Por Esteban Abarzúa
Así no, Sudamérica
Siete suspensiones transitorias mientras se estaba jugando sufrió el partido entre América de Cali y Atlético Mineiro en Barranquilla, por la Copa Libertadores. Noche de triunfo para la visita y de aplastante derrota para el fútbol en Sudamérica, quizás uno de los golpes más duros que ha sufrido el espíritu del juego en la región durante las últimas décadas.
En vez del relato de los goles hay que hacer el de las bombas lacrimógenas que el Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional lanzó contra los manifestantes en las afueras del estadio Romelio Martínez, las mismas que dentro del campo obligaron a los jugadores a retirarse un par de veces a sus camarines para evitar el aire irrespirable contaminado con el agente químico que se utiliza para dispersar la protesta social. En la víspera, el mismo estadio fue testigo de otra jornada de violencia en su entorno a causa del duelo entre Junior de Barranquilla y River Plate de Argentina, con un saldo de setenta heridos según organizaciones de derechos humanos. «No es normal venir a jugar un partido de fútbol en una situación tan inestable como la que está viviendo el pueblo colombiano», advirtió Marcelo Gallardo, entrenador de River Plate, visiblemente contrariado por la situación.
El fútbol, una actividad social y económica como cualquiera, se convierte así en una arena de lucha política e ideológica en la que terminan chocando un gobierno ciego y sordo a las necesidades de su pueblo y una juventud que primero sale a las calles para demostrar su descontento y que luego se ve obligada a enfrentar la represión inicial que obtiene como única respuesta a sus justas demandas. Hay algo siniestro en esa forma de gobernar: el ciudadano se manifiesta libremente por sus derechos, el poder responde a palos y al final todo se descontrola por los palos.
Pero no es sólo fútbol, tampoco opio del pueblo; es un territorio en disputa: el fútbol como un espacio cargado de simbolismo que el poder todavía pretende utilizar para lavado de imagen y que las organizaciones sociales vuelven a mirar con desconfianza precisamente a causa de ese intento de manipulación que proviene desde sus autoridades. ¿Quién tiene razón? Ya no estamos hablando globalmente de las dictaduras latinoamericanas que asesinaron e hicieron desaparecer a cientos de miles de personas en el siglo pasado, sino, en su mayor parte, de democracias imperfectas en las que sus gobernantes todavía no han sido capaces de aceptar un compromiso incondicional en la defensa de los derechos humanos.
El fútbol en su dimensión pública se convierte entonces en escenario ideal para hacer visibles las demandas de la ciudadanía. Si es televisado, mejor: es posible mostrar en vivo a todo el mundo que algo no marcha bien en la república. Por la misma razón, el gobierno de turno intenta presentar el fútbol como último bastión de la normalidad: si hay fútbol, la gente está tranquila en sus casas. Aunque sea un espejismo, el balón corriendo por el verde césped de la ciudad entrega al menos una sensación pasajera de paz y orden. Ya lo han dicho otros autores: el tiempo se detiene cuando ocurre el fútbol.
De ahí viene el empecinamiento del gobierno de Iván Duque por sostener el espectáculo del fútbol mientras el control del país se le escapa de las manos a causa de la revuelta. De partida se hizo evidente una especie de complicidad con la Conmebol para mantener a pie firme la organización de los partidos internacionales de la Copa Libertadores y el plan original de la Copa América hasta donde lo permitiera su majadería, sin ofrecer ningún tipo de garantía sobre la seguridad de las personas tanto en los estadios como en sus alrededores. Como si el Esmad, a través de sus bombas lacrimógenas y aturdidoras, fuera suficiente para contener el ímpetu de un movimiento alzado en un principio contra la desigualdad y que ahora también exige justicia por el abuso y las violaciones a los derechos humanos. Según el informe de la Defensoría del Pueblo del martes 11 de mayo, había 42 fallecidos y 168 personas reportadas como desaparecidas durante las jornadas de protesta desde que comenzó el Paro Nacional indefinido el pasado 28 de abril.
Cualquier partido de fútbol que se juegue bajo estas condiciones queda manchado de sangre. La pregunta es por qué la insistencia, teniendo en cuenta además los estragos del Covid-19 en el país: 530 muertos el 15 de mayo, más de ochenta mil desde el primer día de la pandemia, cuyos efectos también son devastadores por estos días en Argentina, el otro organizador del torneo. Habrá que ver hasta dónde llega el gobierno de Alberto Fernández, justo cuando Argentina se ha convertido en el país con más muertes por millón de habitantes en el mundo.
¿Por qué Colombia y la Conmebol estiraron de manera tan escandalosa una decisión? ¿Ocurrirá lo mismo con la crisis sanitaria de Argentina?
En Chile se vivió una situación equivalente después del 18 de octubre de 2019, cuando el pueblo chileno se rebeló contra los abusos a los que había sido sometido en los treinta años posteriores al fin de la dictadura de Pinochet. La chispa se encendió por el alza del pasaje del metro de Santiago en 30 pesos y el uso excesivo de la fuerza en el intento de neutralizar las primeras protestas pacíficas desencadenó lo que hoy se conoce como Estallido Social. La Constitución de Pinochet cayó finalmente, pero 34 personas perdieron la vida hasta febrero de 2020, contándose también 3.165 heridos, 445 de ellos con lesiones oculares por el uso de balines apuntados directamente al rostro de los manifestantes, según la Comisión Chilena de Derechos Humanos.
