Morir por el fútbol. Morir para el fútbol. Morir de fútbol. Algunos creen que equivale a vivir para siempre. En veintisiete columnas de opinión y dos crónicas a través de sus años en Las Últimas Noticias, Esteban Abarzúa retrata ese momento crucial en la vida de un ser humano, cuando se apagan las luces del estadio y su recuerdo se va, como dice Juan Villoro, con la mayoría. Aquí están Diego Maradona, Fernando Riera, el Gato Osbén y el Pelao Muñoz. El Sapo Livingstone, el Flaco Julio y los niños de Lo Boza. Los mártires de O’Higgins, Julio Martínez y un corresponsal con nombre de forajido que narraba partidos desde el desierto. El Garra Velásquez, José Sulantay y Chamullo Ampuero. María de los Ángeles Guerra, el amor de toda la vida del Chino Caszely. Corazón de Minero, Raúl Hernán Leppé, Tito Fouillioux. También el Nano, que murió hinchando por Magallanes en el último partido de su vida. Miguel Merello, el Ciego Escuti, Chamaco Valdés y el Gordo Campusano. Leonel Sánchez y Carlos Campos, sepultados uno junto al otro en el mausoleo de los viejos cracks de 1962. Hugo Alarcón, el Bambino de Oro y Eduardo Guillermo Bonvallet.
No murieron, se convirtieron en una foto
19 de febrero de 2024
El número 1.307 de la revista Estadio, 18 de julio de 1968. Página 12. Un hombre con ropa de calle y un bolso al hombro que parece venir llegando de la pega saluda a un futbolista que recién sale del camarín. El jugador que aparece detrás fija la mirada en la cámara que le roba esa foto a la eternidad. Tres hombres atrapados en una familiaridad indisoluble. Tienen 37, 29 y 25 años. Cuacuá Hormazábal, el Chino Toro y Chamaco Valdés. No son hermanos de sangre, sino de piel, de historia, de pueblo.
Están ahí por un partido del jueves anterior a la revista. Un partido de mitad de semana con cincuenta mil espectadores en horario laboral dentro de una ciudad que por entonces bordea los tres millones de habitantes, advierte la pluma de Antonino Vera. Un partido amistoso que utiliza la figura de Jorge Toro, mundialista del 62 y estrella del fútbol italiano, como gancho para llenarle el Estadio Nacional y el bolsillo a un Colo Colo en apuros económicos, para variar.
Enrique Hormazábal, Cuacuá, es el hombre con ropa de calle. Ya retirado, podría estar en otra parte, pero está ahí, como homenaje en vida a su sucesor y, sin saberlo todavía, al sucesor de su sucesor: Toro y Valdés. Hormazábal tiene la humildad del que podía meter un pase de cuarenta metros con los ojos cerrados en el pie de un compañero con el que después se iban a ir juntos a tomar un vaso de vino. No necesita mostrarse grande, es grande. Lo sabe Toro, que aprendió a jugar con él al lado, en esos últimos años de Cuacuá en Colo Colo. Lo sabe también Valdés, que después de los partidos de Colo Colo caminaba hasta el barrio Yungay con sus amigos sólo para mirarlo y tocarlo cuando llegaba a su casa, cerciorarse de que ese enorme mago del balón era un ser humano.
El futbolista trabaja la mayor parte de su vida de ex futbolista. Juega quince años, con suerte veinte, y el resto es juntarse con los amigos del fútbol, dar entrevistas del recuerdo, opiniones vagas y titulares de prensa, gastarse los ahorros, morir. El ídolo vive en otro territorio, quizás fuera del tiempo, y es carne y huesos de otros ídolos: los viejos amores, las penas de siempre, el llamado de los ancestros. Pasos que reconocen las huellas de otros como propias. Si algo he aprendido de fútbol en todos estos años, si algo me ha enseñado toda una vida buscando actos de fe detrás de una pelota, puedo decir ahora que Cuacuá, Toro y Chamaco escribieron una sola leyenda dividida en tres partes. No creo que sea posible encontrar más talento para el fútbol reunido en una sola foto que en esa de la Estadio.
Cuacuá falleció un domingo, Chamaco un lunes y Toro un viernes, el último viernes. Nos dejaron goles en blanco y negro, antiguos relatos de radio con la voz de Julio Martínez que vuelve a encaminar el destino, revistas viejas que amarillean y se cubren de polvo hasta que un día las encontramos en un rincón y volvemos a encontrarnos todos en una foto. ¿Existe el Cielo? No sé. Existen ellos. Soy un simple testigo, un recuerdo de la primera vez que vi esa foto y pensé que tal vez la felicidad consiste en eso: un abrazo entre los amigos antes de que empiece el partido. Soy todas las fotos que recuerdo, también las que me gustaría recordar. Creo que Hanif Kureishi escribió algo parecido: existimos en todas nuestras edades al mismo tiempo. No morimos, nos convertimos en una foto de la página 12 en la revista Estadio.
Alguien te está mirando
20 de julio de 2023
Antes de la Generación Dorada, José Sulantay era el Negro Sulantay. Dicen las malas lenguas que no llegó a dirigir la Roja adulta por su apariencia, demasiado sencilla, y que en Colo Colo algún dirigente iluminado le bajó el pulgar como sucesor de Mirko Jozic en los noventa por el tono de su piel, demasiado oscuro. Pero a Sulantay, apellido de origen diaguita, nunca se le escuchó una queja si esas fueron las razones.
Lo conocí durante el Mundial de 1994, en uno de los almuerzos que entonces hacíamos en el diario para comentar los partidos en el restaurante El Picarón, del barrio Bellavista. Una mesa de cuatro que completaban Miguel Moreno, presidente de la federación de boxeo, y el colega Miguel Merello. No recuerdo el partido, pero sí las dos botellas de tinto que desfilaron frente a mis ojos y la lucidez de José Sulantay para explicar el fútbol que le gustaba: rápido, de presión y trazos largos. Como él ya era un entrenador lo suficientemente viejo y yo un periodista lo necesariamente joven también dejó unas palabras que me sonaron a consejo: cuando uno hace su trabajo siempre hay alguien que está mirando, aunque a veces parece que no hubiera nadie.
Empezó a jugar al fútbol en La Serena, con 17 años, junto al Clavo Godoy, su amigo de toda la vida, pero antes fue campeón de bicicletas, de salto con garrocha y corredor de 1.500 metros. Fue seleccionado juvenil en el Sudamericano de 1958, puntero derecho, a veces insider, y Fernando Riera alcanzó a tenerlo en cuenta para jugar el Mundial de 1962, pero ya había armado su lista. Estudió contabilidad, por si acaso, y se rebuscó la vida como jugador en Guatemala y El Salvador, cuando vivir del fútbol a muchos no les bastaba para tener casa y seguir viviendo después del fútbol.
Le costó, sí, como les cuesta a los que no se quedan de brazos cruzados ante la adversidad: se mueven más cuando la cosa viene difícil. En una buena pasada se compró unos camiones, pero la crisis del 82 lo dejó con una mano por delante y la otra por detrás. Así empieza una leyenda: no quería entrenar equipos de fútbol, pero tampoco podía quedarse parado. El 87 hizo campeón de la B a La Serena, el 91 le plantó cara al Colo Colo de Mirko Jozic con Coquimbo y el 92 la gloria con Cobreloa, dejando por debajo de sus rodillas a los campeones de la Copa Libertadores.
José Sulantay era de los que hacían mucho con nada, con olfato para encontrar nuevas ilusiones en jugadores rotos o desaforados en su propia faramalla. El Coquimbo de los picados, con Sulantay, fue una oda a la revancha, liderado por Orlando Mondaca, Heidi González, Roberto Corró, Javier Toledo, el Negro López, Johnny Pérez, Cepillín Olguín, Sergio Rivero, el brasileño Ronaldo Moraes: un montón de nombres extraviados, en la noche o en la cancha. Príncipes que volvían a ser príncipes después de varias temporadas arrastrándose como sapos. Sulantay fue un artesano de los casos perdidos, pero su estrella se apagó apenas empezó a brillar. Cosas del fútbol chileno.
Cuando se acercaba a los sesenta lo llamaron para que les hiciera clases a los futuros entrenadores: el retiro con otro nombre. Ahí enseñó otra vez el fútbol rápido, de presión y trazo largo que tanto le gustaba, dicen que por su admiración hacia Rinus Michels, el cerebro de la Naranja Mecánica. Hasta que un día, en 2003, se le acercó Juvenal Olmos, joven entrenador de la Roja, alumno suyo en el curso que parecía haberse convertido en una tumba. Olmos se acordó del discurso de su viejo maestro. Sulantay había sido olvidado, como les ocurrió a muchos de sus jugadores favoritos, pero alguien se quedó atento a sus palabras y las dejó anotadas en una libreta. “Le pedí que trabajara conmigo, no para mí”, dice Olmos que le dijo.
El resto es historia. El Negro Sulantay tomó una Sub 17, luego la Sub 20 que con los años lo ganó todo porque nadie ha sabido leer mejor que él en el alma del futbolista chileno: gente que necesita cariño, disciplina y segundas oportunidades, no terceras. Hoy podemos mirar su viaje desde el final y hablar en círculos: después de todo, José Sulantay es el papá de la Generación Dorada y sin padre se supone que no hay hijos. Pero ahora también toca defender un legado: entrega lo mejor de ti, alguien está mirando.
El zurdo que cambió todo
3 de abril de 2022
Por las razones equivocadas, hoy lo sabemos mejor que antes, Leonel Sánchez se convirtió en un mito viviente del fútbol chileno desde el momento exacto en que el marcador italiano Mario David se derrumbó sobre el pasto, a diez metros del banderín del córner. Para muchos Leonel llegó a nuestra infancia como el combo de Leonel: ese gancho de izquierda suyo conectando en bucle la mandíbula de plumavit de su oponente, una y otra vez en cada aniversario del Mundial de 1962. Cuando yo era niño incluso me ponía a fantasear con el sonido de aquel puñetazo en el estadio, un golpe sordo e indescifrable quizás como un chimbazo del mismo Leonel a una antigua pelota de cuero mojada. Si hicieran una película de su vida, ¿qué efectos especiales tendría aquella escena?
Su papá, el campeón de boxeo pluma y gallo Juan Sánchez, le había dicho alguna vez que tenía “la mano pesada como los buenos noqueadores” y la zurda de su abuelo Francisco, un elegante jugador de rayuela al que sus amigos apodaban el Buen Tejo. Si él quería subirse a un cuadrilátero, tendría todo su apoyo. Pero el fútbol se lo llevó por delante desde sus primeras pichangas en el barrio y el patio del colegio. En una foto de su primer partido en primera por Universidad de Chile, en septiembre de 1953, Juan le amarra los zapatos para entrar a la cancha contra Everton, con 17 años. Ellos aún no lo sabían, pero estaban poniendo en marcha al Ballet Azul.
Los diarios hablaron desde el comienzo de “un wing flaquito, pero de shoot potente”. Hizo muchos goles, cuatro de ellos en el Mundial, el mejor de todos contra la Araña Negra en Arica y que iluminó a Julio Martínez en esa “justicia divina” que ya forma parte de la tradición oral de este país llamado Chile. Desde el costado izquierdo del área, con el empeine, le metió la bola en el ángulo al mítico guardián del Dínamo de Moscú. En “Yashin, el arquero de los sueños”, estrenada en 2019, el gol de Leonel cambia dramáticamente la vida del mejor arquero de todos los tiempos. También la de Leonel.
