Por Esteban Abarzúa

El mundo era ancho y ajeno

Manuel Pichulmán debió ser el único futbolista chileno que jamás sintió nostalgia cuando le tocó ganarse la vida en el extranjero. El ex goleador de Audax Italiano, Magallanes y Santiago Morning se fue a Bélgica en los años setenta, agotado de las groseras asociaciones que hacían los hinchas y sus rivales acerca de su apellido de origen mapuche, que significa “pluma de cóndor” en idioma huinca. En Europa nadie encontró gracioso lo de Pichulmán, que hasta sonaba medio inglés y, además, le daba estatus de pueblo originario. Años después, de vuelta en Chile, volvió a sufrir las inclemencias del garabateo local, pero aguantó estoicamente las burlas y al terminar su carrera abrió la Escuela de Fútbol de Manuel Pichulmán, cerca de Cuncumen, en la comuna de San Antonio.

Pero la mayoría de los legionarios ha tenido que enfrentar un azaroso destino de patiperro. Carlos Giudice, el primer chileno contratado por un equipo extranjero, partió a Peñarol en 1930 y hasta tomó la decisión de radicarse en Montevideo, aunque no logró adaptarse a la vida charrúa y a los pocos meses estaba de vuelta en Santiago. Mejor suerte tuvo Iván Mayo, jugador de Vélez Sarsfield entre 1933 y 1938. Cruzó la cordillera a lomo de mula para llegar a Buenos Aires, donde hizo cuarenta y seis goles en 108 partidos, e incluso fue capitán del equipo, pero el 15 de noviembre de 1936 sufrió la fractura del peroné izquierdo en un duelo contra River Plate y después, inexorablemente, empezó su declive. Otro caso emblemático es el de Sergio Livingstone, transferido en 1943 a Racing, tras un pago de doscientos ochenta mil pesos de la época a Universidad Católica. El Sapo llegó a capitanear a Racing rápidamente y fue dos veces portada de la revista El Gráfico, igual que Chincolito Mayo, pero la gloria no logró seducirlo: una mujer lo estaba esperando en Chile y el gran ídolo renunció, por amor, a la fama en Argentina.

Distinta fue la situación de los hermanos Jorge y Eduardo Robledo Oliver, nacidos en Iquique y trasladados a temprana edad por su padre de Inglaterra. Jugaban en el Barnsley de la segunda división inglesa cuando se fijó en ellos el Newcastle. Con este club fueron dos veces campeones de la Football Association Cup, la Copa FA, el torneo más antiguo del mundo que se disputa desde 1871 entre los equipos de todas las divisiones profesionales del balompié británico. George Robledo, así le decían en el Reino Unido, fue el máximo goleador extranjero de la primera división inglesa, con 82 anotaciones, hasta que el trinitario Dwight Yorke recién pudo superarlo casi medio siglo después. En la temporada 51/52, y después de anotar un gol por Chile en el Mundial de 1950, Jorge Robledo sin saberlo entonces entró en la historia de la música, al conectar de cabeza una pelota que se fue al fondo de la red de Arsenal en la final de la Copa FA: ese gol que se transformó en un dibujo de un niño de 9 años llamado John Lennon y que después aparecería en la portada del álbum “Walls and Bridges” en 1971. En 1953, a cambio de veinticinco mil libras esterlinas, los hermanos Robledo fueron cedidos a Colo Colo, donde salieron campeones ese mismo año, además de otro título en 1956.

La conquista de territorios desconocidos, en un comienzo, no fue demasiado convocante para los primeros héroes del fútbol chileno. Leonel Sánchez, uno de los goleadores del Mundial de 1962, desechó una oferta del Milan tras unos días de prueba en Italia. Prefirió las esquinas y los amigos del barrio El Salto y la camiseta de la U.

