipcios lo saben hoy mejor que nadie.
13 de febrero de 2011
La boda real y el Barça-Real
Siempre ha habido en mi carrera mentes pequeñas y mediocres que me han criticado.
JOSÉ MOURINHO, esta semana
Hay dos tipos de personas en el mundo, a los que les gusta el fútbol y a los que no. ¿Con qué sueñan los que no? ¿De qué hablan? ¿Qué consuelo les da la vida? Habrá algunos que se entretengan con el cine, o con la PlayStation, o con la literatura rusa del siglo XIX. Pero lo único que le hace la competencia al fútbol como fenómeno global de masas es el ruido que generan las vidas de los famosos. La semana entrante ofrece a este sector el equivalente de la final de la Copa del Mundo: la boda entre el príncipe Guillermo, el futuro rey de Inglaterra, y la futura princesa Kate Middleton.
Los futboleros también tendrán su plato fuerte: el primero de los dos partidos de semifinales de Champions entre el Real Madrid y el Barcelona.
Pero, seamos honestos, seamos objetivos, seamos fríos en nuestro análisis: entre la boda real y el Barça-Real no hay color. La rivalidad entre los dos equipos españoles ofrece todo lo que tiene la monarquía inglesa, y mucho más.
En otros tiempos no hubiera estado tan claro. Antes de la muerte de la princesa Diana los royals ingleses daban mucho de sí. Ella tenía sus amantes, su marido tenía la suya; la princesa Ana se divorció; se incendió —misteriosamente— el palacio de Windsor y a la entonces esposa del príncipe Andrés, Sarah Ferguson, la pillaron los paparazzi con un millonario tejano chupándole los dedos de los pies. Para la reina Isabel aquéllos fueron tiempos horribilis. Para los demás (incluso para algunos futboleros) fue la mejor telenovela de la década de los noventa.
Pero, hoy en día, si lo que se busca es teatro, si el objetivo es el cotilleo, la realeza inglesa no está en condiciones de competir con el mejor club de fútbol del siglo XX. Guillermo y Kate, tan felices ellos, son unos sositos. Esperemos que nos den alguna alegría en un futuro no muy lejano pero, hoy por hoy, de escándalo, ni rastro.
El Real Madrid, en cambio, nos da infinito material de conversación. El fútbol es lo de menos. Su presidente, Florentino Pérez, se ha divorciado más veces que Enrique VIII. No les ha cortado las cabezas a los entrenadores caídos en desgracia, pero desde que fueron expulsados de su corte, ninguno, con la excepción de Vicente del Bosque, la ha levantado. Hoy (¡gloriosos tiempos en los que nos toca vivir!) el escenario del Bernabéu ofrece el mejor teatro del planeta. Nada que ver con el deporte, una vez más, y todo que ver con José Mourinho, cuyo golpe de Estado el verano pasado acabó con años de decadencia señorial e instaló un régimen cuyas características superan la capacidad de invención de Samuel Beckett, Harold Pinter o cualquier otro dramaturgo del teatro del absurdo. Combina la eficiencia y la farsa, la disciplina y el disparate, el poder absoluto y la frivolidad. O rei Mourinho —le Madrid c’est moi— hace y dice lo que le da la santa gana, y —salvo el retirado rey padre Alfredo Di Stéfano— la corte aplaude sus caprichos. Incluso Jorge Valdano, elegante víctima del totalitarismo mourinhiano, baila a su compás.
En este terreno, el Barcelona no puede competir. Desde la salida de Joan Laporta, el Mourinho catalán, el entretenimiento que ofrece se limita al campo de fútbol. En tiempos de los bad boys Zlatan Ibrahimovic y Samuel Eto’o, protagonistas ambos de jugosos desamores, había tema, pero ahora lo que reina en Can Barça es la paz del seminario. O de la familia real inglesa, cuya inminente boda no se puede comparar como espectáculo con los dos partidos que disputarán el Madrid y el Barcelona en los próximos diez días. El guión de la boda está escrito; en los enfrentamientos que protagonizarán los dos grandes clubes españoles puede pasar cualquier cosa. Gane quien gane, sea el fútbol de la calidad que sea, habrá show. Expulsiones, acusaciones, conspiraciones, pisotones: esto seguro. Y ¿quién sabe?, al corderito Leo Messi le puede volver a salir el león que lleva dentro y en vez de disparar a las gradas del Bernabéu lanza un misil a la cabeza de Mourinho. Se supone que no, pero lo maravilloso del espectáculo más grande del mundo es que nos da a todos la posibilidad de soñar.