La zurda de Leonel lo cambia todo, en realidad, y hoy llega a nosotros como una máquina del tiempo que cuenta historias de antiguos héroes y fantasmas que no volverán, pero sobre todo de viejas emociones que no se olvidan jamás. En 1967, Míster Huifa escribió en la revista Estadio la “historia de una pierna”, un relato sobre Leonel centrado exclusivamente en las aventuras de su legendaria extremidad desde el día en que debutó por la Roja en un Sudamericano e hizo pasar un mal rato al futuro campeón del mundo Djalma Santos. “Es difícil que haya existido una pierna izquierda que influyera tanto, de manera tan permanente y decisiva, en el desarrollo del fútbol chileno como esta de Leonel”, dice. Y también: “La zurda atrapa el balón, lo esconde, maniobra con él calmosamente, se entretiene, irrita al espectador impaciente que desea acción inmediata; pero uno que la conoce sabe que algo ha de salir pronto y siente un cosquilleo de manera muy especial. ¿Qué hará Leonel, qué hará su zurda magistral?”.
Leonel fue un hombre intenso, pero con los años empezó a dejar un rastro de lágrima fácil. Ya va a llorar, Leonel: tantas veces lo dijimos, tantas veces resultó cierto. En el título de una entrevista de 1977, ya retirado, Antonino Vera probablemente describió toda su existencia en una sola frase: “La zurda más dura, el corazón más blando”. Ahora sé que se trataba de una trampa, porque Leonel Sánchez, el ídolo de la U, el crack de siempre en la Roja de todos, el más mejol, ayer me hizo llorar dos veces: porque ya no está con nosotros y porque entendí que, finalmente, si fue parte de mis sueños también es parte de mi vida.
Una cinta amarilla atada alrededor de un árbol
23 de febrero de 2022
Carlos Caszely me habló una vez en el Tavelli de Manuel Montt sobre la tristeza del fútbol cuando el campeonato termina, cuando todos los partidos se han jugado y hasta los campeones empiezan a sentir nostalgia en medio de su alegría. «No hay nada más feliz en la cancha que lo que todavía puede ocurrir, sobre todo cuando está a punto de ocurrir», dijo mientras sorbía ese cortado doble con el que le gusta recibir a los amigos, periodistas y cercanos de todas partes que suelen colarse en esas mañanas de fútbol y conversación gratis.
Conociéndolo un poco, como casi todos los de su generación y la siguiente, probablemente Caszely es consciente del significado de esos encuentros en que los tiempos idos siguen de largo en el relato hasta terminar formando parte de nuestros días, como una sola historia que no sabe de quiebres ni de espacios en blanco. En los últimos años, con el cambio de casa, las juntas también se movieron hacia el Tavelli de La Reina, en Príncipe de Gales, para hacerle más tranquila la existencia a María de los Ángeles, su compañera de vida desde que se casaron. La Mary.
No sé si hace falta decir a esta altura que Carlos Caszely es un ídolo. Ídolo de muchos y de tantas por sus goles y también por el camino hacia el cual nos llevaban los sueños que están por encima de una camiseta y que lo convirtieron en un rostro reconocible para todos los chilenos. En 1973 él «se pasó» dos veces con sus goles en la Copa Libertadores y se casó con la Mary en la sede de Colo Colo.
Una sola vida tiene muchas vidas que contar, pero hoy me voy a quedar con ese café del Tavelli en el que Carlos volvió a ser un muchacho de 22 años que quería comerse el mundo y que, sin embargo, todavía esperaba con nerviosismo la respuesta de María de los Ángeles cuando le pidió pololeo en la puerta de su casa una tarde en que la fue a dejar.
En esos días sonaba en las radios «Tie a yellow ribbon round the ole oak tree», de Tony Orlando & Dawn. «Estoy volviendo a casa, ya tuve mi tiempo / ahora tengo que saber lo que es y lo que no es mío / si recibiste mi carta diciéndote que pronto sería libre / entonces sabrás qué hacer si todavía me quieres / si aún me quieres / ata una cinta amarilla alrededor del viejo roble», dice la letra. Un par de semanas después, cuando volvió de un viaje a Ecuador por la Libertadores, Carlos encontró una cinta amarilla atada por ella en el árbol frente a su casa. Así es como empieza una historia de amor y su único final es el olvido.
Un señor que aparece en las fotografías
8 de febrero de 2021
El Gato Osbén perteneció a una época en que el bigote les echaba varios años encima a los futbolistas. Para los niños de entonces era todo un misterio. Un sello de distinción que confería seriedad, a veces elegancia: qué edad tendrían, quizás nunca los podríamos alcanzar. El Colo Colo de comienzos de los 80, por ejemplo, por momentos alineaba cinco mostachos en cancha: Mario Osbén, Daniel Díaz, Eddio Inostroza, Leonardo Véliz, Carlos Caszely.
En el caso de Osbén creíamos que le decían Gato por una feliz mezcla entre sus reacciones felinas bajo los tres maderos y esos bigotes que lo acompañaron hasta el final de sus días en Chiguayante, el mismo lugar que lo vio nacer. Dicen, después de todo, que los gatos son animales extremadamente territoriales. Pero no, el apodo ya venía desde la sangre: un legado de su tío Gastón Osbén, delantero en el último título de Magallanes en 1938. El primer Gato Osbén era lo suficientemente bueno para ser reconocido; el segundo venció al tiempo.
“Vamos a ver si el Gato se come al Sapo”, dijo una vez Sergio Livingstone, a quien no vimos jugar pero todavía es parámetro para buscar al mejor arquero de la historia de Chile: el Sapito. No lo logró el Gato; no por falta de ganas, ni de reflejos, sino de suerte. Su camino hacia la cima se truncó en El Molinón, de Gijón, el 20 de junio de 1982, en un tiro envenenado de Rummenigge que se le escabulló debajo de las costillas contra Alemania. Nadie quiso recordar después el que le sacó a Magath, cruzado, de media vuelta. Tampoco otro frente a Hrubesch, a quemarropa. Ni sus salidas ante Bensaoula, esa tarde en que la defensa lo dejó solo contra Argelia.
Antes y después del Mundial de España, sin embargo, Osbén voló alto y lejos. “Después del Pato Fillol, el Gato Osbén”, tituló El Gráfico en Argentina tras esa eliminatoria en que tapó hasta el viento contra Paraguay en Asunción. “Había desarrollado un instinto especial para saltar en el momento justo y atrapar el balón con la misma facilidad que un gato se eleva por los aires procurando dar caza a una paloma”, escribieron César Olmos y Marcelo Simonetti en “Grandes historias del fútbol chileno”. Carlos Vergara, en “Soy de Cobreloa”, recuerda su mítica atajada a Juan Manuel Battaglia en Cali el 87, acaso la mejor de su vida, y un título perturbador en los diarios de los 80: “A Osbén lo persigue la CNI”, por una oferta que el meta había recibido del Colegio Nacional de Iquitos, equipo emergente en la liga peruana. En “Soy de la Unión”, Patricio Hidalgo atesora a Osbén con la copa de 1977 atenazada entre sus garras.
De su grandeza no quedan dudas. Incluso se le plantó al Cóndor Rojas en su histórica disputa por ser titular en el arco de Colo Colo. Ganó Rojas, pero Osbén le alargó la pelea hasta por cinco temporadas. El Gato, aunque no era tan alto, imponía presencia y respeto. Yo lo recuerdo estirándose en una publicidad de Fuji, la clásica volada para la foto que al entonces arquero de Colo Colo le salía como si estuviera firmando un autógrafo. En mis sueños, el Gato Osbén sigue volando en 1981: en el Defensores del Chaco y en el Colo Colo de los cinco bigotes.
Un hombre con una pelota de fútbol pegada a su pie izquierdo
26 de noviembre de 2020
Una vez, hace como veinte años, tuve la tonta idea de ir a Villa Fiorito para conocer el barrio donde se crió Diego Maradona, con la ilusión de encontrar alguna hebra nueva que pudiera adentrarse o al menos rozar la historia del ídolo. No era un sitio seguro, claro, y por fortuna sólo hallé a un hombre de bigotes sentado en una piedra frente a la puerta de la antigua casa de los Maradona, limpiándose las uñas de las manos con unas tijeras de jardinero. Le hice una sola pregunta y dijo que no. No me acuerdo bien si no le interesaba o no entendía bien qué diablos hacía yo buscando a Maradona donde no estaba.
Maradona ya no vivía en ahí, por cierto, pero a esa altura su historia no necesariamente se podía rastrear en ese lugar olvidado de Buenos Aires, donde Dios, si existe, sólo atiende plegarias hasta las tres de la tarde. Maradona está en todas partes y, en realidad, ni siquiera es Maradona, sino su sombra proyectada en nuestras vidas. Cada uno sabe cómo, pero sin duda como una de esas sombras en el mito de la caverna de Platón.
Maradona es muchos hombres que hoy se filtran en nuestra memoria a través de un susurro: gol. También: gloria. Y también: vicio. Lo vimos eludir a Beardsley tras el pase de Enrique en 1986, luego a Reid y a Butcher, antes de Fenwick y, finalmente, Shilton en ese trozo de la historia del fútbol que reclama su trono en el patrimonio emocional de la humanidad. Maradona es un hombre con una pelota de fútbol pegada a su pie izquierdo y un esclavo del talento que no quiso detenerse hasta transgredir todos los límites. Incluso los que no debía, en una especie de suicidio en capítulos que tampoco vamos a olvidar.
A fin de cuentas, Maradona es el personaje más terrenal que hemos conocido en la Tierra, al menos en nuestra época. Por eso lo acompañamos, o él nos acompañó a nosotros, entre la condescendencia inicial y la misericordia tardía. Maradona lo hizo todo bien, lo hizo todo mal, quizás es un error de la naturaleza: le dio alas para volar al mismo tiempo que le cortó las piernas. El equívoco es una mentira que nos contamos a nosotros mismos. Hace tiempo le preguntaron a Roberto Fontanarrosa qué pensaba de la vida de Diego. “No me importa lo que Maradona hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía”, dijo Fontanarrosa. Nos lo dijo a todos, en realidad.
Maradona es Argentina. Es el mundo de hace cuarenta años que concebía genios desfondados. Es el fútbol de siempre que no alcanza a acomodarse del todo en el orden establecido y el qué dirán. Sabemos quién es Maradona porque la gente no deja de gritar su nombre.
El fútbol, mientras el juego se está jugando, tiene una mentalidad de colmena, nos dice Simón Critchley en un libro cuya portada tiene una foto de Maradona: “¿En qué pensamos cuando pensamos en fútbol?”. No hay olvido, sólo existe la derrota definitiva, y con la muerte de Maradona no es Diego el que se va, es el siglo veinte que viene a despedirse.
22 de junio del resto de nuestras vidas
29 de noviembre de 2020
Un ángel alado que se desliza entre los gigantes como si se tratara de una pista de baile. El momento en que la vida de un ser humano empieza a convertirse en una caja de recuerdos para toda su generación: la huella de sus pasos en el estadio Azteca a lo largo de esa jugada aún sigue tibia en el pasto de la memoria, la huella de un animal noble, orgulloso y furtivo que desafía al peligro para demostrar su inmortalidad. Lo único que lo alcanza, no sin esfuerzo, es su sombra.
Antes de eso Diego Armando Maradona camina la cancha como un campeón; después también. Para él no hay diferencia: el juego está en su cabeza y en sus pies. Para nosotros sí: intuir lo que es capaz de hacer un hombre con el balón no es lo mismo que verlo en acción. ¿Dios existe? Las puertas del cielo, o lo que sea que ocupa su lugar cuando hablamos del cielo, se abren cuando Beardsley se acerca a probar suerte.
Durante un segundo todos somos Beardsley, creyendo que nada puede cambiar tan rápido. Maradona, cerca del círculo central, lo elude hacia atrás, acercándose de hecho hacia el arco de Pumpido, pero antes de que Beardsley se dé cuenta ya está otra vez de mirando hacia Shilton. Uno, dos toques, Reid incluido y de nuevo Beardsley; el futuro sencillamente ocurre.