Puede sostenerse con propiedad que Carlos Reinoso fue el primer triunfador chileno en la nueva era, cuando los sueldos les fueron cambiando la vida a los futbolistas. En 1970 salió desde Audax Italiano para enrolarse en el poderoso América de México, donde fue bautizado como El Gran Chaparral por los hinchas de las águilas americanistas. Reinoso ganó ocho títulos y con los años sería ungido como el mejor extranjero en la historia del club. Sus dominios traspasaron lo meramente futbolístico. Se casó con la cantante Lupita D’Alessio. Y Verónica Castro, una de las actrices más populares de México, también cayó en sus brazos. Sus andanzas facilitaron la llegada de otros chilenos a la liga azteca. En 1970 lo secundó Roberto Hodge, ex integrante del Ballet Azul, y en 1972 se les unió Osvaldo Castro, Pata Bendita, quien se consolidó ahí como el máximo goleador chileno de todos los tiempos, y vigesimotercero del mundo, con 351 anotaciones.

Las maravillosas noticias procedentes de Ciudad de México le nublaron la vista entonces a Enrique Iturra Díaz, un rústico zaguero central que hasta ese momento se había ganado el pan en equipos de segunda división en Chile. Le decían Chacal Iturra porque una vez, en 1971, sacó de la cancha de una sola barrida a un mediocampista de Naval en el estadio San Eugenio, jugando por Ferroviarios. En 1973 recibió una plata de su hermano que vivía en Australia y se compró un pasaje de avión para ir a México. En su bolsillo apenas llevaba cinco dólares para sobrevivir y lo primero que hizo fue hablar con Carlos Reinoso para que le hicieran una prueba en el América. En una práctica anuló al mítico Enrique Borja, según él, lo que no fue suficiente para que lo tomaran en cuenta. Obstinado, patiperro y fantasioso, Iturra no desfalleció y le pidió a Alberto Quintano que le buscara un cupo en Cruz Azul. Quería hacer dupla con el Flaco Quintano, pero no le sirvió de mucho, y al final, de tanto molestar, consiguió un contrato de seis meses en Pachuca. Su debut fue inolvidable. “Jugué de central junto a Bazán, la gente me aplaudió y casi al final saqué al Coco Gómez de la cancha de una pura trancada. Me expulsaron y tiempo después, como eran muy nacionalistas, me empezaron a hacer la vida imposible. Fue una desgracia porque me enfermé de tifus y en un momento me dieron quince días de plazo para salir del país o me deportaban”, confesaría el propio Iturra en una entrevista a Don Balón. Como el gran Reinoso, el Chacal también tuvo chispa para dárselas de donjuán, pero las consecuencias no fueron las mismas: “Tenía una noviecita de 15 años y fueron sus mismos viejos los que me fueron a tirar al aeropuerto. Me subí en un avión hacia El Salvador”.

La odisea del Chacal Iturra no hacía más que comenzar. En San Salvador se fue directo al estadio Flor Blanca, donde se encontró con Miguel Hermosilla, el Chueco Hermosilla, quien lo recomendó a los dirigentes de Alianza. Ahí estuvo algunos meses, luego lo fichó el Tapachulteca y se retiró en 1976 con la camiseta de Sonsonate. Algo bueno le pasó en medio de sus desventuras: se casó con una salvadoreña y tuvo dos hijos. La felicidad duró apenas un suspiro: “Ella se aburrió de mí y se fue con otro. Nunca gané buena plata, apenas para el agua de coco y la tortilla, como dicen allá, pero regresé con el tremendo orgullo de haber triunfado en la vida, de tener alguien que me dijera papá. Al partir yo había dejado a mi padre y mi hermano, quienes ya habían muerto a mi regreso. Y eso me abrió los ojos: somos soberbios los seres humanos. Dicen que lo último que muere en el cajón es la soberbia”.

De vuelta en Chile, nadie se acordaba del Chacal Iturra. En 1991 iba saliendo de su casa y un drogadicto le clavó un estoque en el estómago, herida por la cual estuvo agonizando varios días en el hospital Barros Luco. Ahí pensó que tal vez era hora de cerrar el negocio. Pensó: si me salvo de esta, me mato. Un periodista amigo, el Flaco Merello, lo sacó del pozo con algunas palabras que no había escuchado antes. “Llegaste más lejos que lo que cualquiera hubiera imaginado. A otros les fue mejor, pero nadie daba un peso por ti”, le dijo Miguel Merello. Después Iturra hizo unos cursos de autoestima y se subió a las micros para ejercer el oficio de “motivador y consejero social”.