24 de abril de 2011
Afortunada tierra hispana
Si Dios no existiera, habría que inventarlo.
VOLTAIRE
Da pena el fútbol inglés. Las cosas ya no son lo que eran. Había quien decía que la Premier era una Liga más emocionante que la española, que allá cualquiera podía perder contra cualquiera, que no era cosa de dos, como aquí, sino de cuatro, cinco, seis. Y ahora, fíjense: el Manchester United amenaza con ser proclamado campeón antes de Navidad, mientras que en España el Betis y el Levante emergen como candidatos al título.
Y encima, para colmo, los entrenadores de la Premier no dan la talla. Se han vuelto todos unos sosos ante los micrófonos, que como todo el mundo sabe es donde reside una muy buena parte de la diversión que nos ofrece este deporte. Alex Ferguson, siempre una garantía de declaraciones insultantes, se está portando por fin como el sir que la reina Isabel eligió ver en él, inexplicablemente, el día que le condecoró. El del Chelsea es buen chaval; el del Arsenal hoy da pena; el del Manchester City, un italiano serio y gris. Y así todos. Con razón nunca dejan de soñar en Inglaterra con la posibilidad de que José Mourinho vuelva algún día a alegrarles la fiesta.
Pero por el bien del fútbol español, y el nuestro —el de los medios—, y el de la sociedad en su conjunto, ¡por favor, que no! ¡Que se quede para siempre!
Imagínense la temporada pasada sin Mourinho. Una procesión del Barça con los cronistas deportivos obligados insistiendo semana tras semana sobre las piruetas de Xavi, los bailes de Messi, los minuetos del medio campo. Un horror. Fútbol circo. Sin la tensión dramática que el fútbol necesita como un pez el agua, un español el jamón, un portugués el bacalao.
Por eso, eterno agradecimiento a Jorge Valdano y a los demás directivos del Real Madrid por haber tenido la visión de traer a Mourinho a España. Cobra un buen sueldo, pero lo que nos ha dado, y nos sigue dando, a cambio es impagable. Esta nueva temporada ha vuelto más divertido que nunca. Eso de que «el carrito» tuvo la culpa de la derrota de su equipo: ¡genial! O que fueron las simulaciones, o el árbitro, o las patadas, o el juego sucio o el césped alto. ¡El césped! ¡Qué maravilloso sentido del humor! ¡Qué capacidad más admirable de reírse de sí mismo! Acusó al Levante de utilizar las mismas armas para ganarle el domingo pasado que él utiliza cuando juega contra el Barça. Igualitas. Obviamente era una broma, un guiño de autoironía. Sólo que, como buen cómico, lo hizo con cara de póquer, logrando que algunos pesados se lo tomaran en serio. Por Dios. ¿No ven que la misión de este hombre, aunque él mismo no siempre se dé cuenta, es hacernos reír? ¿Que, más que un mero entrenador, es un ingenioso juglar?
¡Y cuánto bien nos hace! Como él mismo tuvo la perspicacia de reconocer en otra de sus graciosísimas «ruedas de prensa» el viernes, lo suyo vende. A los medios nos ayuda un montón: cuando Mourinho irrumpe en escena llegamos a más lectores y oyentes y telespectadores que nunca, una necesidad crítica en los tiempos que corren. Y hace un enorme favor a los españoles en general al darles un tema de conversación que fascina y nada tiene que ver con la crisis económica. ¡Lo tristones que estaríamos sin sus gracias!
Y ahora, ¡oh, afortunada tierra hispana!, parece que nos vamos a empachar. Que además del Mourinho Comedy Show vamos a tener Liga —la mejor del mundo y ahora va a ser verdad—. Los ingleses nos van a mirar con la más odiosa envidia.
25 de septiembre de 2011
Nicolas Anelka: el nómada perdido
Con los jugadores extranjeros siempre es más difícil. La mayoría no juega al golf. No van a las carreras de caballos. Ni siquiera se emborrachan.
HARRY REDKNAPP, entrenador
Sudáfrica, donde acabo de pasar diez días, es un gran país. Tienen oro, diamantes y platino, elefantes y leones, Nelson Mandela, el proceso de paz más ejemplar del mundo y los fi- nes de semana transmiten cinco partidos de la Liga española en directo. Y gratis: va todo incluido con el Canal Disney y la BBC en el paquete digital, y además cuentan con comentaristas locales que están casi tan al tanto de los pormenores del fútbol español como los maniáticos de «El Rondo».