Pienso en Beardsley: algo se rompe en su interior, quizás para siempre. Ya no persigue a Maradona, solo con la mirada que lo transforma en testigo. Reid se tiene más fe, un poco más, acaso porque dos días antes le habían celebrado su trigésimo cumpleaños. Todo es posible. Todo, menos detener al 10 de Argentina adentrándose en la eternidad un metro por delante. Reid y Beardsley. Beardsley y Reid, hay que ver con qué tranquilidad lo dejan ir y se esfuman del cuadro recién en la mitad del campo. Como dos amigos saliendo del trabajo hacia el bar.
Cuando por fin llega a suelo inglés, Diego es confianza. Cargado a la derecha, perfil cambiado, controla la pelota con su pie izquierdo. Sólo faltan cincuenta metros. Cincuenta metros en la historia de la humanidad. ¿Es rápido o es lento Maradona escabulléndose entre los ingleses, fornidos, atléticos? No, es ágil. Y seguro. Él ya lo ha hecho antes en Villa Fiorito; ahora sólo hay cien mil personas mirando en el Azteca, mil millones detrás del televisor. Viene Butcher, treinta centímetros más alto, y se elimina solo del bloqueo. O es Diego el que lo mueve hacia el lado equivocado con los ojos. En esto el fútbol es como el póker: nada mejor que la intriga para ayudarse en una buena mano. Buen pie, en este caso.
Maradona a esta altura es un ritmo: un control de balón cada dos o cuatro pasos. Es posible tararear una canción con ese compás. Podría enganchar por fuera, hacia la línea de cal, pero cada toque insiste en mantener las conjeturas frente a Fenwick, quien entra en los tres segundos más difíciles de su biografía mirando de reojo a Burruchaga, tal vez incluso a Valdano. Lo que viene, piensa Fenwick, ya no es cosa de dos. Hay moros en la costa. Burruchaga tras un pase de Maradona también es una especie de castigo divino, se dirá Fenwick al domingo siguiente en la casa de veraneo de sus padres en la bahía de Seaham, aliviado por el derrumbe de Alemania tras el gol de Burruchaga. Maradona se le va por fuera, mientras Fenwick, ya está dicho, presume que si algo malo ocurre, debería ocurrir por dentro, en el centro del área. Fenwick tiene razón: son cosas que no se saben y que después se cuentan como si se hubieran sabido de toda la vida.
Pero Shilton ya sabe que Maradona es el portador de las malas noticias cuando lo tiene de frente otra vez. Sólo han transcurrido cuatro minutos desde el gol con la mano que al final del día será la Mano de Dios. Shilton se deja atormentar por el mismo pensamiento de Fenwick. El 10 lo hace todo solo, pero viene con otros que están listos para poner el pecho si hace falta. En lugares como Fiorito cuando hay que buscar pelea vas con un par de amigos por si la cosa se pone fea. También lo entiende Glenn Hoddle acercándose para ayudar a los suyos.
Shilton, engañado nuevamente, se tira con los pies a su derecha y las manos hacia la izquierda. El alma también se le parte en dos cuando ve pasar a su adversario, asediado desde atrás por Butcher, en un último intento de torcer la historia. Butcher por fin comprende que está ocurriendo algo extraordinario y trata de evitarlo con todo lo que tiene. Si ves una luz al final del túnel, no vayas hacia allá: Butcher, ojos cerrados, se lanza con sus dos pies por delante para raspar, balón o tobillo, pero sólo obtiene su propio lamento.
Maradona empuja la pelota hacia el arco con su pie izquierdo. Para el resto del mundo es como la caída de un rayo, nos quedamos esperando unos segundos después el sonido inevitable tras el fogonazo: gooooooooool. Desde lejos, desde siempre, Héctor Enrique observa la criatura que engendró su pase a Maradona a una distancia de años luz en el mediocampo. El dueño de este momento corre con el puño en alto. ¿Cuántas vidas caben en un segundo? Todas, partiendo por las que vivió hasta el día de su muerte el propio Diego Armando Maradona desde aquel 22 de junio de 1986, el 22 de junio del resto de nuestras vidas.
No sé qué encanto tiene tu nombre
25 de junio de 2018
A los 21 años, Alberto Fouillioux jugó con el 10 en la Selección del 62. Hay que imaginar lo que significa: en el país del Mundial, él usaba el mismo número de Pelé. En el triunfal debut contra Suiza, estrelló el balón contra un poste y después, frente a Italia, terminó con el tobillo izquierdo absurdamente lastimado a causa de una jugada en la que un reportero gráfico se atravesó en su caída fuera de la cancha.
El esguince truncó el sueño de seguir avanzando con la Roja, pero no le impidió intentarlo. En el hotel Azapa de Arica, el kinesiólogo les rompió el yeso junto a Jorge Toro para que pudieran entrenarse en la víspera del encuentro ante Unión Soviética. Los dos se habían lesionado contra los italianos, pero sólo Toro alcanzó a recuperarse. Fouillioux, sin embargo, acompañó al equipo hasta el final de la concentración, donde el Chita Cruz le decía «cara de juguete».
Fouillioux fue el primer futbolista chileno perseguido por la farándula. En los años sesenta, en pleno auge de la Nueva Ola, las mujeres lo encontraban parecido a Alain Delon y hasta le hicieron una canción que decía que decía «Tito, Tito, mi amor, no sé qué encanto tiene tu nombre que nos haces soñar». Pero él sólo pretendía ganarse un nombre en el fútbol.
Según el archivo de Luis Urrutia O’Nell, «cuando el joven Fouillioux perdió rapidez a medida que se iba desarrollando su contextura de piernas largas, su padre le compró zapatillas con clavos para que en la pista de ceniza del estadio Independencia hiciera cincuenta piques después de los entrenamientos». En el título de 1961 con Universidad Católica, en el minuto 86 del partido definitorio contra la U, se puso frente a la pelota para ejecutar un penal con el marcador empatado a dos. No estaba designado, pero el capitán Enrique Jorquera asintió: «Dejen que tire este cabro, que anda embalado». Le pegó tan fuerte que el balón tras rebotar en uno de los soportes dentro del arco salió disparado hacia afuera. Nadie se atrevía a celebrar, hasta que él, brazos en alto, salió corriendo. En 1966 volvió a jugar el Mundial y a ser campeón con la UC.
Jugó además en Unión Española, Huachipato y el Lille de Francia, desde donde volvió en 1975 para rescatar al equipo de sus amores de segunda división y retirarse dejándolo instalado de nuevo en primera. También fue entrenador y comentarista deportivo. En los últimos años, cuando su vida empezó a apagarse, de vez en cuando levantaba el teléfono para felicitar a un periodista joven si le gustaba un texto sobre Fernando Riera, Marcelo Bielsa, el Sapo Livingstone o cualquier otro tema de fútbol que le importara lo suficiente. Yo nunca hablé con él en persona, pero aprecié el valor de sus palabras: lo que se da sin que se lo pidan se da dos veces.
El adiós de Juan Alberto Fouillioux Ahumada, a los 77 años, nos enfrenta ahora a lo inevitable. De los titulares de 1962 ya no están el 1, el 3, el 6, el 7, el 9 y el 10, además de los otros compañeros que partieron como suplentes. No sabemos dónde van nuestros muertos, pero sí dónde se quedan los grandes: en la memoria, que es el lugar en que todo gran equipo debe completarse.
El último gol del Pelao Muñoz
25 de agosto de 2017
La pelota está ubicada en el punto penal, a doce yardas de la línea de gol, y una voz grita fuerte, para que todo el mundo lo escuche: «Allá te la voy a poner». La frase viene acompañada de un garabato al final, porque así es como le gustaba usarla al Pelao Muñoz frente al arquero de turno. El que la repite ahora es Víctor, su hijo menor. Detrás suyo hay una carroza blanca con un ataúd adentro.
El Estadio Bata está adornado con globos blancos y azules, los colores históricos del equipo dueño de casa, fundado en 1940 por trabajadores de Calzados Bata en Peñaflor. Jorge trata de caminar en el área como lo hacía su padre, con las piernas chuecas, como si viniera recién bajándose del caballo. La muerte de un ídolo del fútbol es una buena excusa para entender el fútbol. Mucha gente llega a mirar, aunque no se juega ningún partido.
Jorge Gabriel Muñoz no era el Pelao cuando llegó con 21 años a Peñaflor en 1967. Era el Paco Lelo, apodado así por su costumbre de pararse en las esquinas de Puchacay, la zona donde se crió en la ciudad de Concepción. «Lo molestaban porque decía que venía de Contetión. Tenía acento sureño, medio huaso», cuenta Irene Navarro, su viuda.
Muñoz, quien había debutado a los 15 años en la primera de Fernández Vial, iba rumbo a Perú para probar suerte en el fútbol profesional de ese país, pero estando en Santiago se le ocurrió visitar a un antiguo amigo del barrio que practicaba ciclismo en el Club Deportivo Thomas Bata. «Vino a ver a Juan Arriagada. Él era ciclista y se conocían desde Puchacay. En Peñaflor le ofrecieron trabajo, departamento y jugar en el equipo de Bata, que fue desde siempre uno de los más importantes del fútbol amateur en Chile», explica Juan Peralta, uno de sus primeros compañeros en la oncena titular batina.
De ahí no se movió más, aunque cada verano los clubes de primera división, encabezados por Colo Colo y la U, llegaban a golpearle la puerta con un contrato para unirse a sus filas. «Una vez aparecieron dirigentes de Universidad Católica con un Peugeot 404 cero kilómetros para convencerlo de que firmara, pero no quiso. Él decía que aquí tenía de todo para su familia. Si se lo querían llevar, la oferta tenía que ser muy buena. En ese tiempo el fútbol no pagaba bien y en Bata tenía el futuro asegurado. En la fábrica trabajaba en la sección de costos y también era el fotógrafo de la empresa», señala Irene con un retrato del hombre de su vida entre las manos. «El culpable de que nos casáramos fue el Cabezón Toledo. Como todo crack del barrio, Gabriel tenía su fan club y yo me enojaba con él. Ahí llegaba el Cabezón para hacernos gancho. Me decía: te está esperando afuera, no lo hagas sufrir. Yo también trabajaba en la fábrica», agrega.
Los Muñoz Navarro compraron su casa en la villa Calandro II de Peñaflor gracias al respaldo de Bata, que les descontaba los dividendos por planilla. El club, que le debe su nombre al empresario checo Tomáš Bat’a, fundador de la multinacional del calzado, tenía su propio orgullo: ganó el primer torneo nacional de segunda división en 1953 y rechazó el ascenso a primera porque le importaba más el fútbol que los dolores de cabeza del profesionalismo. Luego se convirtió en animador histórico de un campeonato regional patrocinado por la Asociación Nacional de Fútbol Amateur. La selección de Peñaflor ganó en 1976 su tercer título nacional amateur en Calama con un equipo formado casi exclusivamente por jugadores de Bata. El mejor futbolista del torneo, elegido por la prensa, fue el Pelao Muñoz.
Sus tres hijos (Jorge, Víctor y Loreto) y sus seis nietos atesoran un centenar de recortes de diarios y otro tanto de fotos de él jugando. Incluso aparece en la portada del diario «La Tercera» del lunes 29 de marzo de 1976: «Gran batatazo dio Bata frente al Colo». En la foto principal aparece el joven arquero albo Sepúlveda, vencido en Santa Laura por el taponazo de Muñoz en el minuto 49. Fue el gol del empate a dos, que arruinó miles de cartillas en el Concurso 0 de la Polla Gol. Es posible que este sea el origen del uso de batatazo en vez de batacazo, que sólo se da en Chile.