Entre Reinoso y el Chacal se armó toda una red de chilenos haciendo caminos en México y Centroamérica. José Sulantay, Clavito Godoy, Julio del Carmen Escobar, Peineta Garcés y hasta el mismo Manuel Pichulmán, entre otros, rumbearon por esas canchas. El paso de los años y la apertura de nuevas puertas hacia Europa, en todo caso, cambiarían aquel panorama de futbolistas nacionales en territorio e guerrillas.

La primera definición concreta y reconocible de chilenidad en el fútbol sin fronteras se le debe a Iván Zamorano. Otros insinuaron el camino, como Elías Figueroa al ser elegido tres veces consecutivas el mejor jugador de América, pero Bam Bam propuso un concepto: la voluntad de triunfar cueste lo que cueste en el ancho y ajeno mundo. El entrenador argentino Jorge Valdano lo quería echar y le dijo que sería el quinto extranjero de Real Madrid. Él se quedó callado, permaneció a la fuerza en el club, jugó mejor que nunca en su vida, fue goleador del campeonato y le dio el título al equipo de Valdano en 1995. “Iván ahora es mi socio”, dijo Valdano. Zamorano utilizó dos armas para subsistir frente a sus depredadores: su voluntarismo y las cazuelas de mamá Alicia, quien lo acompañó en largos periodos de su tour europeo. Se habló entonces de una entrañable fortaleza edípica de Iván, que después llegó al Inter de Milán como El Terrible y en 1997 obtuvo la nacionalidad española para poder trabajar en Europa con pasaporte de jugador comunitario: nunca más alguien, aunque quisiera, podría volver a catalogarlo como el quinto extranjero de un equipo. El trámite, sin embargo, inauguró una etapa que terminaría con la expulsión de Pablo Contreras y Alejandro Escalona desde el Principado de Mónaco y Portugal, respectivamente, por falsificación de documentos para obtener la nacionalidad italiana.

Ante el inminente ocaso de Zamorano se encendió la estrella de Marcelo Salas, el Matador, con quien ya habían trapeado el suelo cuando Universidad de Chile quiso vendérselo a Boca Juniors en 1996. Carlos Salvador Bilardo, entrenador boquense de turno, lo rechazó bajo el argumento de que “los chilenos nunca han triunfado en Argentina”. Un par de meses después lo compró River Plate, al que Salas le dio tres títulos locales y uno sudamericano en sólo un año y medio de amor correspondido. En 1998 el Matador fue transferido a la Lazio de Italia en veinte millones de dólares.

Salas la rompió de entrada en el calcio de Italia. Hizo veintitrés goles en su primera temporada por Lazio, pero su relación con el entrenador sueco Sven Goran Eriksson no era tan fluida como a él le habría gustado. En un partido contra Chelsea, en Londres, se aclararon las fichas: Salas fue a la banca, entró a los 67 por el Pipo Inzaghi y a los 87, al ser expulsado el zaguero Fernando Couto, lo volvió a sacar para cubrirse con otro defensa en los últimos minutos. Lazio logró mantener la ventaja contra Chelsea y ganó el partido. Todos felices, menos Salas Melinao, cuyo apellido de origen mapuche significa “cuatro leones”.

Una supuesta baja en su rendimiento, la predilección de Eriksson por alinear a un solo delantero en los partidos importantes y su condición de jugador no comunitario mermaron las posibilidades del Matador. En ese momento empezó una desesperada búsqueda de Gustavo Mascardi, su representante, y algunos funcionarios del club por encontrar una solución al problema. La idea era simple, en apariencia: conseguirle una, es decir cualquiera, de las dieciséis nacionalidades adscritas en ese momento al Tratado de la Comunidad Europea.

El doctor Felice Pulici, abogado de Lazio, contrató un staff de leguleyos para revisar con lupa los antecedentes genealógicos de José Marcelo Salas Melinao, ciudadano chileno con ascendencia mapuche. Así empezaron las especulaciones. Primero se dijo que su esposa, Carolina Messen, sobrina del Keko Messen, jugador de Colo Colo 73 y Palestino 78, tenía ancestros italianos. Luego se insinuó que Rosember Salas, el padre, tenía un bisabuelo portugués. Después volvieron por el lado de su mujer, que por el lado paterno podía estar emparentada con españoles. Y al final, sorpresivamente, las miradas se centraron en la señora Alicia Melinao, la madre, de quien se sospechó  que tenía un tatarabuelo griego. No había caso, pero se hizo un último intento al solicitar la nacionalidad por gracia a Grecia, solamente sobre la base de los méritos personales del goleador, una especie de Aquiles de los nuevos tiempos que, estaban seguros, llevaba sangre de antepasados helénicos en sus venas. Sólo que no lo podían comprobar. Por supuesto, todo se fue al diablo y apenas se pudo comprobar, a mucha honra, que el temuquense Salas Melinao es más chileno que el cerro Ñielol y los porotos con rienda.