El miércoles por la noche me estaba costando dormir, así que prendí el televisor a eso de las dos y media de la mañana, esperando que uno de los siete canales de deportes me permitiera quizá ver la repetición del segundo gol de Ronaldinho contra el Villarreal —por cierto, el único tema de conversación en Sudáfrica esta semana—. Pero no, sólo pasaban la repetición de un partido de la Premier League jugado esa misma noche. El Bolton Wanderers contra el Chelsea. Faltaban unos quince minutos y el Chelsea ganaba 0-1. Como haría en similares circunstancias el 99 por ciento de los británicos (y los catalanes, y los sudafricanos, y casi todo el mundo futbolero, que tanta manía le tenemos al Chelsea del antipático Mourinho y el billonario Abramovich), deseaba que el Bolton empatara.
El Bolton es, para mí, un equipo que despierta tan poco interés como los Kaizer Chiefs de Soweto. Por eso fue una sorpresa —a esas horas uno tampoco anda tan fino— reconocer vestido de blanco boltoniano a un exjugador del Real Madrid. Me refiero a Iván Campo, simpático y supervoluntarioso mallorquín que en sus días de central en el Bernabéu tenía fama de jugar con el temple y la astucia de una gallina decapitada. De ahí pasó al Bolton, donde se ha convertido en el cerebro (el Xavi, el Guti, el Valerón) del centro del campo. (Si hay alguien que alguna vez se le haya ocurrido cuestionar la premisa de que el fútbol español es más sofisticado que el inglés, aquí está la prueba más contundente posible de que no hay que dudar nunca más.)
Faltando diez minutos, y a prueba de balones lanzados a la olla por Campo y sus compañeros, el Bolton empezó a dar serias señales de que le iba a arruinar la noche a Mourinho. En el minuto 38 un jugador del Bolton hizo una jugada tan inesperada como original. En vez de mandar el balón a la estratosfera intentó un pase raso al área. Otro jugador del Bolton fue el primero en recibirlo, en el punto de penalti. Ocasión de gol clamorosa, pero el primer toque fue un espanto, y el balón se fue, sin siquiera intento de disparo a puerta. La cámara de televisión enfocó al culpable. Era un delantero negro, grandote, con un comienzo de barba de musulmán devoto —de esas que no llevan bigote—. Miré una, dos, tres veces. Parpadeé. Era muy de noche y la vista me fallaba un poco, pero no, no podía ser… pero sí, ¡era él, era él! ¡Nicolas Anelka!
El jugador más enigmático, más misterioso, más impenetrable de la última década, el más raro —en los «Guiñoles» siempre le ponían jugando con su PlayStation, autista total— que haya pasado jamás por las filas del Real Madrid.
El fichaje de Anelka en 1997 fue el que consagró al entrenador del Arsenal, Arsène Wenger, como el cazatalentos más brillante del fútbol europeo. Le fichó con dieciocho años del Paris Saint-Germain por 750.000 euros. La primera temporada Wenger le cuidó y le sacó al campo pocas veces. La segunda temporada explotó. Fue la sensación de Inglaterra. El Arsenal ganó el doblete y Anelka fue el gran goleador. Era un pura raza. Alto, fuerte, elegante, à la Zidane, definía en el área con la clase de un D’Artagnan. Tenía sólo diecinueve años y cuando marcó dos golazos para la selección francesa en un 2-0 contra Inglaterra en Wembley, media Europa se lanzó a por él. Lorenzo Sanz se lo llevó al Real Madrid por cuarenta y seis veces más de lo que Wenger había pagado. «Inglaterra es un país imposible para mí», declaró y se fue al Madrid, donde fue un desastre. Cuatro goles en Liga, suspendido por el club por faltar a entrenamientos y vendido a los doce meses, se fue de vuelta al Paris Saint-Germain. De ahí el nómada perdido ha ido al Manchester City, al Liverpool, al Fenerbahçe y ahora al Bolton. Sus primeras —y únicas— palabras al llegar en verano fueron: «Me encanta todo lo que es Inglaterra.» A los aficionados del Bolton no les ha encantado tanto Anelka. No marcó en los primeros diez partidos de Liga y ahora, tras quince, lleva dos. Se rumorea que en enero se irá al Lyon.