«Mi compadre era buenísimo, el mejor jugador de fútbol amateur que vi en mi vida. Y yo he visto a los mejores. Empezó de puntero izquierdo, pero después fue el 10 del equipo. Una vez, por el regional, el técnico Gracián Miño nos dejó afuera porque llegamos atrasados para el viaje contra Deportes Peumo. Creo que nos pusimos a tomar pisco sour, pero como íbamos perdiendo 3-0 tuvimos que entrar los dos, medio entonados. Más encima estaba lloviendo. Yo era central. Mi compadre Pelao hizo tres goles y ganamos 4-3. Su estilo era como el del Coke Contreras, elegante, le gustaba tocar de primera. Hizo no sé cuántos goles de penal, de tiro libre, olímpicos. Y a los arqueros les avisaba donde iba a poner la pelota, pero no alcanzaban a llegar. Nos conocimos en Bata y no nos separamos más. Nos decían Los Compadres. Nos juntábamos los domingos a tomar una cerveza o una copa de vino antes del almuerzo para arreglar el mundo. Tenía 69 y jugó hasta hace pocos años. Murió el sábado, de un infarto; lo enterramos el martes», cuenta Raúl Moraga, el Gato.
El que llega y los que no
14 de enero de 2019
Figura de la cancha en el partido de este sábado entre Alavés y Girona, el central chileno Guillermo Maripán cumplió con la promesa hecha horas antes a la memoria de su gran amigo Hugo Alarcón. Hugo no pudo verlo, porque ya no está, pero el Memo, como le decía, precisamente había dicho que, en adelante y por el resto de su carrera, jugaría por los dos. Donde vaya lo acompañará también un trozo de la existencia de quien soñó junto a él en la parte más importante del camino. Esa parte de la vida en que los jóvenes como ellos empiezan a darse cuenta de que nadie les regalará nada.
Alarcón murió el viernes, justo el día que cumplía 26 años. Según los cálculos normales sobre la longevidad de un futbolista, quizás le quedaban diez años de carrera. O tal vez ninguno, porque hace algún tiempo venía dándole vueltas a la idea de dejarlo. Jugó en varios equipos, probablemente demasiados cuando la historia recién está empezando y lo que vale es afirmarse en alguna parte. Mirado desde hoy, sin embargo, es lo que es: cada comienzo es una ilusión y Hugo tuvo seis. Universidad Católica, La Pintana, Linares, Melipilla, La Serena e Iberia, su última estación.
Debutó como profesional en la UC, el club que lo formó. Igual que Maripán, con quien compartió cuando ambos fueron ascendidos al primer equipo. En ese momento el fútbol, que los había unido, intentó separarlos con sus mecanismos habituales. Uno triunfó, el otro siguió intentándolo hasta el final de sus días. En este punto conviene tener en cuenta la buena memoria de Maripán, jugador de la Selección y de la primera división española, en vías de consagrarse como uno de los mejores defensas en España. Nunca olvidó que Hugo se había quedado un poco más atrás y en ocasiones hasta se daba un tiempo para ir a verlo jugar cuando andaba de visita en Chile.
Si hay algo en lo que el fútbol se parece a la vida es justamente en esto. El éxito es capaz de explicar razonablemente el esfuerzo que hay detrás de quienes lo alcanzan, pero falla rotundamente como predictor del sacrificio que nos envuelve a los demás. Maripán es un ganador; Alarcón, un aspirante.
El relato oficial del fútbol suele pasar por alto las biografías como la de Alarcón. Mediocampista de buen pie, ideal para jugar de volante mixto, nacido en Collipulli. En Melipilla aseguran que ahí tuvo sus mejores actuaciones y que les habría gustado que se quedara. Hay que ser francos: a estos futbolistas los juzgamos sin verlos jugar, mientras ellos, quizás con un poco de vergüenza, desvían la mirada para continuar hasta donde los lleven sus pies.
En la biografía de Robert Enke, el arquero de la Bundesliga que se quitó la vida en noviembre de 2009, su madre reflexionaba sobre lo incómodo que puede resultar el éxito de los funerales. El de Enke se convirtió en una de las aglomeraciones más grandes por esos años en Alemania, como si uno pudiera llegar a sentir algún tipo de orgullo por tantas muestras de cariño hacia un ser querido. En Chile hay muchos homenajes hacia Alarcón y no está mal, pero Maripán no necesitaba perderlo para conocer su auténtica grandeza. Ahora sólo encontró otra manera de estar juntos.
Lo que nos dejó Bonvallet
21 de septiembre de 2015
Los mejores días de Eduardo Bonvallet, entre comienzos de 1996 y el Mundial de Francia 98, están asociados generacionalmente a la meseta ideológica del segundo gobierno de la Concertación y a las emociones de una sociedad controlada por la transición, a un Chile de eufemismos que antepuso el acuerdo a la discusión de contenidos importantes. Ahí apareció el vociferante Bonvallet, dispuesto a romper moldes, exponer las anomalías de su entorno y pelearse con medio mundo por unas ideas muy sencillas, casi rudimentarias: ganar, nación, amor propio.
El fenómeno Bonvallet es un correlato cultural de la década de los noventa, que empezó con el Informe Rettig y la Copa Libertadores de Colo Colo en 1991 pero terminó hablando de la crisis asiática y de «Viva el lunes». Bonvallet, en realidad, fue una reacción dentro de una sociedad dominada por una forma de comunicarse que el antropólogo Gregory Bateson definió como doble vínculo, un callejón sin salida en el que las soluciones entregan la fórmula de su propia refutación y donde lo que debe hacerse es descrito como algo que no se puede hacer. Tal vez por lo mismo el mensaje de Bonvallet sobrevivió casi veinte años: la crisis política y social de nuestros días es la herencia de todas las decisiones que se postergaron entonces y aquel que intentó avanzar en una misma dirección logró ser rescatado como tal por su público.
Su discurso, orientado psicológicamente desde la cancha hacia la patria, se sostenía en objetivos absolutos, lineales: ser el mejor, ser campeón del mundo. En materia futbolística ni siquiera fue original, ya que la teoría del ritmo ya había sido defendida antes en Chile por otro genio de las antípodas: Nelson Oyarzún, el mítico Consomé Oyarzún. El mérito de Bonvallet es que frente a su pizarra, identificando y explicando las capacidades individuales de los futbolistas, era insuperable, aunque algunas de sus predicciones no se cumplieran del todo: Paolo Vivar iba a ser el mejor lateral izquierdo del mundo y Jorge Valdivia el mejor 10 del mundo.
Pero Bonvallet hablaba de fútbol cuando el Windows 3.5 tardaba más de un minuto en cargar una página de Internet y los partidos se grababan en formato VHS, cuando el único debate táctico que se hacía en Chile era sobre unos numeritos que delataban la proporción del equipo: tantos defensas, tantos mediocampistas y tantos delanteros. Después supimos que la intensidad del juego no era un fin, sino una herramienta básica en la estrategia del fútbol. Hoy cualquier joven entre 15 y 25 años con un buen plan de banda ancha puede ver veinte partidos a la semana en Rojadirecta y aprender con los mejores analistas de la plaza en las redes sociales. Eso significa que incluso entre los seguidores de Bonvallet hay muchos que sabían más de fútbol que él, o que cualquier periodista deportivo, pero eso ya no define a Bonvallet sino a los tiempos que corren: las necesidades ya no son meramente emocionales, sino también informativas, de conocimiento, lo cual, por cierto, no se queda sólo en los problemas del fútbol.
Una historia de amor en el desierto
15 de agosto de 2018
Con ese nombre pudo haber sido un gran boxeador: Kid Larco. O quizás un bandolero famoso y temido, una historia que se contara sola desde la primera letra, pero al final encontró una pasión a su medida como corresponsal del desierto, para contarle a todo un país la época dorada de un inaudito equipo de fútbol llamado Cobresal.
Kid Francisco Larco Invernizzi nació en 1934, junto al mineral de Potrerillos, donde sus padres, durante el embarazo, se divertían con el interés de sus amigos gringos en la Andes Copper ante su inminente llegada. «¿Cómo está el kid?», les preguntaban. El kid estudió para profesor de matemáticas y en ese plan llegó a El Salvador en los años sesenta, a hablarles de números a los hijos de los mineros y, con el tiempo, inculcarles el amor por el deporte. Como jugaba al fútbol, un puntero derecho según él rápido y encarador, empezó por ahí, pero también fomentó el tenis y el golf. En el desierto al green le dicen brown.
Antes de que Cobresal fuera Cobresal, Larco dirigió a una selección de El Salvador que incluso regresó invicta al norte tras una gira por Santiago que los enfrentó a Colo Colo y la U, en lo que sería el germen de la idea que después logró la fundación en 1979 de un club destinado al fútbol profesional. Desde su tribuna en Semanario Andino y Radio Alicanto, dedicado ya al periodismo, se sumó con entusiasmo a la campaña y cuando Cobresal partió en segunda división él también se incorporó como informador de los diarios El Mercurio y Las Últimas Noticias.
Pero Kid Larco no era cualquier corresponsal, porque en 1982 debió instalarse junto al mar en Caldera por la salud de su madre y desde entonces tuvo que viajar más de doscientos kilómetros hasta el estadio El Cobre de El Salvador, cada dos domingos, sólo para cumplir con sus obligaciones informativas y ponerles nota a los protagonistas, por una paga que le alcanzaba para el viaje, el sándwich y la cocacola.
La suya es una historia de amor, por el fútbol y por el desierto, una historia de los tiempos antiguos que se renovaría partido a partido hasta la temporada pasada, cuando su propia salud le impidió seguir con los reportes a los 83 años. Kid Larco fue maestro de matemáticas en la Escuela N° 1 de El Salvador y amigo de Iván Zamorano, de los tiempos en que lo bautizaron como Bam Bam en los micrófonos de Alicanto, y su compromiso seguirá latiendo cada vez que uno se tope con esa firma en el archivo.
El Salvador (Kid Larco).- Electrizante empate a dos goles entre Cobresal y Colo Colo en cancha de los primeros… Algo así. Lo que venía después dependía de su imaginación, del espacio que le dieran y de la épica de Cobresal. El domingo, un día antes de morir, le pidió a su nieto Diego que le contara el último resultado de su equipo: 2-0 a Ñublense en Chillán. Goles de José Portillo y Nelson Sepúlveda. 1.829 espectadores. Tarjetas rojas: no hubo.
Por qué queremos tanto al Garra
4 de mayo de 2018
En la foto de la formación de los campeones de América, el 5 de junio de 1991, hay trece rostros que con los años empezaron a contar sus hazañas desde esa misma imagen tomada justo antes de entrar en la posteridad. Dos de ellos ya están muertos y la muerte, como se sabe, tiene su propia forma de contar las cosas.
El Monito, por ejemplo, debajo del Coca Mendoza. «Se acaba de arrojar y ya se convirtió en leyenda», escribe Luis Miranda en el libro «Dios es chileno», donde la búsqueda de un personaje extraviado es lo que lo transforma en historia: la del hincha fantasma que se metió en el último segundo dentro de la fotografía de Colo Colo 91. Ese niño que representa a millones de colocolinos en un instante feliz y que al siguiente desaparece hasta que, mucho después, vuelve desde el olvido para entregar testimonio en boca de otros: falleció de leucemia el 30 de julio de 1999 en el hospital de la Penitenciaría de Santiago, donde cumplía condena por robo con intimidación, a los 24 años. Algunos comienzos difíciles tienen finales tristes y la vida, en medio, también entrega momentos para resarcirse.