En el intertanto, Sebastián Rozental fue, vio y se lesionó en el Glasgow Rangers de Escocia. A los 19 años, a fines de 1996, Universidad Católica lo vendió en nueve millones de dólares, la cifra más alta pagada hasta entonces por un jugador chileno. Rozental hizo un gol en su primer partido, como los grandes, los hinchas del Rangers lo aplaudieron y minutos después se malogró gravemente su rodilla derecha. Llevaba dos años entre trabajos de rehabilitación cuando Carlos Caszely hizo un comentario arriesgado: “Parece que Sebastián no va a poder jugar nunca más”. Rozental, en rigor, se retiró del fútbol en 2008 tras dos temporadas en la liga de Israel, pero nunca pudo concretar lo que prometía por culpa de la primera de sus cuatro operaciones a la rodilla, realizada en Estados Unidos por el mejor especialista en rodillas del fútbol americano, según se dijo en su momento. Ese fue el problema y Rozy, a lo mejor, tenía que dedicarse a otro deporte: su articulación nunca volvió a gozar la flexibilidad de sus años como juvenil.

Como sea, el mundo empezaba a abrirse para los chilenos que soñaban con una carrera en el exterior. Y, además, ya no estaban tan solos. Hay que leer el primer párrafo de una crónica en Las Últimas Noticias, “¿Hablaste ya con nuestro Iván?”, que en enero del año 2000 retrata el estado de las cosas: “Convertido en un verdadero padrino, del tipo Vito Corleone, Iván Zamorano asume por estos días con una disposición a toda prueba y una cuenta telefónica sin restricciones, la preocupación necesaria para cuidar de cuanto chileno llegue a probar suerte en Europa. Uno por uno, se ha molestado en comunicarse y aconsejar a todos los jugadores que han fichado en equipos europeos. Desde la lejana isla de Las Palmas hasta la última punta de la bota italiana”. Así Zamorano se erigía como embajador del fútbol criollo en el Viejo Mundo, condición que, por otra parte, lo distanció definitivamente de Marcelo Salas, con quien patentó la dupla Za-Sa durante la clasificación de Chile al Mundial de Francia, tres años antes.

Bam Bam estaba conquistando territorios vírgenes con su liderazgo. Al principio sólo era Iván Zamorano, el que salió de Cobresal para jugar a Italia y debió hacer la práctica en el modesto Saint Gallen de Suiza. Luego fue Iván por algún tiempo, hasta que la familiaridad en el trato lo dejó como “nuestro” Iván, un amigo de la casa, representante plenipotenciario y delegado en viaje. Cuando el Matador se subió al avión para cruzar el charco rumbo a Italia no hubo recomendaciones de nuestro Iván, pero Salas, autosuficiente, no se las pidió. Justo después se asomó David Pizarro en Udine, y además de las prescripciones de rigor, Zamorano le hizo llegar jovialmente un par de entradas para el partido Bolonia-Inter. El piccolo fantasista de Udinese se emocionó con el gesto. Luego se produjo un desfile de patiperros en Italia. A Jaime Valdés le dijo que tuviera cuidado al comprar el terno que andaba buscando, ya que en la península abundaban los estafadores. A Pascual de Gregorio le pidió que estuviera atento al conducir su automóvil por las caóticas calles de Bari. Llamó a Pablo Contreras a Mónaco y le explicó cómo eran los casinos y los franceses para jugar a la pelota y se comunicó con su ahijado Manuel Neira en Las Palmas para decirle que el éxito en España sólo depende de ser constante. Con Nicolás Córdova, a quien le consiguió una prueba en Fiorentina tras conversar él mismo con Giovanni Trapattoni, fue más preciso en las instrucciones pues este debía ganarse a los observadores por presencia. “Iván me dijo que debo aprender al tiro el italiano”, dijo Córdova. El espíritu solidario de cuerpo presente de Zamorano profundizó las diferencias con Salas, con quien nunca logró entenderse fuera de la cancha. En febrero de 2000 una mujer chilena y su hijo de dos años sufrieron un accidente junto al lago Como, cerca de Milán. Ella murió y el pequeño, de nombre Juan Sebastián González, resultó ileso. El niño apenas sabía algunas palabras y entre las pocas cosas que pudo decir mencionó al Matador Salas, su ídolo chileno. Los médicos se pusieron en contacto con el delantero de Lazio, por si podía ayudar en algo, y este realizó algunas gestiones para apoyarlo. En eso estaban cuando la noticia llegó a Chile, el programa de televisión “Buenos días a todos” llamó por teléfono a Zamorano y, al aire, le preguntó si podía visitar a Juan Sebastián. Al día siguiente, con las cámaras del mismo programa encima, nuestro Iván fue al hospital, tomó en brazos al infante, le sacaron fotos y dio una entrevista con orgullo. Salas también hizo algo, pero no se supo.  Zamorano y Salas, cada uno en lo suyo, tuvieron que aprender a soportarse y ambos entendieron que no había razón para convertirse en enemigos por unas luces más o unas luces menos.

