Cuando Jefferson Soteldo se montó encima del balón llevó la clásica picardía sudamericana a un nivel superior. No sólo como representación artística, sino también en una arista más controvertida: la provocación como parte del espectáculo del fútbol. Donde casi todo puede ser traducido como una afrenta por el camarín o la hinchada rival, como jugar de taquito o el triunfo fácil, la denominada Soteldinha convirtió la mera anécdota en una bomba de tiempo.

¿Pero está bien o mal lo que hizo el crack venezolano de Santos cuando su equipo ya tenía asegurada la victoria contra Vasco da Gama, hace dos meses y monedas? El debate habitual del fútbol, insustancial como un cambio de lateral derecho por lateral derecho cuando hay que dar vuelta un marcador, nos lleva casi siempre a la pregunta moral del arcaico código de camarín que intenta reprimir la alegría donde se vuelve peligrosamente libre. De partida, todo lo que se hace con la pelota, o arriba de ella en este caso, es parte del espectáculo.

Dice Gay Talese en “El silencio del héroe”, un libro que retrata como ninguno la escasa distancia que en la práctica se da entre el éxito y la humillación: “Los deportistas asumen riesgos que a menudo no alcanzan sus expectativas y acaban quedando como perdedores”. En el caso de Soteldo, el riesgo explícito superaba todos sus cálculos. No hay desperdicio en su gesto, quizás congelado para siempre sobre la redonda con la pose del Cristo Redentor en el Pan de Azúcar: la jugada de su vida, tan inútil como brillante, la temblorosa belleza que presagia un final abierto. Es cine, como un tipo que entra riendo a la jaula de un león hambriento.

A todos, unos más que otros, nos gusta creer en las vueltas de la vida y que toda cuenta, tarde o temprano, se termina pagando. No es cierto, no hay destino, nada está escrito. Sólo existe la naturaleza humana, las probabilidades, sus consecuencias. El que nace chicharra muere cantando y uno mismo, también Soteldo, debería ser plenamente consciente de que todo acto deja huellas y testigos y que la risa de hoy puede ser el llanto de mañana. Es para anotarlo en la libretita que guardamos en el primer cajón del velador: siempre hay otro que toma sus propias notas para pasar la cuenta cuando le convenga.

Hay que volver a mirar a Soteldo separado del suelo por esos veintidós centímetros de diámetro que tiene el balón de fútbol. Puede ser un récord mundial, según sus críticos más recalcitrantes: nadie ha caído tan duro desde una altura tan escasa. También un chiste de medianoche contado en un bar, después de la quinta copa: Soteldo no se sube al balón; se sube a su ego, pierde el equilibrio y muere.

La épica de la revancha también tiene una parte de ficción: un cuento armado por los perdedores para salir primero de las garras de la derrota y encontrar la motivación necesaria para seguir adelante. El mítico Santos de Pelé, ahora con un descenso en ciento trece años de historia, no se fue a la B por la maniobra de Soteldo, sino por un montón de errores previos que lo dejaron con las costuras a la vista en el último partido, obligado a un resultado final que también dependía del azar. Vasco da Gama se salvó con un gol en el minuto 82, el Santos de Soteldo descendió con otro gol en el sexto minuto agregado.  Es la vida: un riesgo permanente que no sería igual sin el goce de artefactos de efímero placer como la Soteldinha, que tiene el mismo valor que las historias que se cuentan como si siempre hubiéramos sabido el final.

Publicado originalmente en LUN.

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Por eabarzua

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