Luego está el Garra Velásquez, al lado de Jaime Pizarro, el capitán del equipo. Inolvidable, a su modo, desde el primer día, de cuando los campeones del 91 todavía no son campeones de América. En su posición de paramédico, se sienta en la banca junto a Mirko Jozic. Hay que verlo en el segundo gol de Luis Pérez saltando de su puesto para festejar frente a la tribuna mientras Mirko lo llama a la calma, pero, sobre todo, Garra Velásquez es el último contacto con su condición humana de esos gladiadores antes de entrar a la cancha, cuando van apareciendo por la boca de la manga que ellos no saben si los lleva a la gloria o a la decepción. Uno a uno le van golpeando la mano los jugadores a ese hombre cuya función es completar el rito final que los sitúa en el gran partido de sus vidas: en la mano de Velásquez, la que tocan todos, hay una virgen, una estampa que los tranquiliza y los concentra en el desafío. Es una cábala, pero psicológicamente los mete a todos dentro del partido de sus vidas.
Carlos «Garra» Velásquez, que en paz descanse, no era un jugador de fútbol, pero aun así es campeón de América porque estaba ahí, a la cabeza, cuando un grupo de futbolistas necesitaba estar más unido que nunca para honrar eso que Marcelo Barticciotto señalaba en la carta que escribió horas del duelo contra los paraguayos: hay que dar las gracias por aquellos que luchan a nuestro lado, adonde sea que eso nos lleve. En su cuento «Los culpables», el escritor mexicano Juan Villoro nos advierte lo que viene después del partido, cuando empieza la vida: «Los recuerdos duran más que las piernas. Más vale que tengas buenos recuerdos».
El hombre que sabía envolver pescado
27 de agosto de 2014
Cuando un viejo periodista muere, los que vamos quedando atrás casi siempre nos apuramos en contar sus mejores historias, hacer los homenajes de rigor y tratar de ubicarlo entre los grandes. A veces me pregunto si a eso se reduce nuestra muerte: un resumen de anécdotas, palabras de buena crianza y alguna muestra de cariño antes de que llegue el olvido.
El caso es que ahora murió Miguel Merello, un tocopillano de 82 años orgulloso de su tierra porque de ahí también salieron Colo Colo Muñoz y Alexis Sánchez. Merello miraría con recelo e ironía su propio funeral y, si algo llegué a conocerlo, se habría reído harto con la solemnidad de los obituarios. «¿Ese soy yo?», se preguntaría, distante y divertido, para soltarnos finalmente la firme: «Pucha que son mentirosos».
Yo, la verdad, no sé si fue un gran periodista, pero sí que era un gran hombre, uno que escribía pensando siempre en la gente con la que se topaba el domingo en la feria, gente que se llama Juan, Luis o Manuel. Nunca he visto a un periodista deportivo tan preocupado del sentido común como Merello, quizás porque entendía realmente el boxeo. Yo siempre he creído en los que saben de boxeo, porque saben cómo es la vida y que todos los golpes duelen, los que uno da y los que recibe.
Miguel volvió en los últimos años a Las Últimas Noticias con su columna de siempre, el «Eh, Jefe», para entusiasmarse con Bielsa y Sampaoli. Un día, no hace mucho, dejó de hacerla porque creyó equivocadamente que no lo leía nadie cuando sus textos bajaron dos o tres puestos en el ranking de noticias más leídas. «No hay que resistirse, es la vida», dijo.
Suya es la frase «date por entrevistado», dicha por primera vez a Abel Alonso en los años 80: se la tiró un jueves, no se habló más del asunto y el lunes salieron dos lindas páginas en el diario con los pensamientos del presidente del fútbol. «Ni yo lo habría dicho mejor», le dijo después Alonso cuando se lo topó en el estadio. Y también «este partido ya lo vi»: predijo un 1-0 de O’Higgins a Colo Colo y se fue a dormir la siesta en el auto mientras se jugaba el partido que, por supuesto, terminó 1-0.
Merello, sin duda, asumía de ese modo el defecto crucial del periodismo deportivo: una eterna colección de frases hechas, resultados insignificantes y acontecimientos repetitivos que no sirven para nada si no pensamos un poco en los lectores que hay detrás de una página que se imprime para envolver pescado. Escribimos para sacar una emoción y ser rápidamente olvidados.
No una, sino varias veces, vio sus páginas alrededor de una merluza en la feria y cierta vez, cuando una le quedó muy buena, me hizo reír un buen rato: «Con esta columna le van a tener que poner corbata al pescado para envolverlo».
El amigo de Frank Sinatra
4 de noviembre de 2004
Afirmaba Raúl Hernán Leppé que una noche el cantante Frank Sinatra, también conocido como La Voz, detuvo un concierto en el Madison Square Garden para saludarlo a él, su amigo chileno, que acababa de acomodarse en la primera fila. “¿Cómo estás, Raúl?”, le dijo el famoso intérprete de “My Way”, “New York, New York” y “Strangers in the night”.
A veces también era capaz de evocar con lujo de detalles una tarde junto a la diva Sara Montiel, Raúl Matas y Santiago Bernabéu. En el episodio, cada vez que lo relataba, Leppé se presentaba con la bella Montiel y su amigo Matas en las puertas del estadio de Real Madrid, desde donde los tres eran rescatados por un empleado a petición del presidente del club. “Pueden pasar el señor Leppé y sus acompañantes”, les mandaba a decir Bernabéu.
Había otra historia también maravillosa, junto a Jorge Negrete, actor y cantante mexicano que cualquiera de nuestras abuelas podría recordar como el ídolo de sus mejores días. En su mítico viaje a Chile, después de llenar de bote a bote la estación Mapocho en su llegada en tren a Santiago, en el invierno de 1946, Negrete cantó sus rancheras en el Teatro Baquedano, en el mismo edificio donde unos pisos más arriba vivía Leppé. A causa de una filtración de agua en el camarín del artista, uno de los porteros del teatro que conocía al joven Leppé le preguntó a éste si podía prestarle su departamento a Negrete para que se vistiera. De modo que todos terminaron amigos y la noche capitalina para ellos se hizo corta entre deseos y placeres concedidos.
La mejor parte del relato, sin embargo, recién empieza ahí. Negrete lo invitó a su país y un par de meses después le llegó el pasaje. Una vez en México, perdido en la estación de tren de un pueblo fantasmal, Leppé esperó varias horas y alcanzó a creer que el charro se había olvidado de él. Hasta que en lontananza vio primero una nube de polvo, luego un tropel de jinetes liderado por uno que venía montado en un corcel blanco y, finalmente, la estampa señera del mismísimo Jorge Negrete, que lo invitaba a su rancho tras el “bienvenido a México, Raúl” de rigor.
Probablemente no habrá otro narrador de historias en la historia del periodismo chileno como Raúl Hernán Leppé, un hombre verosímil cuyo lema era asiento y conversación gratis. Se daba el lujo de juntar a Borges, Sábato y Cortázar durante varios días de tertulia literaria en Montevideo, en una mesa en la que por supuesto no faltaba el gran Leppé, que además podía tutear a Pelé y decirle grone, ser tratado de maestro por Maradona, levantar sin temor de su asiento a Cassius Clay y ser testigo de una apuesta épica entre Adolfo Pedernera y José Manuel Moreno cuando los integrantes de La Máquina, el mejor equipo de River Plate de todos los tiempos, se midieron para ver quién hacía rebotar más veces la pelota en el palo, desde el punto penal. Ganó Moreno, doce a once.
¿Fue cierto todo esto? Claro que sí, pues lo contaba Leppé, quien supo vivir su vida entre recuerdos inolvidables, una vida más allá de la crónica.
Sueños de niñez
3 de febrero de 2018
A los niños de Lo Boza
El fútbol en sí mismo es un viaje: hacia un resultado cuando el partido se está jugando, pero también hacia un sueño, una desilusión o incluso hacia una vida. Es como dice el pegajoso himno del Mundial de Italia 90: «Aquel sueño que comienza de bambino / y que te lleva siempre más lejos». Lo único que sabemos, por supuesto, es cómo empieza, no cómo termina. Un día te llevan de la mano a ver a unos tipos de veintitantos años que ya te parecen demasiado viejos, y una pelota que va y viene en medio de un bosque de piernas, y te quedas, quizás para siempre, con ese misterio que con el tiempo se transforma en deseo: ir detrás de la pelota o hacia donde esta te lleve, como a los desconocidos de ese día en que lo más importante era la mano que afirmaba la tuya al borde del campo.
En ese sentido tiene toda la razón el escritor mexicano Juan Villoro. El fútbol sucede dos veces: en la cancha y en la cabeza de todos los que vamos a la cancha. Y sin la nostalgia no sería lo mismo. ¿Cuándo es mejor Alexis Sánchez: aclamado por mil millones de asiáticos por su primer gol en Old Trafford a estadio lleno o cuando viaja de Tocopilla a Rancagua para unirse a la escuela de fútbol de René Valenzuela sin que nadie más lo sepa aparte de su familia? Probablemente en ambas: sólo son dos estaciones del mismo viaje.
La fama de los inicios suele ser arbitraria. Todo comienzo es épico por definición, porque vale la pena intentarlo, pero apenas nos llega el relato de los que ganaron. Todos tenemos un comienzo y es lo que nos iguala con los grandes. Por eso lloramos con los cuentos de fútbol de Eduardo Sacheri o reímos con las historias del Guatón Nelson en «Barrio bravo», simples anécdotas pasadas a tablón y camarín que se transforman en literatura cuando nos sentimos identificados con ellas.
Una vez leí en la revista Triunfo que el pequeño Marcelo Salas, antes de ser el Matador Salas, viajó de noche en tren desde Temuco a Puerto Montt con un pollo asado que le preparó su madre, Alicia Melinao. Ya ni me acuerdo por qué me acuerdo de la historia, pero algo me dice que ese pollo y ese viaje nocturno para jugar un partido de fútbol perdido en el sur del mundo debe ser lo más parecido a la felicidad. La felicidad es un partido de fútbol cuando recién está empezando: todo puede pasar.
A veces el relato parece detenerse cuando el bus se sale del camino rumbo a jugar lo que fatalmente se convierte en el último partido de una vida, un partido que peor aún no se juega, pero en ese bus en realidad vamos todos nosotros resumidos en la ilusión de un chico que parte hacia la eternidad como si estuviera dentro de la canción de Los Miserables: “Sueños de niñez / convertir alguna vez / un gol a estadio lleno / eludiendo al portero». El viaje continúa.
El dios que la ponía en el ángulo
11 de agosto de 2009
No recuerdo bien si fue en el verano del 79 o del 80, pero sí tengo claro el lugar y la situación, durante un fin de semana en Cartagena. Así veraneábamos muchos chilenos en esos días: partíamos el sábado a las seis de la mañana, hacíamos carpa en la Playa Grande y volvíamos a Santiago el domingo en la tarde. Esa vez, mientras mis padres buscaban desesperadamente a mi hermana, que estuvo perdida como cinco horas, yo me fui con unos amigos al estadio Municipal para ver el gran partido, un partido a beneficio de no sé quién entre Colo Colo 73 y Cartagena.
No vimos mucho, eso sí, porque no teníamos plata para la entrada y nos turnamos para mirar el juego por un hoyo en la pared. Para nosotros, sin embargo, era suficiente, porque el equipo de Chamaco, el primero que ganó en el Maracaná, el que debió ser campeón de la Copa Libertadores, el que consoló al pueblo en tiempos difíciles, había sido desde siempre nuestro equipo. La verdad, los niños de entonces no teníamos idea de nada, salvo de esos ídolos que vestían de blanco. De Allende, Pinochet y el resto de esa triste historia sólo supimos después.