3 de diciembre de 2006
Cesc Fábregas, niño y general
Ese chico tiene una habilidad para dirigir el ritmo de un partido que nunca he visto en ningún otro jugador.
ANDY GRAY, exdelantero escocés y actual comentarista de televisión, sobre Cesc Fábregas
Hay muchos motivos para aprender inglés. Para prosperar en el trabajo, para leer las obras de Dickens, para entender las ruedas de prensa de David Beckham. Muchos motivos. Pero uno de los mejores es la posibilidad de leer las columnas del mejor periodista deportivo de la prensa británica, Paul Hayward. Hay tres o cuatro más que son muy buenos, pero Hayward, del Daily Mail, es el número uno. Por conocimiento, por seriedad, por entusiasmo, por sentido del humor, por la agilidad muscular de su prosa.
En su última columna de 2006, Hayward escribió que le acababa de llamar su redactor jefe para pedirle que eligiera el mejor futbolista del año. No se lo tuvo que pensar dos veces. La respuesta le llegó «en un eureka», como «una revelación».
«Quizá sea por el ritmo soberbio de sus pases, en corto o en largo, por el calibrado control con el que se mueve por el campo…, por la rica amplitud de su visión, por su condición de atleta, por su juvenil confianza en sí mismo…», escribió Hayward. Pero de una cosa no tenía la más mínima duda: «Cesc Fábregas es el mejor joven futbolista del mundo, mejor incluso que Cristiano Ronaldo, Wayne Rooney o Leo Messi.»
Esto lo escribió Hayward antes de que Fábregas hubiera marcado su primer gol de la temporada (lo logró por fin el sábado pasado, tras ocho meses de sequía). Pero tal es la calidad que Hayward, y todos los expertos ingleses, perciben en el español que su nombre acaba de aparecer entre los finalistas del premio individual de más prestigio que otorga el fútbol inglés. Esta noche en una ceremonia en Londres, la Asociación de Futbolistas Profesionales elige al que el gremio considera el mejor jugador del año. Como en los Oscar, hay seis nominados: Didier Drogba, del Chelsea; Steven Gerrard, del Liverpool; Cristiano Ronaldo, Paul Scholes y Ryan Giggs del Manchester United; y Cesc Fábregas del Arsenal.
Lamentablemente, y pese a los argumentos de Hayward, el español no ganará. El premio se lo llevará, casi seguro, el portugués Ronaldo. O, si no, el portento marfileño Drogba, que ha anotado treinta y un goles esta temporada. Pero el haber entrado en esa lista de seis tiene un mérito extraordinario. Por varias razones.
Primero, que Fábregas es el más joven de los seis, con diecinueve años (Cristiano Ronaldo tiene veintidós). Segundo, que su equipo, el Arsenal, ha tenido una temporada relativamente pobre —estaba ayer a diecinueve puntos del Manchester, con veinte goles menos—. Tercero, que ha dejado fuera de la lista a jugadores de la talla de Frank Lampard y Michael Essien del Chelsea, Xabi Alonso del Liverpool y Berbatov (recuerden este nombre), el goleador búlgaro del Tottenham. Cuarto, que es el primer español de la historia en entrar en esta convocatoria.
Fábregas también figura en la lista de los seis nominados para el galardón de mejor jugador joven del año. Merece ganarlo, por la desproporción en su juego entre edad y madurez. Lo definió bien hace poco otro de los maestros del periodismo inglés, James Lawton, del Independent. «Cesc es un niño —escribió— con la cabeza de un general.»
Es decir, al talento natural que posee, se agrega una frialdad de autómata y una inteligencia superior. Fábregas da la impresión de que su cerebro opera a otra velocidad; de que, como un ajedrecista, está tres o cuatro jugadas por delante del resto de los jugadores.
Si esto suena un poco exagerado, no es nada comparado con los elogios que le lanza Paul Hayward, cuyo principal argumento a favor de su héroe es que, sí, habrá jugadores más rápidos y más vistosos, pero nadie maneja los tiempos de un partido con el aplomo del joven español. Hayward celebra la suerte que tuvo el Arsenal en «robar» a Fábregas del Barcelona. «El fútbol inglés —escribe— ha capturado a un visionario capaz de lograr que el tráfico demente habitual en nuestro juego se mueva a su elegante compás.»
22 de abril de 2007
El oro, el moro, la poesía y la envidia
Un club pequeño de mentalidad pequeña.