Pero lejos del glamour europeo, de las transmisiones vía satélite y de las entrevistas radiales que les hacen desde Chile a los patiperros exitosos, otros futbolistas nacionales desarrollaron un auténtico sentido de la aventura al conquistar exóticos destinos. No es fácil de entender, pero Indonesia llegó a destacarse como uno de los principales puertos de desembarque para los jugadores nacionales y se transformó en la cuarta sucursal más concurrida, detrás de México, Italia y Argentina en enero de 2001. Nelson León, un ex jugador de Magallanes que también hizo carrera en clubes chicos de Paraguay, no lo pensó dos veces cuando Manuel Rodríguez Vega lo llamó desde Yakarta en 1996. “En Chile se me habían  cerrado las puertas”, reconoció León, quien al retirarse decidió seguir viviendo en aquel país compuesto por más de trece mil islas y doscientos millones de habitantes. Se casó con una indonesia de nombre Ciitra. Rodríguez Vega, por su parte, llegó por una recomendación de su hermano Juan, el primer chileno en probar suerte como entrenador en esas tierras.

Indonesia se instaló en el imaginario de los futbolistas nacionales como la tierra prometida de los que no podría triunfar en Chile ni en ninguna parte que no fuera a orillas del Océano Índico. La tentación no era menor: les pagarían mejor que en cualquier club chico de Chile y hasta podían recibir aplausos. Felipe Cortés, formado en Audax Italiano, por este camino llegó a ser Muhamad Yusuf Rafli. Se fue al PSBL de Lampung a probar suerte, jugó mejor que nunca en su vida y conoció a Nissa Sabilla, una joven actriz y modelo indonesia que le pidió que se convirtiera al Islam para que pudieran casarse. Es similar la historia de Patricio Jiménez, un crack salido de Villa Alegre que durante una década, a partir de 2004, jugó por diez clubes distintos del archipiélago y a fines de 2012, a los 37 años, su nombre apareció en los despachos informativos por una supuesta oferta del Zaragoza de España. “Un agente vino a Yakarta y me habló de esa posibilidad”, dijo Jiménez, quien nunca más supo de aquel interés y siguió instalado en el país de sus sueños hechos realidad. Estaba casado con la segunda Miss Indonesia de 2003 y ya tenía cuatro hijos con ella.

Con el aval del Sindicato de Futbolistas Profesionales, seguramente para reducir sus niveles de cesantía, la presencia de chilenos en Indonesia se disparó. A mediados de 2004 ya eran más de cincuenta los patiperros en primera y segunda. El boom incluso dio para que algunos cracks de renombre se pegaran el salto. El principal: Sergio Bernabé Vargas, quien se fue de paseo por cinco meses a la paradisiaca península de Sulawesi, con un buen sueldo y todas las garantías de pago. Después, sin embargo, surgieron los problemas. Primero el terremoto y tsunami del 26 de diciembre de 2004 que dejó, según las Naciones Unidas, 229.866 víctimas en las costas del Índico y luego los escándalos que se destaparon a todo nivel en el fútbol indonesio, gobernado por mafias de apuestas, coimas y sobornos. Las ilusiones terminaron de romperse cuando el delantero paraguayo Diego Mendieta murió de tifus en diciembre de 2012: su club le debía cuatro meses de sueldo y él se mantuvo, a la espera del pago, en alojamientos insalubres e ingiriendo alimentos en malas condiciones.