Yo aún no cumplía 10 años y el Colo Colo de Chamaco Valdés, el Chino Caszely y el Chuflinga Herrera era mi vida. Con mis amigos, cuando armábamos pichangas, nos poníamos sus nombres. Por pudor, pero también con hidalguía, yo nunca me atreví a ser Chamaco, porque para ser Chamaco tenías que ser el mejor de la cancha, el que metía el pase al callo, el que la ponía con chanfle en el ángulo y se floreaba con los rivales. En realidad, sentí el orgullo de crecer creyendo que algún día sería jugador de fútbol y entraría a la cancha con el 5 de Herrera, Zapatitos con Sangre, pero eso no le quitaba fuerza a mi admiración infantil por un hombre que en mi cabeza era como un dios.
No sé si estas palabras dicen algo sobre Chamaco Valdés en la hora de su adiós, pero sí tienen que ver con los sueños que muchos tuvimos en ese tiempo sin esperanza.
Centro de Leonel, gol de Campos
13 de noviembre de 2020
Un hombre de 84 años despide a su amigo de 83. La primera vez que se vieron en la tercera infantil de la U, en 1948, uno tenía 12 y el otro 11. No es sólo fútbol, es la vida completando el círculo de quien la vive con la esperanza de que el final no necesariamente es un final. Uno se llama Leonel, el otro Carlos, y siguen unidos pese a todo. La única muerte es el olvido.
El Ballet Azul era una leyenda que contaban los grandes cuando era niño. Yo trataba de imaginarlos, tantos años jugando juntos, queridos por muchos, respetados por todos. Mi abuelo Óscar decía que en su época se vestían de traje para ir a la cancha, que a veces incluso volaban los sombreros por un gol que se salía del marco, que ese equipo del Zorro Álamos fue el mejor que sus ojos habían visto y que la frase “centro de Leonel, cabezazo de Campos” llegó a ser parte de sus vidas, como el pan, como la lluvia.
En el fútbol hay pocas jugadas que se parecen tanto a una ilusión. Son escasas, pero cuando se repiten es posible rastrear sus huellas en la memoria de toda una generación. En “El Ballet Azul”, de Luis Urrutia, el mismo Campos explicó el nivel de entendimiento al que llegó con su compadre Sánchez: “Si el marcador venía junto a Leonel, yo buscaba el primer palo; si él tenía espacio, el centro era pasado y yo iba al segundo palo”.
Carlos Campos (1937-2020) anotó 199 goles con la camiseta de Universidad de Chile, aunque Álamos lo hizo pasar de la marca en el mediocampo a jugar como centrodelantero por su presencia en el área, por fuerza y por kilos, y también a pesar de que, por lo mismo, los entrenadores de turno, incluido el Zorro, siempre le llevaron alternativas en el puesto porque lo encontraban un poco lento. Le decían tronco, pero ningún tronco se entendió tan bien con sus compañeros como Campos, el Tanque Campos.
En 1959, cuando la U intentaba birlarle un título a Colo Colo, un pelotazo envenenado de Leonel se le escapó de las manos a Misael Escuti. El partido estaba por terminar y Campos, al lado del arquero, anotó. El Ballet Azul nació en la cabeza de Víctor Sierra y Luis Álamos, cuatro años antes, pero como leyenda es hijo de ese gol agónico del Tanque. Carlos Campos trabajaba entonces como laboratorista en el Instituto de Investigaciones y Ensayos de Materiales, perteneciente a la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile. Trabajó ahí desde 1957 hasta su jubilación, veinticinco años después.
Echar la pelota dentro del arco no es cuestión de habilidad, sino de inteligencia. El Tanque se moría por llegar primero al balón en el área, porque ya en ese trance nadie podía desplazarlo. Le pegaba con la izquierda, con la derecha, como fuera, pero mejor de cabeza, con los ojos abiertos, como le enseñó el Pocho Ferrari.
A los 32 años, finalmente, su físico terminó de vencerlo y prefirió retirarse del fútbol a jugar por otro equipo. A esa altura ya había cabeceado suficientes centros de Leonel, también del Chico Araya, para volver donde los suyos con la frente en alto. Fue hace cincuenta años y lo seguimos recordando.
El gol que valió una vida
26 de enero de 2009
Salas en esos días, a fines de 1996, aún no se comía el mundo, pero ganas no le faltaban: recibió en la mitad de la cancha, por el lado izquierdo del ataque chileno, y cuando se daba la media vuelta para encarar aprovechó de hacerle un túnel al Ratón Ayala, luego le dio tres toquecitos de gacela al balón, para correr treinta metros y ser derribado por el Toto Berizzo a dos pasos del área albiceleste.
Hacía calor en la noche de aquel 15 de diciembre en el Monumental de River. Había empezado hace poco el segundo tiempo y la Roja jugaba con diez por la expulsión del Chiqui Chavarría. Entonces se puso Fernando Cornejo frente a la jugada de pelota muerta.
Cuando un ser humano muere, y sobre todo uno que se ganó el corazón de muchos, los que seguimos vivos a menudo cometemos la injusticia de igualar su existencia con el mejor recuerdo que tenemos de él. No sé si Cornejo pensó alguna vez que nació para ese momento, en apariencia insignificante entre los demás acontecimientos de toda una vida. Él vio nacer a sus hijos, le dio el primer beso a su mujer, recibió de sus padres su primera pelota de fútbol, instancias que deberían ser más relevantes en su biografía.
La memoria, sin embargo, es egoísta y supongo que somos muchos los que no podemos dejar de pensar en Cornejo acomodando la bola frente a la barrera argentina y rematar con su pierna derecha a media altura, justo por donde su compadre Marcelo Miranda se agachó para dejar pasar el tiro en diagonal que engañaría al arquero Pablo Cavallero. Argentina 0, Cornejo 1.
Después el rival empataría de pura suerte, pero al final no tuvo demasiada importancia en el camino a Francia 98. Feña, o Corazón de Minero, iba a cumplir 40 años este miércoles y tras enterarse de lo agresivo que era el cáncer que lo afectaba quizás no esperaba regalos. A cambio, nos dejó uno enorme: el recuerdo del gol que hizo soñar a todo un pueblo con un Mundial. Sueño que se convirtió en realidad.
Hasta siempre, Gordo
29 de enero de 2006
Al día siguiente jugaba el River Plate de Marcelo Salas contra Argentinos Juniors, en Buenos Aires, el partido en que el delantero chileno sumaría un nuevo título a su nutrida bitácora, con un gol suyo más encima, y también se convertiría en una aciaga tarde en que un camarógrafo de Canal 13 perdió un ojo al borde del campo de juego, en el estadio José Amalfitani.
Pero esa víspera, ahí mismo en una parrilla libre a la salida de Liniers el año 97, y con las acreditaciones para el match recién timbradas por la secretaría de prensa de los bichos colorados, la recuerdo más que nada porque nos hizo cruzar caminos con el gordo Campusano, Carlos Alberto Campusano, sentados ante una mesa con nuestros reporteros gráficos, Iván Lepe y Tito Ruz. Carlos hacía entonces un pituto para el diario La Segunda, aparte de sus memorables relatos en la radio Nacional.
Por la tabla pasaron doce Quilmes de litro, cada una de las cuales Campusano pedía diciéndole Walter al garzón, ya que, según su teoría, todos los garzones argentinos deberían llamarse Walter, sin explicar demasiado bien sus razones. También pasó frente a mis ojos tanta carne como nunca he visto en mi vida, además de los nombres de Maradona, Salas (por esos días el gordo sostenía que Salas podía llegar a ser nuestro Maradona) y Kierkegaard, personaje este último que Carlos no citó de una alineación cualquiera del fútbol danés, sino de algún libro de filosofía que pasó por sus manos en su época de estudiante, y cuyo recuerdo aún era tenido por él como una de sus “más queridas pérdidas”.
El tiempo, quizás el mejor aliado de quienes tienen un talento que mostrar, quiso después que Campusano prestara su voz para “Historias de fútbol”, la película del chileno de Andrés Wood, que entre otras cosas tiene el mérito de ser una de las mejores películas de fútbol que se han visto hasta hoy en todo el mundo, y por la que el gordo incluso se ganó un premio por aquellos relatos, tan propios de su estilo, impetuoso, seco y potente, con seguridad muy digno de ser reconocido como una mezcla de Soren Kierkegaard y Hernán Solís, como le dije entre risas aquella noche de Liniers, sin saber que Carlos estaba a pocos años de la gloria y de la muerte.
Tenís que ponerle corazón, cabrito
25 de abril de 2009
El Flaco Julio me dijo que yo iba a ser el capitán cuando el Nono subió a segunda infantil. Mi primo, el Negro, jugaba en las cadetes del Audax y era el mejor de nuestro equipo. “Pero tú”, explicó el Flaco, “ponís el corazón en la cancha”. Yo frisaba los 11 años y, como mi ídolo era Chuflinga Herrera, tenía clarito lo que eso significaba. Esto ocurrió, más o menos, a comienzos de 1982 –temporada futbolera por donde se le mire– en la Cancha 1 de la población San Gregorio, ahí en Isla Negra con Eisenhower, mientras nos equipábamos a la sombra de un árbol.
Ahora que el Flaco Julio murió, de un infarto, la noche del jueves, lo primero que se me ocurre pensar es que mi currículo como jugador de fútbol apenas se remite a unas pocas líneas. Hice mi debut en la primera adulta del José Salgado a los 15; aunque he sido central de toda la vida, jugué un par de veces como lateral derecho en la selección de San Ramón el 92; y, a estadio lleno, tuve un tiro de media cancha que dio en el palo en las semifinales del Campeonato Nocturno del 93.
Debe ser más largo mi historial de tarjetas rojas: por codazos, manotazos y combos, a la maleta o a lo macho; por patadas a mansalva y con pelota; por escupir a un rival, agarrarlo del pelo, de la camiseta o tirarle barro en los ojos; por sacarle la madre a un compañero, por insultar al árbitro y hasta por sospecha. Una vez en Paine, durante un partido amistoso, me expulsaron dos veces y en otra, en El Barrancón, me echaron como diez minutos después de cometida la falta, cuando el delantero contrario volvió a la cancha con dos tapones de algodón en la nariz y la camiseta bañada en sangre.
¿Está bien todo esto? No sabría decirlo, pero el Flaco Julio solamente me pedía que pusiera corazón. El resto salió de mi cosecha. La primera vez que me expulsaron, por reclamarle al árbitro cuando el Rucio del Católico me pegó junto al banderín del córner, me retó y dijo que “un combo no tiene importancia cuando todavía se está jugando el partido”. Él, en realidad, armó un equipo mágico: la tercera infantil del José Salgado. Ahí jugamos, entre otros, Orlando (el hijo del Flaco), Manolito, Nono, Ardilla, Cabezón, Charly, Gato (mi hermano), Pepe, Darren, Mario, Henry, Negro (mi primo) y yo.
El Flaco Julio a veces llegaba en el camión de Emos, donde trabajaba entonces, y siempre nos decía que todos podríamos llegar a ser buenos para la pelota si lo dejábamos todo en el campo de juego. Así fuimos campeones el 81 (invictos), el 82 y el 83 (conmigo de capitán). En tres años perdimos tres o cuatro partidos y hasta empatamos a uno contra el Audax en la cancha que ellos tenían antes en Trinidad con Santa Raquel (fue la primera vez que jugamos en pasto). Muchos después pasamos a segunda infantil y seguimos ganando medallas, pero algo había empezado a cambiar: estábamos dejando de ser niños.
Se llamaba Julio Sanhueza y tenía 61 años cuando murió, el jueves, porque le falló el corazón. Me pregunto cuántos como él nos van quedando.
¿Y qué querían, que se dejara ganar?
11 de diciembre de 2020
Los jugadores no deberían partir antes que los entrenadores, dijo Giovanni Trapattoni a propósito de la muerte de Paolo Rossi a los 64 años en Italia. El viejo Trap, de 81, lo dirigió durante la mejor parte de su carrera en la Juventus, adonde Rossi llegó para terminar de convertirse en el Bambino de Oro tras las gloriosas jornadas del Mundial de España, en 1982. A esa altura Rossi ya era un ídolo, pero también un símbolo de la intensa Italia de su época: un grande con letra chica.