ALEX FERGUSON, entrenador del Manchester United, sobre el Manchester City, hace un mes
El Manchester City es a la Liga inglesa hoy lo que el Real Madrid a la española. Sus macroinversiones en jugadores nuevos han generado interés, polémica, expectativas y rabia; se les acusa de arrogancia e irresponsabilidad; los que no están con ellos les desean todo lo peor.
Lo cual nos da la medida del abismo que de repente separa a la Premier League de la Liga en cuanto a glamour. No sólo porque el City no posee ni de cerca el historial del Madrid, sino por la calidad de los jugadores en los que cada uno ha invertido sus millones este verano. Florentino Pérez, el presidente del Madrid, es un muerto de hambre comparado con el jeque Mansour bin Zayed al-Nahyan, dueño del City, pero el club español ha gastado más del doble en fichajes que el inglés. Y no porque el hombre más rico de Abu Dabi no hubiera querido fichar a los más caros, sino porque no ha podido.
Si se le hubiera ofrecido la posibilidad de fichar a Kaká y Cristiano Ronaldo, lo hubiera hecho, sin parpadear. Pero se tuvo que conformar con Emmanuel Adebayor, procedente del Arsenal, y Carlos Tévez, del Manchester United. Esto nos lleva a una pequeña reflexión sobre el eterno tópico del peseterismo de los jugadores, sobre la insistencia de muchos en creer que son todos unos mercenarios desalmados. Kaká podría haber ganado más dinero en caso de haberse dejado seducir por el canto de sirena del City; a Samuel Eto’o también le ofrecieron el oro y el moro. Pero Kaká optó por el Madrid porque es un club que destila poesía y Eto’o cambió el Barça por el Inter de Milán por la misma razón. Algo de alma sí tienen los jugadores.
La gran pregunta en Inglaterra respecto al City en este comienzo de temporada, como en España respecto al Madrid, es si los resultados estarán a la altura de las inversiones. Arriesgarse a responder a la pregunta sería una frivolidad, pero lo que sí podemos afirmar es que el fútbol del City no va a ser ninguna delicia. La suerte de su entrenador, Mark Hughes (además del sorprendente hecho de que Mansour no le haya despedido la temporada pasada, en la que el club no hizo nada), es que la afición no le va a pedir buen fútbol. Al Madrid de Florentino Pérez se le exigirá todo, pero al City sólo se le pedirá ganar. De poesía, una vez más, nada.
Es posible que el City no defraude. Su gran debilidad la temporada pasada, la primera de Mansour, fue que defendían mal y siempre perdían fuera de casa. Esta misma semana el City jugó un amistoso contra el Barcelona en el Camp Nou y ganó por 1-0. El Barça, indiscutiblemente el mejor equipo del mundo, no tuvo a todas sus figuras sobre el campo. Pero en el City tampoco jugaron ni Adebayor, un delantero centro con el potencial para convertirse en uno de los grandes, ni el exjugador del Real Madrid Robinho. Ganaron de la misma manera que casi lo hizo el Chelsea contra el Barça en la Liga de Campeones la temporada pasada: defendiendo con organización y solidez, y marcando al contraataque. Bonito el Barça, compacto el City. Lo cual es digno de respetar en un equipo que se está rearmando, lleno de jugadores nuevos.
Está claro que el modelo que va a seguir Hughes será el del Chelsea. Tanto el dueño ruso del Chelsea, Roman Abramovich, como el dueño árabe del Chelsea sueñan con tener equipos que jueguen al mejor estilo español. En los seis años que Abramovich lleva con el Chelsea, el club londinense ha optado por el pragmatismo. Le ha dado grandes resultados. Ahora, bajo su nuevo entrenador Carlo Ancelotti, recién llegado del Milan, aspiran a dar espectáculo también. El City, en fase de construcción, todavía no se puede permitir semejantes lujos. Acabar la temporada entre los primeros cuatro es lo que pretenden. Poca cosa comparado con la gloria a la que aspira el Real Madrid. Pero si, además de eso, el City acaba por encima del eterno rival, al que envidian a muerte, el Manchester United, la afición del club «pequeño» de la gran ciudad del norte de Inglaterra lo celebrará como si hubiesen ganado el triplete, la Copa del Mundo y la tercera guerra mundial.
23 de agosto de 2009
*Del libro «La tribu: el fútbol visto desde el córner inglés», de John Carlin.