En ese clima de violencia y represión, el gobierno de Sebastián Piñera y la Conmebol insistieron en mantener el Estadio Nacional de Chile como sede de la primera final a partido único de la Copa Libertadores de América, fijada para el 23 de noviembre de 2019. A fines de octubre, con el país paralizado, la ministra de Deportes, Cecilia Pérez, le garantizó a Alejandro Domínguez la seguridad del partido: “Recibí el llamado del presidente de Conmebol y le he ratificado, a nombre del presidente Piñera, nuestra firme voluntad y compromiso de realizar la final de la Copa Libertadores en nuestro país. Es una de las tantas fiestas que le hacen bien al país”. El 5 de noviembre, apenas a dieciocho días del evento, la Conmebol despojó a Chile de su organización y trasladó el partido al estadio Monumental de Lima.
No deja de ser una amarga coincidencia que Chile quisiera mantener el Estadio Nacional como sede de la final única durante los días en que se denunció la mayor cantidad de atropellos a los derechos humanos desde Pinochet.
Estamos hablando del estadio que entre septiembre y octubre de 1973 fue utilizado como centro de detención, tortura y desaparición de personas por la dictadura militar. Al menos hubo 41 ejecutados en el recinto, entre ellos el periodista estadounidense Charles Horman, cuyo caso quedó retratado en la película “Missing” de Costa-Gavras. El 24 de octubre de 1973, una delegación de la FIFA encabezada por uno de sus vicepresidentes y su secretario general, el brasileño Abilio D’Almeida y el alemán Helmut Käser, inspeccionaron la sede para validar el partido de revancha contra Unión Soviética por las eliminatorias para la Copa del Mundo de Alemania 1974, programado definitivamente para el 21 de noviembre de 1973. Aún quedaban detenidos en el estadio durante la visita de los representantes de la FIFA, quienes, sin embargo, evacuaron un positivo informe sobre su permanencia en el país. En la prensa de la época se cita el informe de Käser: “La situación en Santiago de Chile es normal. He recorrido sus calles, visité el Estadio Nacional, conversé con gente de todos los niveles y no encontré nada que impida la realización del encuentro”. La FIFA se hizo cómplice de crímenes contra la humanidad en 1973.
En Argentina, no olvidemos, se hizo durante todo un mes en 1978 un Mundial de Fútbol que funcionó como un traje hecho a medida para la dictadura de Videla, pero en la actualidad los estándares que impone la democracia sobre el respeto a los derechos humanos son distintos a las de hace cuarenta o cincuenta años. Hay límites que no se pueden traspasar sin pagar las consecuencias. El pasado 29 de abril el ex juez español Baltazar Garzón y la Comisión Chilena de Derechos Humanos presentaron una acusación por «crímenes de lesa humanidad» contra Piñera, también patrocinada por la Asociación Americana de Juristas y el Centro di Ricerca ed Elaborazione per la Democrazia.
Como sea, desde la óptica del gobierno de Iván Duque es casi natural el deseo de querer dar una apariencia de normalidad a través de la organización de la Copa América. No será el primero ni el último mandatario latinoamericano en tratar de salir jugando de sus problemas con una pelota pegada al pie y serán sus compatriotas los encargados de medir el impacto de su porfía en el transcurso de la protesta, pero ya es hora de preguntarse también cómo se beneficia la Conmebol en toda esta intriga, de dónde viene esa cercanía tan activa con los gobiernos desesperados, más allá de la diplomacia deportiva.
Algo de eso dejó entrever la ministra chilena de Deportes, en un inesperado cruce verbal con Alejandro Domínguez, quien deslizó una crítica al gobierno de Chile por el proceso organizativo de la final de la Copa Libertadores en 2019. “Lima era la ciudad donde tendríamos que haber venido desde el principio, todo ha salido tan bien. Hay que agradecer al gobierno, al presidente, a la federación peruana, que ha hecho mucho esfuerzo. Avanzamos en once días lo que nos había costado once meses”, dijo Domínguez.
Cecilia Pérez le sacó los trapos al sol al día siguiente: “Las declaraciones del señor Domínguez fueron una sorpresa negativa que nos dejó un sabor amargo. No fue lo que nos señaló vía videoconferencia. Ahí entendimos, aun cuando garantizamos las medidas de seguridad, que los clubes que tenían que disputarla señalaron que los jugadores no se sentían seguros viniendo a Chile. Cuando señala que en once meses no se hizo lo que hizo Perú en once días, ¿a qué se refería? ¿Que no tramitamos una ley corta que eximiera de impuestos a Conmebol y sus patrocinadores? ¿O a que dos meses antes de la final el Estadio Nacional se cerrara? ¿Se refería a que no aceptamos financiar una fiesta en Castillo Hidalgo por 40 millones a los gerentes de Conmebol y sus patrocinadores? Si es así, y volvieran a pedir esas condiciones, la respuesta sería que no, porque los deportistas están primero y las leyes se cumplen en nuestro país. Nosotros teníamos confianza y esperamos que solo sea un malentendido. Ojalá que pueda retractarse y ser veraz”.
A pesar de que el caso FIFA-Gate descabezó en 2015 a la plana mayor de la Confederación, y a todos los miembros de su Comité Ejecutivo, la Conmebol reitera su sistema de favores como política interna para regatear beneficios que no le corresponden en el marco legal de nuestros días. Pero detrás de todo sobrevive aún el viejo cuento del fútbol sudamericano: no hay mejor negocio que ofrecerle el hermoso espectáculo del balón a un gobernante en apuros que busca una forma de evitar sus problemas internos sin resolverlos en lo absoluto. El salvavidas de la Conmebol mantiene el elevado precio de los días de Havelange, Grondona y Leoz, aunque ahora son otros los que gentilmente llegan a ofrecerlo. Hasta que la situación se hace insostenible, por supuesto.