Para todo el mundo su vida cambió, para siempre y para bien, en una sola tarde, el 5 de julio de 1982, definitivamente desde el minuto 74 en Sarriá, cuando la voz quebrada, ma clamorosa, de Nando Martellini en la Rai anunciaba a toda Italia su tercer gol contra Brasil, tras el córner de Conti, el despeje inconcluso de Sócrates y el remate apurado de Tardelli: “E lo spareggio, di nuovo Rossi, di nuovo Rossi, su calcio d’angolo”. Quizás el destino es como una segunda pelota que viene a buscarnos después de un rebote en el tiro de esquina: a veces llega, a veces no. Casi en la boca del arco, a lo Rossi, Rossi desvió dos cosas del curso trazado inicialmente: el balón hacia la red y su nombre hacia el panteón.
Antes de eso, incluso siendo la ilusión de gol de la Nazionale en España, era visto como un paria, resistido aún en la convocatoria de Enzo Bearzot por su falta de eficacia en la primera fase y vilipendiado, de hecho, por su participación en el escándalo de las apuestas deportivas que remeció al fútbol de su país en 1980, tristemente conocido como Totonero. Rossi recibió un castigo de tres años sin jugar, pero se lo redujeron a dos para que fuera al Mundial y hasta esos tres goles en el quinto partido parecía una pésima idea haberlo llevado a la concentración de Pontevedra, donde las malas caras y el calor sofocante popularizaron el silenzio stampa como un infierno de carácter universal.
Rossi representa desde entonces una espina en la garganta del fútbol mundial: su redención personal al mismo tiempo es la tragedia del Brasil de Telê Santana, una de las mejores selecciones brasileñas de todos los tiempos a pesar de la derrota.
Brasil le empató dos veces el partido a la Azzurra en Sarriá, para alivio de todo el mundo, pero la cattiveria italiana de Rossi insistió por tercera vez en lavar sus propias heridas frente al arco del Jogo Bonito. ¿Y qué querían, que se dejara ganar? Él ya tenía suficiente de todo eso en su vida y se había jurado a sí mismo demostrar que iba siempre hacia el frente.
En “Cuánto dura un momento”, la autobiografía publicada junto a su esposa Federica Cappelletti en diciembre de 2019, Rossi insistió otra vez en su inocencia cuarenta años después del castigo que casi acabó con su carrera. Pero sus tres goles a Brasil, y los tres siguientes en el Mundial de Naranjito que terminó con el presidente Pertini celebrando junto al rey Juan Carlos en el estadio Santiago Bernabéu, también ocupan en el fútbol el lugar que le corresponde a la verdad. Un momento puede durar una eternidad.
Champullo Ampuero
7 de mayo de 2001
Yo era un torreja, con ropa y todo, decía en una entrevista de hace diez años Hernán Ampuero Monsalve, un hombre de esfuerzo y picardía a flor de piel. En la semana un cáncer se lo llevó a la tumba, pero su memoria todavía está en el aire porque son pocos los que, habiendo sabido de sus aventuras, podrían olvidarse de un personaje tan memorable como lo fue Chamullo Ampuero.
El hombre se hizo a sí mismo desde cero y un buen día decidió ser paramédico en equipos de fútbol, donde cuajó perfectamente en la antigua escuela. Después de frustrarse como marinero y como peineta en camiones de carga, no sin antes navegar por los siete mares y darse unas vueltas por el norte de Chile, este porteño torreja conquistó a un ya fallecido ex entrenador de Colo Colo para que le abriera la puerta hacia lo que se transformaría en una auténtica vocación de vida.
Mezcla de autodidacta y alquimista de improvisación, Chamullo Ampuero empezó a hacerse popular con sus eternas corridas hacia el campo de juego para atender a los caídos, con ese trotecito aparatoso de paramédicos que siempre despierta una sonrisa de complicidad en las tribunas. Conocedor de mil secretos para poner en su sitio un hueso que no estaba en su lugar o para vaciarle una botella de metapío en la cara a un jugador que no tenía nada sólo por el afán de hacer que pasara el tiempo, era un integrante más de los equipos.
Como buen Pedro Urdemales del fútbol, Chamullo comprendió rápido que el destino le proponía un buen papel de actor secundario y él se dedicó a sacarle dividendos con la dignidad que suelen ofrecer los humildes. En los 80, cuando ya la televisión empezaba a montar un espectáculo distinto y, por lo tanto, a desterrar de las canchas a los hombres de su estirpe, Ampuero igual se las arreglaba para invadir el campo sin permiso del árbitro, abrir su maletín y sacar un menjurje de ocasión para aliviar el dolor de un golpe imaginario; todo eso mientras le guiñaba clandestinamente un ojo a la intrusa cámara de TV.
Cuenta Caszely que una vez, en 1974, el técnico de la Selección estaba en su cama por las molestias de su diabetes. Chile estaba en el Mundial de Alemania y el entrenador en cuestión era el Zorro Álamos. Entonces Ampuero hizo una colecta para comprar un remedio y al raro volvió con unas pelotas de pimpón. Impensadamente, le puso una a Luis Álamos en la boca y empezó a afeitarlo, con lo cual no ganó demasiado en la lucha contra la enfermedad, pero sí logró levantarle el ánimo a su paciente para que pudiera sentirse mejor.
Esta manera de chamullar era la más propia de un tipo que hacía mucho con nada. En su mejor entrega, componía músculos y huesos con sus dotes de auxiliar, pero más que nada por la gracia inigualable de su originalidad. En el supuesto profesionalismo de hoy ya nadie hace lo que hacía Chamullo Ampuero, amigo de mil pócimas y triquiñuelas por el campeonato. Quizás porque aquello suponía una prehistoria de pelotas que necesariamente iba a ser superada, como el futbolista de cromañón finalmente desapareció de la faz de la tierra. Pero no dejan de añorarse esa sonrisa picaresca y esos ademanes de lazarillo que tanto alegraban el paisaje.
El mito del más grande
27 de septiembre de 2010
Como suele ocurrir con los grandes, hay dos maneras de mirar a Fernando Riera, un señor de 90 años que obviamente murió de viejo y no de pena ni de olvido, causa de muerte común entre los nuestros. La primera manera es la de todos, la mirada totémica, que es donde los grandes tienen sus altares, sus medallas de guerra y el resto de la panoplia institucional que lleva a Manuel Pellegrini, por ejemplo, a decir que nos ha dejado “el mejor de todos”, una afirmación que va más allá de la buena crianza y resulta casi imposible de cuestionar, aunque significa poco y nada como resumen de una vida que se consagró por completo a un sueño: el fútbol.
El otro punto de vista es el de cada uno, por separado y sin el apremio de posar para la foto cuando se manifiesta, como las palabras de Riera hijo en el funeral de su padre, “fuiste un hombre digno”, o incluso el llanto sin palabras de los jugadores de la inolvidable Selección de 1962 sobre el ataúd de su entrenador, cuya ausencia los obligará a celebrar en el cementerio el próximo 30 de mayo, el día de san Fernando y del debut contra Suiza de aquel Mundial en que Chile fue tercero.
Para mí, como debe serlo para la mayoría, Riera es una figura distante, a quien sólo vi una vez en y desde muy lejos, como puede ver un niño de 9 años entre setenta y cuatro mil espectadores al canoso deté del equipo contrario. Hoy por lo menos puedo decir que vi jugar y ganar en cancha a un equipo de Riera, ese 3 de enero de 1981, hecho doloroso entonces para un chico que tenía de ídolo a Leonel Herrera y que veía a la dupla Caszely-Vasconcelos como un instrumento de castigo para los rivales. Punto para el Tata Riera, cuya historia además me hace recordar que él fue elegido para el cargo de seleccionador nacional a los 37 años, dos menos de los que yo tengo ahora.
Existe cierto apuro en estos días, no sé si necesario, por medir el legado del hombre que, según las necrologías oficiales, “profesionalizó el fútbol chileno”, una sentencia quizás no del todo justa porque menosprecia el trabajo de otros, antes y después, y porque en realidad uno tiende a preguntarse si hoy, con medio siglo de era Riera, se puede hablar sin duda alguna de fútbol profesional en Chile. No debiera ser éste el centro del debate. Ya se sabe que no existe el desarrollo líneal en la historia: si uno avanza dos pasos, también puede retroceder uno o tres. C’est la vie.
Habría sido bueno preguntarle a Riera por estas cosas, aunque él mismo, acaso para evitar la insulsa discusión, prefirió recluirse en sus últimos años, sin hablar siquiera de la fundación de una escuela: a Salah y Pellegrini, jugadores suyos en esa U de principios de los 80, siempre los definió como amigos, y tampoco existen otros rostros viables del denominado estilo Riera. ¿Seriedad, organización, disciplina? Dios nos libre de vivir en un país donde estos valores sean credo y patrimonio de unos pocos.
El silencio voluntario del maestro antes de que la salud le doblara la mano puede ser una especie de respuesta a estas dudas. Riera fue el hombre que dirigió al equipo que le dio a Chile la mayor alegría de su historia deportiva, que tal vez sea la mayor alegría de su historia como país. ¿Hace falta otra razón para exaltar su figura?
El ídolo Jota Eme
3 de enero de 2008
Julio Martínez debe ser uno de los pocos muertos que merecen todos, o casi todos, los elogios que se les hacen en su condición de muertos. Era buena persona, ayudó a su mamá, triunfó en la vida y tuvo múltiples reconocimientos por todo ello, al punto que uno podría decir sin temor a equivocarse que el hombre murió feliz.
La historia seguramente se encargará, quién sabe si con justicia divina o no, de encumbrarlo como el mejor de todos los tiempos en el periodismo deportivo chileno. ¿Y era en verdad tan bueno, como dicen, en el uso de la palabra, el ejercicio del estilo y la noticia?
Durante más de sesenta años el producto Jota Eme se mantuvo inalterable tanto en la forma como en el fondo y eso, que es un mérito en cuanto a la condición humana, también fue una mochila muy pesada a la hora de medir audiencias. En Canal 13, sin duda, conocen muy bien el fenómeno de su pérdida de rating en las últimas décadas, un tema que llegó a convertirse en “aquello de lo que nadie quiere hablar” en la estación televisiva.
Así fue como acabaron sus días de comentarista, reducido a miserables cinco minutos de pantalla, en los que apenas intercalaba algunas frases para darle continuidad a una voz en off, mucho más joven y segura, que informaba sobre goles y equipos sin extraviar nombres ni lugares. Lo curioso, pero razonable, es que el mismo canal que le negó la sal y el agua en sus últimas apariciones anoche hizo un programa especial en horario estelar por su muerte. Paradojas de la vida, diría Martínez con su molde lingüístico tan proverbial.
Lo claro es que fuimos nosotros mismos, su propio público, los que al final preferimos ver otros programas, leer otras notas y sintonizar otras radios. Es natural: crecimos con él y, como ya crecimos, un día cualquiera dejamos de seguirlo, igual como los hijos dejan de seguir las pisadas de sus padres.
Recuerdo, por ejemplo, que yo iba todos los días a la casa de mi abuelo para leer la columna de Jota Eme y el resto de las informaciones deportivas en el diario. Para mí, como lo fue para muchos, la marquesina era sagrada y la última vez que vi a Martínez, hace un par de años, le pude hablar de aquella niñez y de mi abuelo, por desgracia fallecido poco antes y con el que me habría gustado compartir más tiempo del que finalmente me permití. Le dije a Martínez, con voz quebrada y quizás sin la prudencia que exigía el momento, que en él seguía viendo al viejo de mi viejo.