El mundo nos quedó chico con la llegada del nuevo siglo, sobre todo cuando Mario Salas y Leonel Herrera hijo recibieron una extraña llamada en enero de 2000. Les ofrecían un jugoso contrato por irse al Jang Su, un club de segunda división en China. Les costó creer que la oferta era real. Y tenían razón. “Viajamos con la idea de que íbamos a firmar contrato al llegar. Pero el representante chino parece que se fue en otra onda y nos contó algo distinto cuando ya estábamos por llegar. No nos esperaban, no nos conocían ni sabían de qué jugábamos. Después demostramos que podíamos ser un aporte, pero sencillamente no le gustamos al entrenador chino. Bueno, eso fue lo que nos dijo esa intérprete. La comunicación era nula, era complicado. Quizás qué pensaban y decían de nosotros. No hablan ni siquiera algo de inglés. Sólo chino y más chino. Traté de explicarles cosas sencillas, como los números, pero no hubo caso. De repente nos calentábamos con los chinos en los entrenamientos y los reventábamos a garabatos. Quizás cuántas veces hicieron lo mismo con nosotros”, dijo Salas de vuelta en Chile.

La lección parecía asumida. Difícilmente un chileno iba a dejarse atrapar nuevamente por las tentaciones de la Gran Muralla. Pero pocos meses después los ojos rasgados volvieron a la carga. Tres empresarios chinos llegaron a Santiago acompañados por el ex futbolista chileno Julio César Moreno, ayudante de Bora Milutinovic en la mismísima selección de China. El sindicato de futbolistas les armó una pichanga con los cesantes del momento. La jornada fue resumida en una crónica de Las Últimas Noticias: “Muy misteliosos, tles emplesalios de ojos lasgados vielon ayel en acción a una veintena de jugadoles que están intelesados en plobal suelte en Asia. Casi no ablielon la boca, aunque no se sabe si pol discleción o polque no los satisfizo el poble melcado de cesantes nacionales”.  Los chinos esta vez venían en serio, desecharon a los desempleados del Sifup y se fijaron en Luis Musrri, el capitán de Universidad de Chile, quien se encontraba con el pase en su poder. Al 6 de la U le pagaron seiscientos mil dólares por su pase. Musrri, apellido de origen egipcio, pasó a ser Mus Li y jugó durante un año en el Wunam Hongtao, propiedad de la tabacalera más grande de Asia. A diferencia de Salas y Herrera, y de Gabriel Mendoza y Ricardo Queraltó que lo siguieron inmediatamente después a otro club de primera, el volante azul no sufrió inconvenientes durante su estada. De hecho, hasta tuvo espacio para lujos: “Los chinos son rápidos, pero con el balón en los pies son bastante discretos. En el medio la voy a pisar como malo de la cabeza. Soy el mejor del equipo”. El patadura de U a lo más sufrió un poco porque los pataduras chinos lo empezaron a perseguir a él como el hombre a marcar durante los partidos.

Entusiasmado con las posibilidades del nuevo mercado, Gabriel Mendoza siguió los pasos de Musrri por esos mismos días, asegurando que “comería culebras si es necesario”. Se suponía que el Shandon Luneng, campeón de China en 1999, lo estaba esperando junto a Ricardo Queraltó. Las complicaciones empezaron cuando se dieron cuenta de que el entrenador era ruso, no tenía idea de quiénes eran y por qué diablos se los habían llevado a su equipo. El trámite para entenderse era insostenible. “El técnico es ruso y sus instrucciones las traducen al chino, para que luego otro intérprete nos la dé en español a los que hablamos ese idioma. Lo otro difícil son las comidas, ya que son distintas. Lloro por una cazuela”, sostuvo Mendoza en uno de los escasos contactos telefónicos que mantuvo con Chile durante su aventura. Como no quería volver con el fracaso grabado en la frente, impuso su currículo de campeón de la Copa Libertadores con Colo Colo 91 y se quedó unos meses.  Queraltó lo pasó peor: el DT no necesitaba un delantero y a lo más le ofreció, si podía, probarse como defensa central. El ex atacante de Unión Española además viajó con Francisco Ugarte, representante de los hispanos para verificar que se realizara la transferencia. “Ugarte sabía que Unión necesitaba el dinero por el pase y me pidió que esperara. Pero yo sólo quería regresar, dijo Queraltó. Tres meses después, ya en Chile, Queraltó prefirió ver el vaso medio lleno, admitió que fue “un lindo viaje” en el que comió gusanos y ratones.

Quizás el último de los mohicanos pudo ser el ex colocolino Marco Villaseca, un futbolista nacido en Talca que no llegó a París ni a Londres, pero un día en que salió a probar suerte en el extranjero apareció en Moscú, a comienzos de marzo de 2002, para jugar en el Spartak. La historia del nombre posiblemente tiene algo que ver: en 1922, bajo los auspicios de la Revolución Rusa, fue fundado como Sociedad de Deporte de Moscú, pero uno de sus dirigentes, mientras leía Espartaco del italiano Raffaello Giovagnoli, advirtió las virtudes heroicas del antiguo esclavo del Imperio Romano crucificado en la Vía Apia y promovió la nueva denominación en 1936. Villaseca tuvo muchos problemas con el idioma y en el peor momento de su aventura tuvo que pasar una noche en el el aeropuerto, a la mañana siguiente un taxista lo timó con ciento cincuenta dólares y luego, cuando quiso pedir ayuda, llamó a la embajada chilena en Moscú: una voz grabada en el contestador automático le habló en ruso.

La generación inmediatamente posterior de estrellas chilenas apenas se dio cuenta de las dificultades que implica ir a ganarse una camiseta en el exterior. El Huaso Isla jugó en la Serie A de Italia antes que en Primera División en Chile, Alexis Sánchez fue vendido en setenta millones de dólares de Udinese a Barcelona y Arturo Vidal le arrebató los penales al capitán de la selección alemana en Leverkusen en los años que estaban por venir. Su camino a la gloria estaba lleno de mártires como el Chacal Iturra y ningún otro chileno volvería a pasar por el sofocón que sufrió el melipillano Aníbal Pinto arriba de un avión minutos antes de aterrizar en Arabia Saudita en 1994 durante su primer viaje con la Selección. El arquero no tenía ideal del papeleo necesario para entrar a otro país, así que se asustó cuando la azafata le entregó una cartilla que venía mitad en inglés y mitad en árabe. Por fortuna tenía a su lado a Luka Tudor, civilizado delantero de Universidad católica, a quien Pinto empezó a copiarle todo lo que escribía. Con el name y el family name no hubo problemas. Uno puso Tudor y luego Luka, el otro llenó con Pinto y luego Aníbal. Nationality: ambos pusieron chilena. Todo se veía fácil hasta que el documento exigía especificar una religión, dato necesario para entrar a un país musulmán. Tudor escribió Católica, como correspondía, pero su vecino Pinto, pensándolo dos veces, se la jugó y puso Melipilla, creyendo que la pregunta era por el nombre de su equipo. Extraño culto habrían pensado los árabes si hubieran leído la tarjeta de embarque que Luka le arrebató rápidamente de las manos a Aníbal. Eran otros tiempos.

*Publicado originalmente en el libro «Secretos de Camarín» (2002), actualizado en «Nuevos Secretos de Camarín» (2015), de Esteban Abarzúa.

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Por eabarzua

3 comentarios en «Secretos de camarín»
  1. Los felicito por la publicacion! No habia leido nada respecto de mi tio manuel pichulman y aqui al menos se cuenta parte de su historia ojala publicaran fotografias de el… Saludos y felicitaciones.

  2. Quiero rendir un breve homenaje a un ex jugador de fútbol chileno a quien tuve la oportunidad de conocer junto a su familia, una persona que a pesar de los altos y bajos de su vida supo enfrentar la vida llena de optimismo.

    Enrique falleció ayer producto de varias complicaciones de salud que lo traían a mal traer hace ya un tiempo.
    Que en paz descanses Enrique «El Chacal» Iturra (1946 – 2021)

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