Esto es lo que, en el fondo, nos pasa cuando pensamos en Julio Martínez Prádanos, una especie de ídolo que pertenece a nuestra infancia, la de casi todos nosotros. Es la gracia de durar más que las piedras. Es posible que esto no lo convierta en el mejor en lo que hacía, pero ya no importa demasiado: él era como de la familia; y era más que bueno en eso.
Morir con la camiseta puesta
10 de febrero de 2013
Ser hincha de fútbol tiene que ver con estas cosas: ir a un lugar sin estar obligado, por una ilusión que no necesariamente tiene que cumplirse y, a veces, terminar celebrando un gol como si fuera el último de tu vida.
Seguir a tu equipo es como hacer el personaje del jardinero en una telenovela venezolana de los setenta: estás ahí para apoyar en lo que sea, la acción te pasa por el lado y las penas por adentro. Sin embargo, somos tablón, aguante y vayas donde vayas.
En “Boquita”, el escritor argentino Martín Caparrós dice que es una idea noble: “Estoy acá, pase lo que pase. Y para estar soporto lo que sea y pongo el cuerpo”.
Algunos partidos los recordamos por siempre, aunque nunca sabremos si el de ayer o el de mañana será el último. Tampoco sabemos en qué consiste ser feliz o si morirse haciendo lo que a uno le gusta es algo parecido a la felicidad, aunque en la noche, cuando estamos solos, aquellos que ya no están quieren contarnos lo que saben desde la memoria.
Ahora creo que estoy escuchando algo sobre un centro de Leal, la pantalla de Calandria para dejar pagando a la defensa de los campeones y el latigazo del paraguayo Rojas, que puede entrar o no en los libros, pero que nos deja el alma en un hilo y dieciséis voces que encontraron su destino en un grito de gol y en un Huachipato 0, Higgins de Rancagua 2.
Hay partidos que se recuerdan durante toda la vida y nos gustaría que el último no fuera realmente el último, pero ser hincha de fútbol tiene que ver con estas cosas. Morirse con la camiseta puesta es una forma de seguir viviendo para siempre. Buen viaje, capos de provincia.
El hombre que estaba cerca
12 de septiembre de 2012
En el fútbol hay distintas maneras de morirse. Una de ellas es la que eligió el Sapo Livingstone: grande, después de todos los amigos de sus mejores momentos y justo en el día que jugaba la Selección. La mejor parte de esta historia es que la oímos y la leímos en alguna parte, porque él fue un héroe de hace tanto y desde siempre que se quedó entre nosotros como se quedan las fotos en blanco y negro de nuestros padres. No hay dolor en lo que ya se fue, sino recuerdos, alegría y una mano que alguna vez nos empujó a seguir luchando: somos lo que somos gracias a muchos.
Sergio Livingstone Pohlhammer, el hijo de Ana y de Juan, fue futbolista cuando el fútbol se podía vivir de una manera. A la antigua, sin vivir de la pelota y ganándose la vida en otras cosas, cada uno en lo que podía por supuesto, pero también entregando en la cancha lo que cada uno tenía, eso que no sabemos si existe hasta que lo entregmos todo: el alma.
Livingstone, el Sapo, fue el mejor arquero de los tiempos idos, el hombre que fue una leyenda poque lo atajaba casi todo y cuyo legado, si queremos encontrarle uno, tiene que ver justamente con esa verdad que no se cansó de proclamar: un buen arquero no las tapa todas, pero te hace creer que siempre estará ahí cuando lo necesites, incluso para levantarte del suelo cuando ganan los otros. Es lo que se llama confianza.
Jugó entre 1958 y 1959 y en la hora de su retiro la revista Estadio, territorio de sentimientos patrimoniales, lo describió de la siguiente manera: Por sobre todo quedó el recuerdo imborrable de una personalidad, de un revolucionario del estilo, de una amalgama de destreza, de imaginación, de elasticidad, de audacia y hasta de imprudencia. El recuerdo de un ejemplo de vocación”.
¿Cómo es posible que un hombre que estaba desapareciendo del mapa hace más de cincuenta años perviviera hasta el día de hoy? La televisión tiene muchas respuestas, aunque no las tiene todas. Livingstone, en realidad, no era simpático ni chistoso, pero le dio un significado profundo a una palabra que no tiene un gran futuro televisivo: respeto.
Aunque las necrologías usualmente hablan de hombres perfectos, me atrevo a pensar que el Sapo Livingstone no era así, sino otra cosa mucho más importante. Lo suyo era estar cerca, en la cancha y en el living de nuestras casas, y cuando los que son de su tamaño mueren la tristeza hay que dejársela a los suyos. Uno sólo puede estar agradecido por lo que dejó: una historia que contaban nuestros abuelos y y un pedazo de nuestras vidas que seguirá vivo hasta que a nosotros también nos toque partir.
Escuti, el ciego
5 de enero de 2005
En la muerte de Misael Escuti, el Ciego, hay una pregunta que rasga las vestiduras del tiempo de manera inevitable. Una pregunta que debe quedar registrada en la historia viva del fútbol chileno: ¿por qué el nombre de aquel arquero inolvidable acabó tan lejos de la gloria que él y sus compañeros de equipo se adjudicaron en el Mundial de 1962?
El de Escuti es, por encima de todo, un relato sobre la dignidad. Quedan muy pocos entre quienes fueron testigos de sus proezas bajo los tres palos, que en esa época eran de verdad, palos de madera, pero eso no importa demasiado frente a lo que significó su actitud de renuncia, su distanciamiento definitivo de la fama posterior, tomando en cuenta que de esta forma también se alejaba de sus beneficios.
Hubo hinchas que lo insultaron en la calle y que lo llamaron por teléfono para enrostrarle aquellos supuestos errores de la semifinal contra Brasil en nuestro Mundial. ¿Merecía eso un ídolo cuya carrera hasta ese día era impecable? Hoy se ha llegado a reconocer que Escuti apenas fue cómplice en uno de los cuatro goles anotados por Vavá y Garrincha, y que la defensa no lo acompañó como debía, pero en su momento se apuntó a quien, más que nunca, sería el Ciego Escuti. Durante esa misma jornada empezó a caer en el olvido la leyenda de un futbolista de treinta y seis años que lo había dado todo por la Roja.
A menudo se piensa que es todo un acontecimiento ver el Estadio Nacional hasta las banderas, pero la historia de Escuti y la de tantos otros llama precisamente a desconfiar de los fanáticos de última hora, simples allegados del tablón que no entienden nada de nada y, con evidente mal gusto, destempladamente piden cabezas en la hora de la derrota. La ingratitud es una conducta habitual en los estadios llenos.
El destino le dio a Escuti el Alzheimer, una enfermedad terrible que sin duda devoró su identidad hasta el último de sus recuerdos. Al menos queda el consuelo de que con ello también lo abandonaron sus penas.
El hincha que cumplió el viejo sueño de morirse en el tablón
10 de noviembre de 2010
Dicen que el Nano murió feliz, pero, mientras se moría, abrió los ojos, miró fijamente a Aurora Sánchez, la Tía Lola, y le preguntó “¿cómo vamos?” cuando era atendido debajo de la tribuna principal del estadio San Carlos de Apoquindo, mientras su viejo y querido Magallanes jugaba contra Barnechea, por el torneo de tercera división.
Un poco antes se había desvanecido en el tablón, en los brazos de su amigo Polo, tras el gol del 2-0 para su equipo. Otro poco antes gritó “árbitro de mierda”, aunque sus inseparables lo dicen sin convicción, como asumiendo que usó otra palabra más fea y que no viene al caso. Murió camino al hospital, víctima de un segundo infarto.
Lo enterraron ayer en la tarde, a las cuatro, en la parte antigua del Cementerio Metropolitano. Francisco Yáñez, el Nano, iba dentro del féretro con la camiseta albiceleste de la Academia. Las mujeres lloraban como lloran las mujeres cuando se muere el patriarca de la familia y los hombres se restregaban los ojos para no llorar. También estaban el dueño del club y los jugadores, incluido Marcelo Salas, el otro Salas, autor de tres goles ese día fatal, entre ellos el segundo, el que provocó la defunción.
La historia del Nano es la de Magallanes, de gente olvidada por el fútbol y por la historia, un club fundado en 1897 que salió campeón por última vez en 1938, tuvo su último gran equipo en 1985, en la Copa Libertadores, y vio su último estadio lleno de verdad en 1989, en un partido de segunda división contra la U. El Nano, cuentan los que saben, empezó a ir al estadio en 1955 junto a su amigo José Muñoz (“almorzábamos en el colegio, el 160, que ya no existe, y después nos íbamos a San Eugenio”). Entonces estaba quemando sus últimas naves el apodo de la Academia, bautizada así por Renato González, Míster Huifa, en virtud del juego pulcro y ordenado del equipo, “como si estuvieran tejiendo un choapino”.
Hubo muchas canas en el funeral, como las de Gabriel Fuentes y Alejandro López, saxo tenor y trompeta de La Bandita, ese grupo que en su mejor época fue una orquesta de veinte músicos y que hoy se conforma con cinco nobles sobrevivientes. Ellos tocaron el “Manojito de claveles”, el himno del club, tan ligado a los últimos minutos del Nano en su estribillo final: “Cuando sales a la cancha se nos estremece hasta el corazón”.
Uno de los nietos cantó un tema de Gervasio, se habló mucho de Dios y de la vida después de la vida, y de lo bueno que fue tener cerca al Nano y, claro, de su amor por Magallanes.
“Hace dos semanas hablamos de esto y me dijo que quería morirse en la cancha”, cuenta su hijo Francisco, del mismo nombre, aunque a él no le dicen nano. El domingo salió temprano, sin saber que en la tarde le iban a celebrar de sorpresa sus 71 años cumplidos recién el sábado, con esa torta de chocolate y piña que le gustaba porque la hacía Nena, su mujer.
¿Puede uno morirse feliz, realmente feliz, cuando sabe que se está muriendo? A los vivos les gusta especular con estas cosas, pero nunca les preguntan, por razones obvias, a los únicos que conocen la respuesta. El Nano, mientras miraba la luz al final del túnel, sólo alcanzó a decir “¿cómo vamos?”. Le pidieron que estuviera tranquilo porque iban 4-0. Y tranquilo murió rumbo al hospital, lamentando, quizás, perderse el próximo partido contra Iberia.
Estimado Esteban , te escribo para felicitarte por tus interesantes e inéditas crónicas de fútbol , te comento que se las acabo de leer a mi padre , que ha sido toda la vida un hombre de fútbol , fue gerente de la Federación de Fútbol de Chile durante 60 años ( de 1956 al 2016) hoy está postrado desde hace 4 años , es el único sobreviviente que queda de los dirigentes que conformaron el Comité Organizador del Mundial del ‘62 en nuestro país .
Le leí todas tus crónicas y le gustaron mucho , hizo algunas pequeñas observaciones ( le decían la biblia del fútbol chileno ) hoy a sus 95 años tiene aún muy buena memoria, aunque se recuerda más de tiempos pasados que los de hace poco , pero está lúcido .
Somos una familia ligada al fútbol de toda la vida , yo soy profesor de Ed. Física que me especialicé en preparación física del fútbol y llegué a ser Instructor de la Federación de Fútbol trabajando en muchos cursos de iniciadores, monitores y entrenadores bajo la dirección de don Pedro Morales , fui profesor fundador del INAF donde trabajé 23 años en la formación de árbitros , también fui profesor de los créditos de fútbol masculino y femenino de la PUC por 22 años u otros 22 años en mis comienzos de profesor y entrenador del Colegio Saint George , mi hijo Jair Burboa es el kinesiólogo de las series menores de la selección nacional y de la adulta femenina ( ha estado en 3 mundiales y los últimos JJOO con la selección femenina . Como te decía somos una familia muy futbolizada .
Saludos atentos y felicitaciones .